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Pensamiento

La campana verde

"Es absurdo ir por la vida con prejuicios contra pueblos, países o naciones, pero también hay que ser consciente de que el mal existe de verdad, de forma individualizada"

Publicada

Esta semana ha aparecido en la prensa una noticia que me ha dejado helada: la supuesta existencia de viajes organizados a Sarajevo para ir a disparar a civiles durante el sitio de la ciudad por las milicias serbiobosnias, entre los años 1992 y 1995.

En estos supuestos “safaris de la muerte” participaron ciudadanos acaudalados (en su mayoría italianos, pero también de otras nacionalidades) dispuestos a pagar una fortuna para ir a Sarajevo de fin de semana y poder disparar a personas.

La tarifa variaba según la edad y género de la persona: los niños valían más, luego venían los hombres, soldados o no, y, en tercer lugar, mujeres y ancianos; estos últimos se podían matar incluso de forma gratuita.

El caso ha salido a la luz a raíz de una investigación del escritor Ezio Gavazzeni, quien lleva años documentando los hechos sucedidos durante la guerra de Bosnia, y los ha denunciado a la Fiscalía de Milán.

“Hablamos de gente con dinero, con reputación, empresarios, que durante el asedio de Sarajevo pagaban por poder matar a civiles desarmados. Salían de Trieste para una caza del hombre y luego volvían y seguían con su vida de siempre, respetable a los ojos de todos”, dijo Gavazzeni al diario La Repubblica.

La noticia me dejó muy chafada, no solo por el nivel de crueldad de los presuntos implicados, sino porque conecté con mi yo adolescente, que sufrió mucho viendo la guerra de Bosnia en las noticias.

Cuando estalló el conflicto tenía 13 años. Recuerdo que entraba en clase con el corazón encogido después de haber visto en el periódico las fotografías de vagones de tren abarrotados de refugiados, de haber leído titulares escalofriantes, de sentir odio hacia ese hombre llamado Milosevic. Hasta soñaba con la guerra. “De mayor seré abogada de derechos humanos”, me decía. 

Con el tiempo cambié de idea y estudié ADE, para luego hacerme periodista, profesión que me llevó a vivir dos meses en Serbia, hará exactamente diez años.

Mi propósito era indagar en la vida de los ciudadanos de Zrenjanin, un municipio fronterizo con Rumanía que a finales del siglo XVIII recibió una oleada de refugiados catalanes de la guerra de sucesión y llegó a llamarse por un tiempo Nueva Barcelona.

Zrenjanin está en Vojvodina, una región del imperio austrohúngaro en la que durante años convivieron húngaros, serbios, rumanos, alemanes, eslovacos y judíos, un popurrí multilingüe y multicultural que no entendía de fronteras ni diferencias identitarias.

Al terminar la segunda guerra mundial, alemanes y judíos desaparecieron, pero la región, que pasó primero a formar parte de Yugoslavia y luego de Serbia, mantuvo su espíritu multicultural. De hecho, todos los amigos que hice en Zrenjanin no eran, ni por asomo, nacionalistas serbios.

Para ellos, la guerra de Bosnia fue una atrocidad perpetrada por su Gobierno, sin que ellos pudieran impedirlo. Crecieron en un clima de miedo y violencia –“en los bares había traficantes de armas, no te podías acercar”, me decían– o emigraron al extranjero.

Cuando estuve allí seguía aún en pie el Zeleno Zvono (La campana verde), un bar-club cultural que se convirtió en un bastión de resistencia contra Milosevic durante la guerra de Bosnia. 

Su dueño, perseguido y encarcelado, se enorgullecía de haber desobedecido los toques de queda impuestos por el dictador serbio cuando la OTAN amenazó con bombardear el territorio.

Los dos meses que pasé en Zrenjanin me ayudaron a reconciliarme con una sociedad que en mi memoria adolescente llevaba colgada la etiqueta de “malos”. 

Me ayudaron a comprender que es absurdo ir por la vida con prejuicios contra pueblos, países o naciones, pero también a ser consciente de que el mal existe de verdad, de forma individualizada.