El metafísico Woody Allen está cansado de la realidad. Le acechan preguntas inquietantes y sabe, luego existe, que a toda pregunta le seguirá otra y aún otra más, como en una secuencia ininterrumpida e irresoluble. Y duda, pero insiste: ¿es real la realidad? Woody Allen es un filósofo (a cualquiera puede sucederle). Y la profesión obliga: las preguntas serenas y pacientes están por encima de la avidez de respuestas infalibles.

Una de las falacias más cotidianas consiste en tomar como premisa una muestra reducida (a la sazón, arbitraria y torticera) para inferir precipitadamente una conclusión generalista convenida y conveniente a los intereses de quien razona de este modo

Claro que esto de hacerse preguntas requiere de cierta habilidad. Tal vez usted sugeriría un interrogante más apropiado de acuerdo con aquello que busca o cree poder encontrar. Pero el filósofo Allen hace honor a la disciplina y no quiere precipitarse, y se formula no una, ni dos, sino tres cuestiones trascendentales: "¿Habrá algo allá afuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer tanto ruido?"*. Allen, sin duda, aprecia el silencio. Quién sabe si también la soledad de su estudio. Pero acaba de admitir la existencia de los otros: el último interrogante responde y contradice al primero. ¿Se le habrá deslizado como sin querer? ¿O ha sido un gesto deliberado? Mientras tratamos de responder a estas cuestiones y a las que, por supuesto, vendrán después, Allen se ríe de nosotros y de nuestras especulaciones: en realidad, él estaba hablando de sexo.

El más elemental manual de filosofía aclara que una falacia no es una mentira, sino un error argumentativo. Y los hay de muchos tipos; la mayoría de ellos, por desgracia, ocupan un lugar central en la retórica política. Por ejemplo, y aunque es también un defecto cotidiano, demasiado cotidiano, se incurre a menudo en lo que se conoce como generalización inadecuada: que si los americanos son esto, que si los árabes son aquello, que si los catalanes son tal, que si los españoles son cual. En el peor de los casos, un mal argumento, por defectuoso, que discurra sobre miembros de estas, digamos pronto y mal, comunidades, suele tomar como premisa una muestra reducida (a la sazón, arbitraria y torticera) para inferir precipitadamente una conclusión generalista convenida y conveniente a los intereses de quien razona de este modo. Un buen ejemplo de ello es, sin duda, el tristemente célebre simposio 'España contra Cataluña', donde, por añadidura, se solapa al mismo tiempo la falacia que toma la parte por el todo.

Otra fórmula (de nuevo, demasiado corriente) para descalificar sin argumentar consiste en atacar al oponente por lo que es (o decimos que es) o por lo que hace (o decimos que hace), y aunque a veces esto pueda ser efectivamente ilustrativo, no dice nada acerca de la validez o invalidez de sus argumentos y nos ahorra no pocos enfrentamientos honestos con la ruidosa realidad. Tirando de un latinajo, como para darle a la cosa mayor enjundia, en filosofía se conoce a esta falacia con el nombre de ad hominem.

Y la cosa no se detiene aquí. Pero no es cuestión de aleccionar al personal. Simplemente dar razón de un detalle que, se diría, es importante y no creo que deba pasar inadvertido. En los manuales, la falacia de la pregunta compleja se explica poco más o menos con el siguiente caso hipotético: el abogado de la acusación pregunta al acusado: "¿Dónde escondió las pruebas?", cuando todavía durante el juicio nadie ha determinado que efectivamente las haya ocultado. La acusación da por hecho lo que todavía está por demostrarse y trata de confundir al interrogado.

¿No sería más neutral un enunciado que, netamente, planteara a los ciudadanos la ruptura con el resto de España? ¿Será que le tienen miedo al miedo que ellos mismos han infundido?

En el caso que nos ocupa y que, lamentablemente, habrá de ocuparnos durante el próximo año, la primera de las cuestiones planteadas por CiU, ERC, ICV-EUiA y CUP para que la ciudadanía dé respuesta a su proyectado, y a todas luces improbable, referéndum independentista, es mucho menos imparcial, y por ende más preocupante, que la segunda: Ya desde el primer postulado se prefigura otro mundo posible, sin duda mejor que el actual. En efecto, ¿qué comunidad no querría convertirse en un Estado? ¿Acaso no dibuja este planteamiento un escenario más halagüeño que el de la hipótesis de una incierta e internacionalmente denostada independencia? ¿No sería más neutral un enunciado que, netamente, planteara a los ciudadanos la ruptura con el resto de España? ¿Será que le tienen miedo al miedo que ellos mismos han infundido? A partir de aquí, y una vez deslizados por esta suerte de pendiente resbaladiza (admitámoslo, otro formidable sofisma), la segunda de las cuestiones es, contra todo pronóstico, menos inquietante: toda vez que se ha marcado la tendencia, ya puestos, el desprevenido refrendado fácilmente puede darle el sí a la independencia y quedarse tan ancho sin ni siquiera saber si tiene motivos o si por el contrario le han motivado a ello.

A todo esto, debo decir que soy de los que piensan que esto de "la consulta" es una colosal cortina de humo para evitar hablar de lo que de verdad importa. Y en este caso, desafortunadamente, no se trata de sexo. Y así nos va. ¿Por qué? Esa es sin duda una gran pregunta, que jamás debiéramos abandonar. Pero, mientras tanto, yo sigo preguntándome: ¿Quiénes son los otros? ¿De verdad existen sin mí? ¿Soy algo sin ellos? ¿Y por qué tendrán que hacer tanto ruido? Francamente, tanta metafísica empieza a cansarme.

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* ALLEN, Woody (1974), "Mi filosofía", en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Barcelona, Tusquets.