Pensamiento
'S'ha acabat el bròquil'
Nuestras respectivas burbujas vitales nos mantienen a menudo ignorantes de qué se cuece realmente en las cabezas de quienes no piensan como nosotros. Pasa con todo: derechas, izquierdas, posturas ante la homosexualidad, el aborto, etc. En Cataluña, las cosmovisiones más dispares se dan en el ámbito de lo identitario. Conozco a muchos no nacionalistas que conviven básicamente con personas como ellos. Ven las noticias, oyen a los políticos, se escandalizan un poco pero, en el fondo, piensan que la gente tiene más sensatez de lo que parece, y que no es tan terrible la situación como la pintan. Creo que la ligereza, la ineptitud de los distintos gobiernos que ha tenido España, tanto del PP como del PSOE, en relación con el "tema catalán" y la situación casi de delirio que estamos viviendo los ciudadanos de esta Autonomía, se deben mayormente a esta ignorancia. Llámale comodidad, en el fondo.
Pero yo sí la conozco. No sólo porque me doy frecuentes paseos por el wild side. Tengo informadores fiables y, sobre todo, y presumo de ello, amigos independentistas de buena fe que están convencidos de que una mujer como yo, de lengua materna y de cultura catalanas (me refiero a esa que se mama desde la cuna) un día u otro ha de ver la luz.
Con algunos de ellos me relaciono a través de Facebook. Gente culta, leída, con buen desempeño profesional. Sin embargo, mantienen convicciones que podríamos definir perfectamente como pre políticas. Ahora mismo, tengo una discusión con un abogado inteligente y dialogante que me acusa de no creer que los catalanes tengan derecho a un referéndum de autodeterminación porque, según la Constitución española, la soberanía recae única y exclusivamente en el conjunto del pueblo español. Y que, según él, concretamente lo que llama "su tesis", es que "hay derechos que van mucho más allá de lo que sean las leyes".
¿Cómo puede hablar así un abogado? Como si la voluntad de un separatista, decidido a cargarse aquello que España en su conjunto (incluidos los catalanes) votaron afirmativamente en su día con una abrumadora participación, tuviera parangón con el oficial nazi que expresa escrúpulos ante un fusilamiento, o, en otro orden histórico, la señora Rosa Parks negándose a abandonar su asiento en el lado para blancos del autobús urbano. ¿No se da cuenta de que, en una democracia, con posibilidad de cambios constitucionales a través de procedimientos establecidos, la ley es el máximo garante ante la arbitrariedad de quien se cree por encima de las mismas leyes? ¿No se da cuenta de que reivindicaciones las hay para todos los gustos? Y no se acaba aquí. Según él, "la política pertenece a los pueblos y no los pueblos a la política". Estamos pues, señores, en un pensamiento pre moderno, de cuando el grupo, la etnia, el pueblo estaba por encima del individuo. Un argumento pre ilustrado, anterior al Estado-nación.
Esta es la realidad con la que tenemos que bregar. La de un nacionalismo milenarista, utópico y corrupto que nos está llevando a situaciones límite
A eso hemos vuelto tras 30 años de adoctrinamiento en las aulas y en la universidad. Tras 30 años de cobarde acomodación a una corriente que iba creciendo hasta convertirse en el modo por antonomasia de conseguir un negocio, una subvención o un lugar en el sol en una sociedad catalana cada vez más tomada por la ideología totalitaria. Una sociedad infantilizada, a la que se le ha hecho creer que tiene derecho a conseguir cualquier cosa que le haga ilusión, aunque el capricho no aporte ninguna ventaja demostrable y les enfrente a la mitad de sus conciudadanos catalanes y al resto de los españoles.
No es cualquier cosa la fragmentación de un Estado moderno. Mi amigo es tan abierto de mente que le parecería estupendo que el Valle de Aran se independizase si así lo deseara (cosa que no creo que complaciera a muchos más nacionalistas, nostálgicos siempre de los Països Catalans). O "Tarragona o la Pobla de Segur", me dice.
Han perdido el juicio. Muchas de las actuales naciones son como fractales, con minorías dentro de minorías dentro de minorías. Según el historiador militar Quincey Wright, "Europa tuvo 5.000 unidades políticas independientes (la mayor parte, baronías y principados) en el siglo XV; 500 en la época de la Guerra de los 30 años, en el siglo XVII; 200 en los tiempos de Napoleón a principios del siglo XIX; y menos de 30 en 1953". Uno de los motivos por los que la paz se ha ido instaurando en esta parte del mundo ha sido la reducción de las unidades políticas. No sólo porque está demostrado que se suelen dar más guerras entre estados que dentro de los propios estados (guerras civiles), sino porque los principios que inspiran la tendencia a lograr entendimientos más allá de las identidades patrias son los que permiten llegar a éxitos extraordinarios como el que representa la Unión Europea.
Pronto hará diez años que un grupo de quince personas firmamos un manifiesto para pedir un nuevo partido político en Cataluña. Un manifiesto que denunciaba la "escandalosa pedagogía del odio que difunden los medios de comunicación del Gobierno [autonómico] catalán contra todo lo "español" y la penetración totalitaria de una idea de nación "soñada como un ente homogéneo", que "ocupa el lugar de una sociedad forzosamente heterogénea".
De ahí iba a salir un partido "transversal", que uniera en objetivos comunes a personas con distintas orientaciones políticas pero que se situasen en los puntos de unión entre el liberalismo progresista y el socialismo democrático. Un partido laico en lo religioso, en lo identitario, pero también en lo ideológico. Un partido realmente "nacional", que no viniera al mundo sólo para luchar contra el nacionalismo, sino para regenerar la política española en su conjunto. Para mí, este resultó ser UPyD.
Mi amigo se ríe de mi y me recuerda nuestros magros resultados electorales hasta la fecha. Y que el arco parlamentario catalán se decanta hacia el independentismo. Qué le vamos a hacer. Como dice otro amigo mío, esta vez no nacionalista, también en esa Edad Media, cuya fragmentación estatal parecen añorar algunos, una aplastante mayoría de la población creía en brujas. Y se perdió mucho tiempo (y muchas vidas) en ello.
Esta es la realidad con la que tenemos que bregar. La de un nacionalismo milenarista, utópico y corrupto que nos está llevando a situaciones límite. Pero las cosas han cambiado. Aún en minoría, tenemos la oportunidad de luchar desde Cataluña y desde el Congreso. La diputada Irene Lozano (UPyD) acaba de interponer una pregunta al Gobierno para saber si éste considera que el Ejecutivo autonómico catalán promueve el odio hacia el resto de los españoles. Para ello, citó los casos del portavoz de CiU en el Parlamento autonómico, Jordi Turull, que afirmó que el modelo de financiación autonómica permite que "la España subsidiada viva a costa de la Cataluña productiva" y el del Centro de Historia Contemporánea de Cataluña, dependiente de la Generalidad, que ha organizado un simposio con el título "España contra Cataluña: Una mirada histórica (1714-2014)". Para la diputada, todo ello forma parte de una campaña institucional "encaminada a fomentar el odio entre ciudadanos de diferentes partes de España". El artículo 501.1 del Código Penal prevé penas de prisión de uno a tres años y una multa de seis a doce meses para quienes incurran en ese delito.
De acuerdo, es un gesto. Pero el primero. Será un partido pequeño y los suyos unos pequeños pasos. Pero puede ser el principio de la salida del túnel de la locura. Salida que, ineludiblemente, y para demostrar lo muy de soca-rel que somos, ha de exhibir un cartel que proclame de forma muy clara y a los cuatro vientos: "S'ha acabat el bròquil".