Admito que, mientras escuchaba atentamente los discursos de los líderes de los grupos parlamentarios catalanes con motivo del Debate sobre Política General intentando hacer un análisis desde el punto de vista de la comunicación política, de repente me asaltó un sorpresivo sentimiento de fraternidad con algunos de los intervinientes con quienes prácticamente no comparto nada más que la condición de catalán, como el propio presidente autonómico Mas.
No lo conozco personalmente y, por lo tanto, más allá de las profundas discrepancias ideológicas soy incapaz de sentir animadversión personal hacia él, pero el otro día me di cuenta de una cosa que ya intuía pero que nunca había visto con tanta claridad: no quiero separarme ni de él ni de la inmensa mayoría de mis conciudadanos, sea cual sea su ideología. Entiendo que al decir esto estoy despojando la política catalana y, por extensión, la española de una de sus principales razones de ser hoy en día, por no decir la fundamental: la confrontación entre partidarios y detractores de la independencia, esencialmente basada en la dialéctica amigo/enemigo de la que hablaba Carl Schmitt.
Esta dialéctica consiste en tener muy claro cuáles son nuestros amigos, es decir, quienes demuestran su adhesión indestructible a nuestra causa, sin matices. El resto son enemigos: o estás conmigo o estás contra mí. En la Cataluña de hoy "la moderación será estigmatizada como virtud de cobardes", parafraseando a uno de los padres del pensamiento liberal conservador, Edmund Burke, en su obra Reflexiones sobre la Revolución Francesa. Si te empeñas en encontrar fórmulas transaccionales o de concordia te colgarán el sambenito de anticatalán o botifler.
Los independentistas tendrían que entender que su anhelada independencia no sólo supone la ruptura con el resto de España sino también con cerca de la mitad del pueblo catalán
Ni que decir tiene que a mí lo que me preocupa no son ni Mas ni Junqueras, sino Jaume, el dueño del bar de la esquina con quien siempre he mantenido una relación personal estupenda pero que, desde que empezó el proceso de reducción de la política catalana a la cuestión de la independencia, se ha enturbiado considerablemente. El problema para mí no son los líderes políticos sino Jaume, o el vecino del cuarto, o todavía más, mi suegro. Insisto, yo no me quiero separar de ellos y por eso no entiendo su fijación, porque no nos engañemos, la independencia que Mas y Junqueras interesadamente plantean en términos estrictamente territoriales o políticos (anteayer llegaron a decir que quieren a España, pero que no se fían del Estado español) hay que plantearla también o, sobre todo, desde otro punto de vista a mi modo de ver más importante. Porque es muy probable que se dé el caso de que aquel con el que no quieren convivir no sea el que vive en Madrid, en Sevilla o en Santander, sino su vecino, su compañero de trabajo o su cuñado, en definitiva con el catalán que vive su catalanidad de otro modo, que puede ser tanto o más intensa que la de los independentistas y que, en todo caso, hasta ahora se ha sentido parte y de alguna manera artífice de la sociedad catalana. Los independentistas tendrían que entender que su anhelada independencia no sólo supone la ruptura con el resto de España sino también con cerca de la mitad del pueblo catalán, aquellos que preferimos continuar siendo plurales y diversos en nuestra propia identidad y que consideramos que catalanidad y españolidad son perfectamente compatibles, porque ser catalanes es nuestra manera de ser españoles.
Antes decía que si te empeñas en encontrar fórmulas transaccionales o de concordia te colgarán el sambenito de anticatalán o botifler, cosa que me parece especialmente peligrosa, porque, siguiendo a Burke, soy partidario de encontrar soluciones intermedias que no comporten grandes rupturas con nuestra Constitución histórica, en la medida en que corremos el riesgo de perder herencias importantes que en buena parte explican nuestra historia y nos dan claves para la interpretación de nuestro presente así como de nuestro futuro. En este sentido, es necesario advertir que cuando los independentistas proponen acabar con el proverbial pactismo catalán y desespañolizar Cataluña mediante una ruptura abrupta del paraguas jurídico y del espacio de convivencia del que catalanes y españoles no catalanes nos hemos ido dotando mal que bien a lo largo de más de quinientos años lo que en definitiva proponen es descatalanizar Cataluña, en la medida en qué Cataluña es parte indisociable de España y viceversa.