Como sería de mala educación hacerla pública sin que el destinatario la tuviera ya en sus manos, es de creer que la carta -aquella carta que, según pronosticaba Ignacio Vidal-Folch, iba a traerle a Artur Mas un redivivo Miguel Strogoff- ha llegado por fin a puerto. Se trata, sin duda, de una buena noticia. Las cartas deben llegar, sobre todo cuando salen. Por lo demás, eso significa que el "Estimado President" está ya en posesión de la respuesta que tanto decía anhelar y cuyo contenido coincide a grandes rasgos con lo adelantado el pasado viernes por la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, sólo que expresado a la gallega, como acostumbra hacer el "Apreciado Presidente". Ignoro, claro está, si la misiva del presidente del Gobierno habrá servido para aplacar al sector más duro del PP y a "la derecha mediática", tal y como denunciaban los exegetas del nacionalismo y la izquierda. Aun así, me permito dudarlo. En primer lugar, porque ese cruce de cartas constituye, en el fondo, una mera formalidad; otra cosa son las conversaciones privadas entre ambos presidentes, de las que no tenemos a día de hoy sino un montón de filtraciones, de lo más interesadas y contrapuestas. Y luego, porque, aun cuando la política esté compuesta en gran medida de palabras, lo que mucha gente reclama -y no sólo el sector duro del PP o la "derecha mediática"- son hechos. En definitiva, menos decir y más hacer.
Está muy bien contar con el aliento y la solidaridad de la mayoría de los españoles; pero no basta
Por supuesto, esa exigencia tiene que ver con lo que podríamos denominar el juego de equilibrios. En la balanza reciente del llamado "problema catalán" tenemos, a un lado, un plato lleno de palabras y hechos, y, en el otro, uno con unas pocas palabras y casi ningún hecho. El desequilibrio es, pues, manifiesto. Y si bien resulta hasta cierto punto comprensible que el plato sedicioso sea el que más abulte y más pese, dado que a él le corresponde la iniciativa, ya no lo es tanto que el otro, el partidario del orden constituido, se caracterice por una liviandad próxima a la insignificancia. Si en vez de recurrir a una balanza para ilustrarlo echáramos mano de uno de esos columpios compuestos por un armazón de hierro o madera de cuyos extremos penden sendos asientos, así como en un cabo tendríamos a los independentistas cómodamente sentados y con los pies en el suelo, en el otro los constitucionalistas bastante harían con agarrarse al artilugio para no caerse de bruces. De ahí que, entre estos últimos, empiece a abrirse paso la idea de que hay que corregir como sea semejante desequilibrio.
Lo cual, sobra decirlo, no va a resultar nada fácil. Por más que ya se oigan los tamtans llamando a realizar cadenas analógicas -en Cataluña misma o en forma de caravana de Madrid a Barcelona-, lo que en verdad se precisa para equilibrar la balanza son otra clase de medidas. Si algo echamos en falta los catalanes constitucionalistas es el aprecio del Estado del que formamos parte. El aprecio visible, efectivo, contrastable. El que garantice, por ejemplo, que la lengua oficial del Estado va a ser vehículo de enseñanza en los centros docentes, y de comunicación en los medios y las instituciones públicas. O que los símbolos que nos unen -bandera e himno, pongamos- van a tener el rango y el respeto que les corresponde. O que el dinero de los contribuyentes no va a ser empleado en actividades disruptivas. Y garantizar significa, en todos estos casos y en cuantos quieran añadirse a la lista, recurrir a medidas sancionadoras cada vez que alguno de estos derechos eminentemente constitucionales son conculcados. Los ciudadanos de Cataluña necesitan ese amparo. Está muy bien contar con el aliento y la solidaridad de la mayoría de los españoles; pero no basta. Como tampoco basta la acción de las fuerzas políticas catalanas claramente contrarias a la secesión, por muy meritoria que esta sea. Si al Gobierno de España le importa algo Cataluña -que es como decir, por supuesto, que le importa algo España-, debe dejarse de palabras y pasar a los hechos.