Cristóbal Montoro, todopoderoso ministro de Hacienda de José María Aznar y Mariano Rajoy, ha pasado en siete años de recaudador mayor del Reino a sentarse en el ominoso banquillo judicial.
Un magistrado de Tarragona lo imputó el pasado mes, junto con otros 26 individuos, por una larga lista de presuntos delitos dignos de configurar todo un manual de corrupción.
Le achaca nada menos que fraude contra la Administración pública, cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, negociaciones prohibidas, corrupción en los negocios y falsedad documental.
Según el juez instructor, Montoro habría dirigido una red de corte mafioso desde el mismísimo ministerio, para reorientar las leyes a favor de ciertas compañías privadas.
El caso se descubrió cuando se investigaba a sociedades de gases medicinales radicadas en Cataluña. En un correo incautado se explicaba sin rodeos que para conseguir cambios legislativos en el Congreso, había que pasar por la caja del despacho madrileño Equipo Económico (EE), anteriormente llamado Montoro y Asociados, y fundado por el exministro.
Este pretendía dedicarse de lleno a la política y, en un momento dado, traspasó las acciones a su hermano Ricardo. La policía sospecha que la operación fue una pantomima, un burdo aparcamiento de los títulos.
Una vez se encaramó al poder, Montoro repobló la cúpula de Hacienda con los compadres de su bufete.
Tirando del hilo, la instancia tarraconense ha destapado una trama de sobornos tan extensa como lucrativa. El mecanismo era siempre el mismo. Las corporaciones acudían al bufete EE y apoquinaban honorarios desmesurados por unos informes insulsos. Como por arte de birlibirloque, el milagro acaecía en el consejo de ministros del que formaba parte Montoro.
Mediante este chusco sistema entraron en las arcas del despacho decenas de millones de euros, repartidos después como sueldos o dividendos entre los socios.
El repertorio de clientes es espectacular. Incluye bancos, eléctricas, gasistas, constructoras, tabaqueras, de energías renovables y hasta casinos. En resumen, un tercio de los colosos que componen el Ibex 35 pasó por el aro y soltó la pasta.
Montoro se ganó a pulso la fama de despiadado. Manejó la Agencia Tributaria como un verdugo de la Edad Media. La transformó en un arma de destrucción personal. Castigó con inspecciones leoninas a periodistas que le criticaban. Y trituró a los propios colegas de gabinete mediante la filtración de sus datos fiscales. Una forma de gobernar más propia de los capos sicilianos que de un servidor del pueblo.
Entre sus letales actuaciones contra los ciudadanos despuntan sus sangrantes normas tributarias, que sumieron a los españoles en un infierno fiscal. Con ello, incumplió el programa electoral del PP, traicionó a sus votantes e incrementó los impuestos hasta cotas solo vistas ahora con Pedro Sánchez.
Quizá su obra más infame consistió en una ley de 2012, por la que los contribuyentes podían regularizar la tenencia de bienes en el extranjero.
Entre otras aberraciones, determinó que los delitos fiscales no prescribirían jamás. Solo los genocidios y los crímenes de lesa humanidad merecen un trato análogo en el derecho internacional. Tiempo después el Tribunal de Justicia de la UE declaró nulos los delirios de Montoro.
Las andanzas de este personaje se asemejan a las de otro exministro, el socialista José Blanco. Dirige el lobi Acento, especialista en trasegar influencias a gran escala en Madrid, Bruselas y donde sea menester. El gallego parece desenvolverse con garbo en el arte del sablazo y, por ahora, no le han pillado en ningún embrollo.
De forma paralela, ocupa tan campante una poltrona en el dorado consejo de administración de Enagás, que controla los gasoductos peninsulares. En su planta noble perduran otros vetustos socialistas y populares como José Montilla, María Teresa Costa y Ana Palacio.
A sus 75 años, Montoro afronta de lleno el famoso destino celtibérico del alguacil alguacilado. La justicia habrá de probar que sus turbios manejos son delictivos, pero la sospecha ya lo cubre con una alfombra tupida.
Sea cual sea el desenlace, refleja la caída al averno de un sujeto vengativo, siniestro y devorado por sus propios excesos.