¿Cómo puede controlarse el rebaño
si no es por medio de sus emociones?
¿Dónde se ha visto nunca una masa lógica?
William Faulkner
En un artículo publicado en El Mundo el pasado mes de julio con el título El olvidado Salvador Espriu, el escritor madrileño Luis Antonio de Villena hablaba de su relación personal con la obra del autor de La pell de brau; de lo que significó esta obra en toda España durante la década de los 60 y de la escandalosa manipulación de que es objeto en este año del centenario del poeta. "Esto era Espriu -afirma De Villena-: un hombre culto, sobrio, moderado. Muy lejos de la Cataluña radical de hoy". Y me parece que los adjetivos con los que define la personalidad de Espriu ofrecen un magnífico punto de contraste para describir con exactitud el indudable declive de la sociedad catalana: la cultura, la sobriedad y la moderación son tres cualidades esenciales que la Cataluña de hoy -la Cataluña de los políticos que dirigen las masas con la fuerza de la propaganda, y la de las masas que les siguen a ciegas pensando que las ideas que promueven a gritos han brotado de sus conciencias- ni practica, ni ambiciona, ni conoce. No es extraño que sea así en un tiempo en el que la voluntad del pueblo -el protagonismo de las masas adiestradas- se presenta como el tuétano de la democracia.
La lengua catalana no parece que despierte el más mínimo interés ni de los apóstoles de la nación libre ni del pueblo que le agita las esteladas
Entendida en el sentido clásico de cultivo del espíritu, la cultura no ha ejercido nunca, ni aquí ni en parte alguna, una fuerza de atracción capaz de mitigar el embate de las emociones populares y el delirio deportivo, pero había por lo menos una retórica oficial que se empeñaba en hacer creer lo contrario. En la Cataluña de las últimas décadas los esfuerzos oficiales se han dirigido de manera preferente a la promoción de la gresca y el folclore como instrumentos privilegiados del autoelogio grupal -rivalizando así con la literatura que, salvo muy notables excepciones, ya lleva tiempo aplicándose a objetivos similares-. El orgullo por el propio folclore siempre ha sido una característica regional en el sentido más localista de la palabra, y no deja, pues, de resultar algo chocante que, cuanto más nacionales nos quieren hacer los políticos gobernantes y el voluntariado social que les desbroza el camino, más intensa sea la pasión folclórica. Tenemos un ejemplo muy notorio en el extraño fenómeno de los castellers, que en un periodo de unos veinte o treinta años, y gracias a una intensa operación de subvenciones y propaganda, ha pasado de ser una curiosa peculiaridad del Campo de Tarragona a ser una de las más conspicuas tradiciones de la Nación catalana. Y no una cualquiera, sino una que aspira a dar lecciones morales a todo el orbe planetario: un pueblo que, a fuerza de construir torres humanas, muestra hasta dónde puede llegar el esfuerzo colectivo, l'esprit de corps, ha de constituir un ejemplo de primer orden para el resto de la humanidad. De hecho, la conversión del folclore y del deporte en paradigmas morales -piensen en lo que se ha llegado a decir de la sardana; piensen en lo que se ha llegado a decir de los valores del entrenador Guardiola- es una de las características más prominentes del populismo catalanista. El individuo que se ha dejado dominar por esa retórica se pasea por el mundo con el convencimiento de que para practicar las virtudes cívicas no hay más que hacer vida catalana. Un día de Reyes -si me permiten que lo ilustre con una anécdota personal- bajé a la pastelería de la esquina a comprar el tradicional rosco de la festividad. Me encuentro con un conocido que me saluda sonriente y me dice con aires de plena satisfacción: "Veo que usted también compra el tortell. Esta voluntad de mantener las propias tradiciones demuestra el sentido cívico de los catalanes".
Al mismo tiempo que los dirigentes nacionales fomentaban el autismo moral mediante la sacralización de los costumbres tradicionales, el folclore y el deporte, renunciaban a hacer de la lengua catalana un auténtico instrumento de cultura. Es evidente que, para los nacionalistas, la lengua no es más que un aglutinador de conciencias, como el folclore y el deporte, o un instrumento para atizar falsas confrontaciones, como el expolio fiscal y la jaculatoria de 1714. Treinta años después de la inmersión lingüística y de la explosión mediática la prensa, la radio y la televisión en catalán, la lengua se encuentra en el estado más lastimoso de toda su historia. Y no hablo solo del desconocimiento profundo del catalán que muestran los escolares; también me refiero a los textos que emite la administración, a la inconcebible redacción del último Estatuto, a una parte muy importante de las obras literarias que se publican. Decididamente, la lengua catalana no parece que despierte el más mínimo interés ni de los apóstoles de la nación libre ni del pueblo que le agita las esteladas.
Aunque parezca una contradicción in terminis hubo una época en la que el catalanismo no aspiraba a la moral de identidad, sino a la moral de perfección. La primera es objeto del nacionalismo; la segunda, de la cultura. Luis Antonio de Villena, en el mismo artículo sobre Espriu que he citado al comienzo de estas líneas, se refiere a Carles Riba como "el mejor poeta catalán de todo el siglo XX". Cualquier persona que conozca a fondo la literatura catalana y conozca también la tradición poética europea no puede dejar de reconocer que la aseveración de De Villena no es exagerada, y aún podríamos añadir que la obra de Riba -su obra poética, pero también su obra crítica y sus traducciones de los clásicos griegos y de los poetas modernos- no solo destaca por encima de la de los otros poetas catalanes del XX, sino que también ocupa un lugar importante en la tradición europea. La generación intelectual de Riba entiende que la primera obligación del catalanismo es el cultivo de las artes y del pensamiento en un grado de excelencia, la elevación moral y cultural de la sociedad catalana. Puede compartirse o no el proyecto político del Noucentisme, que es un movimiento de clara proyección nacionalista, pero su profunda ambición humanística le había de conducir por fuerza al universalismo, porque también es un movimiento regeneracionista, inequívocamente contrario al radicalismo y la vulgaridad que impregnan hasta la náusea el rostro actual del nacionalismo.
Muchos de los libros de Riba -cuya poesía no se presta para nada a la consigna- ya llevan muchos años descatalogados.