¿Autonomismo? ¿Federalismo? ¿Terceras vías? Parece que no estamos muy satisfechos con el color del lacito que lleva nuestro modelo de Estado y eso nos obliga a estar dándole vueltas continuamente al asunto, especialmente por la necesidad de atender las graves insatisfacciones del nacionalismo catalán.
Antes de todo, situémonos. Por lo que respecta a Cataluña, vivimos bajo un régimen creado por aquel señor que dejó escrito que el andaluz es un ser destruído y poco hecho. Y este régimen tiene un objetivo principalísimo, bien definido y absolutamente inamovible: que en Cataluña se deje de hablar el castellano. El sistema autonómico, que se consideró en su momento un gran pacto consistente en dar un amplio autogobierno a cambio de no poner en cuestión la integridad de esta vieja nación, ha dado poderosas herramientas al nacionalismo pujolista para conseguir ese objetivo: la enseñanza, medios de comunicación y capacidad de intervenir en la sociedad. Pero parece ser que esto no lo juzgaron suficiente. Se consideró necesario aplicar un marketing lingüístico agresivo llamado nacionalismo que reafirme a los propios y sea contagioso para los extraños. De ahí viene la necesidad de estar en conflicto institucional continuo o de reescribir la historia a su antojo.
Este nacionalismo no es exactamente "odio a lo español", como se suele decir. Es un estado de narcisismo colectivo que hace a la gente refractaria a cualquier consideración que no vaya en dirección al viaje a Ítaca. Ya podemos presentar estudios pedagógicos serios sobre la conveniencia de la enseñanza en lengua materna o recordar la importancia del castellano, que la gente estará convencida de que gracias a la inmersión sus hijos se convertirán en verdaderos catalanes y así lo tendrán todo pagado, como profetizó el filósofo Francesc Pujols. Ya se pueden dar evidencias de que con la secesión Cataluña estará fuera de la Unión Europea y del euro, que los separatistas están convencidos de que Europa sin el territorio desgajado se hunde y al final será Europa la que hará los apaños legales que sean necesarios para que Cataluña reingrese lo antes posible.
¿Acaso el común de la gente cuando llega a casa después del trabajo se pone, por propia iniciativa, a buscar en internet cifras macroeconómicas?
Hay quien dice que hay independentistas que lo son, no por el tema identitario sino por el aspecto económico. Pero eso es una percepción del estado psicológico actual de la sociedad catalana profundamente errónea. ¿Acaso el común de la gente cuando llega a casa después del trabajo se pone, por propia iniciativa, a buscar en internet cifras macroeconómicas y tras un riguroso estudio llega a la conclusión de que será más rica con una Cataluña separada? Esto es ridículo. Pensada con tal de atraer a su causa a gente a la que el tema de la lengua no les motive, la justificación económica del secesionismo es una traslación al campo de la economía del mismo nacionalismo identitario: sin la rémora de los patanes españoles, esto será jauja. De la misma manera que TV3 trasladaba ese nacionalismo identitario al campo del deporte al preguntarse en una retransmisión deportiva qué sería del deporte español sin Cataluña. Y en general, hablando de España como si la película se hubiera detenido en los años 40 del siglo pasado.
Todo esto tiene una base, que es de donde sale todo. Por las razones que sean, la población de raíz catalana goza de una cierta homogeneidad en torno a un buen nivel económico y cultural, mientras que el resto es una sociedad heterogénea a la que pertenecen sectores que, desgraciadamente, se encuentran por debajo o muy por debajo de la media en esos aspectos. Ése es el origen primigenio de este narcisismo que se hace patente en el patrón de discusión típico con un nacionalista catalán: "Si yo soy listo y tú eres tonto, ¿quién tiene razón de los dos?".
A todo esto, ¿y si se acepta la separación de una puñetera vez y se zanja el asunto ya para siempre? Yo lo encuentro altamente desaconsejable porque no creo que ese fuera el fin del conflicto. Sabiendo que esto es entrar en el campo de la política ficción, puede uno formular la hipótesis de que tras la secesión, al día siguiente de acabar los fastos de celebración del nacimiento del nuevo Estado, empezarían las reclamaciones territoriales sobre lo que el nacionalismo considera su área lingüística. Y en esa situación, pudiendo disponer en un futuro no lejano de la capacidad disuasoria asociada a la posesión de un ejército propio, el órdago actual nos parecería una broma en comparación.
Solamente tiene sentido defender un modelo de Estado porque se cree en él, no por congraciarse con nadie
El modelo de Estado se puede poner en cuestión porque todo es mejorable y para eso está la democracia. Pero cualquier fórmula de cambio que se plantee tiene que estar acompañada de una demostración rigurosa de las ventajas que eso reportaría para el desarrollo de la sociedad en su conjunto. Si los derechos de los ciudadanos estarían mejor protegidos, si aportaría un mejor funcionamiento de las administraciones públicas y sus servicios (enseñanza, sanidad, infraestructuras, seguridad...) con un nivel de impuestos justo y razonable, si hubiera mejores mecanismos para evitar la corrupción. Todo lo que no sea eso no será más que discutir sobre el color del lacito para que algún político tenga su momento de gloria.
Otra cosa es el remover la cuestión porque desde el nacionalismo catalán se diga que hay una necesidad de encaje no resuelta. En ese caso, corresponde a ese nacionalismo, sin arrogarse la representación de toda la sociedad sino solamente la de sus votantes, definir lo que quiere. No corresponde a los demás jugar al juego de las adivinanzas. Lo que pasa es que ese proceso ya se realizó en los tiempos de la Transición, en que aparte del Estatuto de 1979, los partidos con posibilidades de gobernar España aceptaron la actitud de no hacer oposición ideológica al nacionalismo, siendo esto uno de los espaldarazos fundamentales que tuvo el nacionalismo en aquella época.
Luego, tras dos décadas mortificando a la población española con la permanente insatisfacción, vino otra propuesta de Estatuto, pero para entonces ya se había producido un notable cansancio del "a ver si ya". Por eso se hizo lo que se podía hacer: ajustarse a la legalidad y acomodar el texto a los requisitos de la Constitución. Pero ahora el escenario es otro. Se ha apostado por la ruptura, y eso deja atrás por completo los tiempos del "a ver si ya". Solamente tiene sentido defender un modelo de Estado porque se cree en él, no por congraciarse con nadie.