Pensamiento
Un principio de caso único
Los partidarios del llamado derecho a decidir de Cataluña se empeñan en identificarlo con un supuesto principio universal de "radicalidad democrática" que al parecer consiste paradójicamente en establecer que el pueblo catalán tiene derecho a autodeterminarse de manera unilateral e independiente de lo que digan la Constitución y las leyes. En teoría, un principio es una norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta, es decir, una pauta general. Sin embargo, la originalidad del principio de radicalidad democrática al que apelan los nacionalistas catalanes es que es un principio de caso único, porque sólo es aplicable al pueblo catalán y, además, se limita a una única cuestión: ¿continuidad en España o secesión?
La originalidad del principio de radicalidad democrática al que apelan los nacionalistas catalanes es que es un principio de caso único, porque sólo es aplicable al pueblo catalán
Pero ese principio de caso único no es una inocente contradicción en los términos, sino una arbitrariedad en toda regla que sólo puede responder a la intención de sus ideólogos de enmascarar determinadas maniobras u objetivos políticos que ni siquiera ellos mismos consideran razonables en sus actuales planteamientos. No en vano tales planteamientos, cuyo único objetivo es hacer creer al mundo que las demandas independentistas son la quintaesencia de la democracia en contraposición con el carácter pretendidamente antidemocrático de lo que ellos denominan el "Estado español", se basan esencialmente en dos imposturas a cual más arbitraria:
1. Falseamiento selectivo de la historia. Los independentistas catalanes se empeñan en presentar la Guerra de Sucesión y el subsiguiente proceso de centralización del poder implantado en España por los Borbones -proveniente de la innovadora Francia, no lo olvidemos- como el inicio de una supuesta ilegitimidad democrática del Estado español, como si las instituciones catalanas abolidas tras la caída de Barcelona en 1714 fueran instituciones democráticas, y no puramente aristocráticas y estamentales, y como si en el resto de los estados de nuestro entorno no hubieran tenido lugar procesos similares de racionalización administrativa y eliminación de barreras aduaneras interiores. Y es que, siguiendo la lógica independentista, no existiría entre nuestros vecinos europeos ningún Estado moderno legítimamente democrático, pues lo ocurrido tras la Guerra de Sucesión y la implantación del absolutismo en España se parece mucho a lo ocurrido poco antes o después en Francia, Austria, Rusia e incluso en Inglaterra antes de la Revolución Gloriosa de 1688.
Es decir, si la historia moderna de España es por definición antidemocrática como sostienen los nacionalistas catalanes, no lo es menos la de esos otros países, algunos de cuyos gobernantes han recibido recientemente una carta y un memorándum de parte del presidente Mas pidiéndoles apoyo en su determinación de celebrar este año una consulta que acabe con "tres siglos de sumisión del pueblo catalán" (sic). Es de suponer que, a cambio, el presidente autonómico se comprometerá al menos a no pasar la historia de aquellos estados -si es que hay alguno- que tengan a bien brindarle su apoyo por el implacable tamiz del independentismo catalán, pues es evidente que ninguno de ellos pasaría el test de calidad democrática elaborado por los secesionistas catalanes.
Las dos supuestas faltas que pretenden endosarle a nuestra Carta Magna son comunes a las Constituciones de la mayoría de los países de nuestro entorno
2. Falseamiento selectivo del presente. Los independentistas catalanes no se conforman con moldear arbitrariamente la historia, sino que hacen lo propio con el pasado más reciente y aun con el presente. Se empeñan ahora en hacernos creer, y en hacer creer al mundo, que la Constitución de 1978 carece de legitimidad democrática. Tanto es así que le achacan una doble falta de legitimidad: por un lado, por las circunstancias excepcionales en que fue aprobada tras la dictadura franquista, y, por otro, porque la mayoría de los catalanes de hoy no habían nacido o todavía eran menores de edad en 1978.
Olvidan que las dos supuestas faltas que pretenden endosarle a nuestra Carta Magna son comunes a las Constituciones de la mayoría de los países de nuestro entorno. ¿Acaso algún independentista catalán discute la legitimidad democrática de la Constitución alemana, la Ley Fundamental de Bonn de 1949, que fue redactada por un órgano constituido a instancias del mando militar de las zonas de ocupación estadounidense, británica y francesa tras la Segunda Guerra Mundial y que nunca fue sometida a referéndum de todo el pueblo alemán? ¿O la de la Constitución japonesa de 1945, redactada por una veintena de expertos estadounidenses durante la ocupación aliada posterior a la Segunda Guerra Mundial y que hasta ahora no ha sido objeto de ninguna reforma? ¿Discute alguno el valor de la Constitución italiana de 1947 o el de la francesa de 1958 por el hecho de que la inmensa mayoría de sus ciudadanos no las hayan votado? Por no hablar de la Constitución de los Estados Unidos, de 1787, que con frecuencia es presentada por comentaristas y tertulianos independentistas como ejemplo de Constitución flexible, pese a tratarse de una Constitución tan rígida como la que más cuya última enmienda, por cierto, se aprobó en 1971, hace más de cuarenta años. Desde entonces, no ha habido más reformas a excepción de la entrada en vigor de la enmienda 27 en 1992, a pesar de haber sido remitida por la Cámara de Representantes a las asambleas legislativas de los Estados para su aprobación más de ¡200 años antes!, en 1789. ¡Qué dirían los nacionalistas catalanes, tan inclinados a magnificar cualquier nadería para intentar probar la baja calidad de la democracia española, si en España una reforma constitucional hubiera tardado 200 años en ver la luz…!
Las Constituciones son, por definición, textos orientados a perdurar en el tiempo, porque su finalidad es dotar de seguridad y estabilidad la convivencia de una determinada comunidad humana sobre la base del respeto a los derechos individuales y de las minorías. De hecho, es la salvaguarda de los intereses de las minorías estructurales que integran España, y no precisamente la defensa de los intereses coyunturales respectivos de los grandes partidos nacionales (PP y PSOE) como sostienen los nacionalistas, la principal justificación de la necesidad de alcanzar grandes consensos si lo que se pretende es reformar la Constitución, consensos imposibles de alcanzar por un solo partido por muy mayoritario que sea.