El Congreso de los Diputados aprobó la semana pasada una moción de UPyD, con el apoyo del PP y del PSOE -a excepción del PSC, que se abstuvo-, en la que se rechazaba absolutamente el derecho a decidir del pueblo catalán y, al mismo tiempo, se afirmaba de manera no menos absoluta que el sujeto de ese pretendido derecho no es otro que el pueblo español.
Pues bien, si nos atenemos a la literalidad de la Constitución, cuyo artículo 1.2 establece que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado", está claro que la moción de UPyD tiene todo el sentido. Pero no creo que la mejor manera de salir al paso de las aspiraciones independentistas del Gobierno autonómico catalán sea trasladar a las Cortes Generales el bizantino debate sobre quién es el sujeto nacional del supuesto derecho a decidir, es decir, el sujeto de soberanía, y, menos todavía, hacerlo apelando exclusivamente a argumentos de derecho positivo y de lógica institucional. Tales argumentos jurídicos, por muy pertinentes y legítimos que sean desde el punto de vista democrático y constitucional -que lo son-, no dejan de ser contingentes y, por tanto, susceptibles por definición de cambiar con el tiempo y el devenir de la sociedad. De ahí que resulte, en mi opinión, poco convincente poner en solfa el derecho a decidir del pueblo catalán no por lo que ese supuesto derecho tiene sin duda de arbitrario y totalizador en una sociedad intrínsecamente plural y diversa como la catalana (conviene recordar que la opción "tan catalán como español" es la mayoritaria en todas las encuestas en las que a los catalanes se nos ha preguntado por nuestra adscripción identitaria), sino por el hecho de que sea el pueblo catalán y no el español el sujeto del que se predica el derecho.
Algunos consideramos que ha llegado un punto en que la cuestión catalana sólo puede resolverse por elevación, a través de un gran pacto de Estado entre los dos grandes partidos nacionales para llevar a cabo una ambiciosa reforma constitucional e institucional
Es verdad que la Constitución establece que "la soberanía nacional reside en el pueblo español", pero no es menos cierto que también "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones" que integran España, es decir, reconoce la existencia en España de otras realidades nacionales aparte de la española -que es la única nación política que conoce nuestra Carta Magna-, en implícita alusión a las nacionalidades o, si se quiere, naciones culturales de Cataluña, el País Vasco y Galicia. Ese poder político propio que la Constitución reconoce a las Comunidades Autónomas, que en modo alguno puede considerarse soberanía sino únicamente autonomía constitucional, supone en la práctica una limitación considerable a la soberanía del pueblo español. Tanto es así que, de la misma manera que podemos afirmar que el pueblo español constituido en nación no goza de absoluta soberanía exterior o jurídico-internacional, no resulta descabellado afirmar que tampoco ostenta la plena soberanía interior. Así, en el hipotético y, por ahora, nada probable caso de que se convocase un referéndum de reforma constitucional en el que la mayoría del pueblo español a excepción de los catalanes votase a favor de la supresión de las Comunidades Autónomas y de la centralización de todas las competencias en el Estado, el principio de autonomía consagrado por la Constitución no permitiría al Estado soslayar la decisión de los catalanes a favor del régimen autonómico. Otro tanto ocurriría en el caso de que se celebrase en toda España un no menos probable referéndum sobre la independencia de Cataluña y la mayoría de los españoles a excepción de los catalanes votase en contra de la secesión. ¿Qué sentido tendría entonces mirar hacia otro lado y obviar la voluntad de los catalanes? A mi juicio, ninguno.
No creo que vayamos a solventar el problema catalán, o mejor dicho, el problema español enfrascándonos en un interminable debate sobre sujetos de soberanía. Al contrario, esa discusión sólo puede generar frustración y un recíproco sentimiento de agravio entre catalanes y españoles no catalanes. Algunos consideramos que ha llegado un punto en que la cuestión catalana sólo puede resolverse por elevación, es decir, a través de un gran pacto de Estado entre los dos grandes partidos nacionales para llevar a cabo una ambiciosa reforma constitucional e institucional que sirva para galvanizar el sentimiento de adhesión al proyecto colectivo de todos los españoles, incluidos por supuesto los catalanes.
Decía Edmund Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia que "un Estado que carezca de posibilidades de cambio es un Estado sin medios de conservación", y advertía de que "sin dichas posibilidades, incluso se puede arriesgar la parte de la Constitución que más fervorosamente se desea conservar". Es imprescindible que el Gobierno central y el conjunto del pueblo español tomen conciencia de que lo que está ocurriendo en Cataluña no es un asunto privativo de los catalanes, sino que probablemente sea el más grave de los problemas que tenemos planteados los españoles, y de que si resultase que no somos capaces de encontrar entre todos posibilidades razonables de cambio, España tampoco tendría medios de conservación.
Las naciones todas son constructos ideológicos que, como diría el ideólogo de la unificación italiana Giuseppe Mazzini, nacen y mueren como los individuos. La longevidad de cualquier nación no depende de lo que digan las leyes, sino de su capacidad para mantener la adhesión de sus ciudadanos al proyecto común, lo que en tiempos democráticos como los actuales sólo puede lograrse mediante la persuasión. Es decir, consiguiendo que el proyecto sugestivo de vida en común del que hablaba Ortega salga periódicamente airoso del plebiscito cotidiano del que hablaba Renan, que partiendo del pasado compartido se proyecta sobre el futuro también conjunto. Decía Ortega que los grupos que conforman una nación no conviven por estar juntos, sino para "hacer algo juntos". Pues de eso se trata.