El pasado sábado comí con mi amigo Ramón y su padre en un conocido restaurante de Barcelona, sin duda uno de los mejores de la ciudad tanto por la calidad de sus platos como por el fenomenal trato que la familia propietaria, siempre al pie del cañón, y los empleados dispensan a sus clientes. El nombre del restaurante no viene ahora al caso, y menos aún teniendo en cuenta la propensión al boicot que gastan algunos por estos pagos.
El padre de Ramón, ampurdanés de pura cepa como Pla y Dalí, es uno de los muchos empresarios catalanes que contempla con gran preocupación la deriva independentista del Gobierno autonómico catalán, pero que, como la mayoría de los empresarios más o menos importantes, prefiere no pronunciarse sobre asuntos políticos y confía en que la salida de la crisis económica y financiera rebaje también la tensión independentista. Al igual que su padre, Ramón, que está llamado a asumir algún día responsabilidades importantes en la empresa familiar, tampoco es partidario de la secesión, y no porque sea o se sienta menos catalán que el más independentista de los independentistas, sino sencillamente porque considera que lo mejor para Cataluña es seguir formando parte de España como hasta ahora.
La buena señora interpretó mi comentario como la señal inequívoca de que había llegado el momento de empezar a despotricar del PP, y por extensión de España
A la hora del café, el propietario del restaurante y su mujer se acercaron amablemente a nuestra mesa para conocer de primera mano nuestras impresiones sobre la comida y el servicio, inmejorables dicho sea de paso. Mientras él y el padre de Ramón se enfrascaban en una conversación sobre las bondades de la cocina catalana, la mujer se dirigió a Ramón y a mí para hablar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, de política y explicarnos con ironía que el dirigente del PP Esteban González-Pons acababa de decir que "el PP y sus dirigentes son tan honrados como todos". Ni Ramón ni yo teníamos la menor intención de entrar al trapo. Él sólo esbozó una sonrisa de complicidad, pero yo cometí la imprudencia de no limitarme a sonreír y, sin reflexión, añadí sarcásticamente: "Vaya, pues me quedo más tranquilo...". Craso error.
La buena señora interpretó mi comentario de compromiso como la señal inequívoca de que había llegado el momento de empezar a despotricar del PP, y por extensión de España, como fuente de todos los males de Cataluña, y en un pispás ya teníamos a aquella entrañable mujer diciendo pestes del ministro Wert y su ley -que todo el mundo critica, aunque casi nadie la haya leído-, de la sentencia del Estatuto y de la política española en general, sistemáticamente orientada, como todo el mundo sabe, a perjudicar a los catalanes. La anfitriona estaba desatada. Insisto, se trata de una mujer afable y acostumbrada a tratar con lo más distinguido de la sociedad barcelonesa. Así que no creo que ante su variopinta clientela se deje llevar a menudo por la épica patriótica, pero había entrado en trance inopinadamente y era sólo cuestión de tiempo que pronunciara una de las dos palabras mágicas que suelen ser colofón de esta clase de arrebatos: independencia o consulta.
En este sentido, debo decir que, así como soy incapaz de comprender a quienes insisten en presentar la independencia como solución de nada, todavía entiendo menos a quienes reclaman la consulta como remedio de algo. Quizá sea porque tengo demasiado presentes las palabras de Stéphane Dion, ex ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá y uno de los principales artífices de la famosa Ley de Claridad canadiense, que en su reciente visita a nuestro país explicaba que "una consulta de ese tipo es un trauma, divide a la sociedad y provoca efectos contrarios a la democracia. Es una experiencia dramática que los quebequenses quieren evitar". Aquí, en cambio, algunos se empeñan en seguir presentándola como la quintaesencia de la democracia y como remedio de todos nuestros males. ¡Qué insensatez!
"Pues mire, la verdad es que siendo sincero... todavía menos"
Efectivamente, la mujer acabó defendiendo la independencia como única salida al sombrío escenario que ella misma acababa de pintar en un abrir y cerrar de ojos. Pero en cuanto comprendió que ninguno de los dos secundábamos su propuesta, decidió pasar al plan B, pues no otra cosa es la consulta que plantean CiU y ERC en las actuales circunstancias de contaminación del debate público, contaminación que resulta precisamente de la matraca que sobre todo ERC lleva años dando a la sociedad catalana. En cualquier caso, la dueña dio por hecho que, aun siendo contrarios a la independencia, al menos sí estaríamos convencidos de la necesidad de celebrar una consulta. "Entiendo que votarían que no...", inquirió. Para entonces yo ya había tomado la decisión de salir de aquel magnífico restaurante sin despegar los labios, más que nada porque me paso toda la semana emitiendo públicamente mi opinión al respecto y cuando llega el fin de semana uno tiene ganas de desconectar del dichoso tema. Además, conociendo la proverbial prudencia de mi amigo, daba por hecho que él tenía pensado hacer lo mismo. Pero me equivocaba.
"Mire, teniendo en cuenta que el mercado español constituye el 70% de nuestro negocio, no tendría mucho sentido que fuera partidario de la independencia", respondió. Viniendo de un empresario la respuesta es de libro, aunque admito que me pareció un poco vergonzante. Pero la mujer, convencida de que en el fondo todo buen catalán debe ser independentista, volvió a la carga y le dijo: "De acuerdo, pero ahora sea sincero: si no fuera por la empresa, ¿querría entonces la independencia de Cataluña?". Creí que Ramón iba a escurrir el bulto. De hecho, estoy convencido de que hace unos años hubiera evitado la pregunta. Pero esta vez no. "Pues mire, la verdad es que siendo sincero... todavía menos", sentenció sin pestañear.