Javier Serrano Copete opina sobre la situación del Zoo de Barcelona
La “pagana comedia” de un zoológico siempre soñado
"Durante un largo tiempo, el Zoo de Barcelona camina por una suerte de purgatorio administrativo que justifica la dejadez de sus funciones en una propaganda naíf desmerecedora de una institución científica de primer orden"
Los recuerdos, por definición, son construcciones mentales con base en experiencias, entorno y otros condicionantes internos. Nuestro cerebro es narrativo por naturaleza, y los relatos se configuran con el tiempo y las vivencias. Como cualquiera que ha sido niño, y más siendo devoto de la vida salvaje, recuerdo con especial cariño mis visitas tanto al Zoo de Barcelona como al malogrado Museo de Zoología del Castell dels Tres Dragons. Incontables anécdotas pueblan mis recuerdos. Y el lienzo vivido queda enmarcado en un cúmulo de emociones que, en circunstancias actuales, al margen del control de uno, molestan y desilusionan por partes iguales.
La relación del ser humano con los animales de otras especies existe desde nuestra primera existencia. La plena adquisición de la consciencia específica, y el auge hegemónico sobre el medio, rápidamente nos situó en una posición de dominancia sobre el resto de seres, no sólo con afán de depredación. Los propios relatos sobre la Creación muestran al hombre dominando a la naturaleza, venciendo, así, al caos.
Pienso en los bajorrelieves de la Cacería de leones de Asurbanipal del Museo Británico, procedentes de Nínive (Irak). En ellos, el monarca (en otras ocasiones, el legendario héroe Gilgamesh) se enfrenta a los leones dándoles caza y mostrando la superioridad del orden divino sobre el caos natural, representado por las fieras. En verdad, tal y como se cree que hacían pueblos incluso aún más antiguos que los propios asirios, se trataba de cacerías hechas en recintos palaciegos (cuales corridas de toros) donde los leones eran cazados, demostrando el poderío del monarca y de su gobierno sobre su territorio sometido (no tan distinto a las venationes que luego harían los romanos).
Junto a estas prácticas, y más siendo la tierra oriunda del también bíblico vergel de la Creación, entre los monarcas mesopotámicos existió la costumbre de construir fastuosos jardines poblados de aves exóticas, mamíferos de tierras conquistadas (o de más allá), e incluso fieros depredadores. Como ejemplo de tales lugares quedarían, en el recuerdo sólo, salvo por algún indicio arqueológico, los Jardines Colgantes de Babilonia, que estaban no muy lejanos a la Puerta de Ishtar (hoy custodiada en el Museo de Pérgamo de Berlín). Tales prácticas fueron conservadas por los persas (preislámicos, es decir, aqueménidas, partos y sasánidas, e islámicos), con los conocidos como paradeisoi¸ y que tanto influirían en al-Ándalus y, en definitiva, en el resto de Europa.
Carlomagno tuvo en su Ménagerie o “casa de fieras” un elefante blanco asiático, llamado Abul-Abbas, que le fue regalado por el Califa de Bagdad (cuya celebridad llegaría a crear un mito colectivo que encontró incluso recreación en los maravillosos frescos de San Baudelio de Berlanga, en la provincia de Soria). Colecciones de fieras aristocráticas se guardaron en la Torre de Londres o por monarcas como el sabio Federico II Hohenstaufen, rey de las dos Sicilias y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que mantuvo incluso colecciones ambulantes que le seguían como séquito.
Colecciones de animales se tuvieron durante la dominación islámica de Zaragoza en la Aljafería o en Aranjuez por Felipe II (gran aficionado a la historia natural, como luego lo sería Carlos III, pese a la Leyenda Negra de la inculta España católica).
Legendaria sería también la jirafa que Lorenzo el Magnífico llegó a exhibir en Florencia o el elefante Hanno (otro elefante blanco que el Rey Manuel I de Portugal le regaló al Papa León X, junto al celebérrimo rinoceronte indio de Durero). Ciertamente, la continuación de una plasmación de la dominación imperial del monarca sobre lo bárbaro y caótico, desde Asiria hasta los tiempos modernos, teniendo a los zoos como instrumento, fue una constante en la historia.
Ya en tiempos más cercanos, con el imperialismo colonial, los zoos dejaron el ámbito aristocrático para abrirse al público como centros de exhibición no sólo científica, sino eminentemente imperialista. Primero sería el Zoo de Schönbrunn (aún abierto en Viena), seguido por otros como el de Londres. Los cambios en la sensibilización occidental hicieron evolucionar a los parques zoológicos desde su consideración como escaparates de exhibición a centros de cría y conservación.
Recuerdo, siendo niño, que en el Zoo de Barcelona no sólo tuvimos a Copito de Nieve (en parte, ejemplo del poder colonial español africano, y motivo de exhibición y ventas, si bien, como se defendió en los tiempos de su descubrimiento por el afamado primatólogo Sabater Pi, difícilmente hubiere sobrevivido en la naturaleza con su albinismo) sino también a la orca Ulises, okapis (jiráfido descubierto para los europeos a principios del siglo XX), babirusas (cerdos con colmillos como cuernos) o un oso polar.
Lógicamente, el afán descubridor de cualquier niño me hacía disfrutar como el más avaro coleccionista, no siendo consciente, como cualquier persona a esa edad, de la posible incomodidad de los animales en sus recintos (rozando el drama la situación de la orca Ulises…) Desde entonces, y durante un largo tiempo, el Zoo de Barcelona camina por una suerte de purgatorio administrativo que justifica la dejadez de sus funciones en una propaganda naíf desmerecedora de una institución científica de primer orden.
Tras los ataques y despropósitos realizados por ciertos dirigentes políticos ya pasados, el Zoo de Barcelona afronta una reestructuración con el año 2030 en el horizonte. Se plantea, grosso modo, abrir una conexión desde la calle Wellington a la Ciutadella (legítima aspiración con la que alumnos y profesores de la Universitat Pompeu Fabra siempre hemos soñado), crear nuevas zonas temáticas (dedicadas al Mediterráneo y a los territorios insulares), reduciendo especies y apostando por aquellas más próximas o que estén en peligro de extinción (así, a día de hoy, el último guanaco espera ser desalojado, y la misma suerte parece que van a tener canguros y muflones, entre otros).
La “joya de la corona” parece ser que será la construcción de un edificio, el Bioscope, que brindará un viaje interactivo por la historia de la vida en la tierra (lo que hacían, de alguna forma, los malogrados museos de geología y zoología, Museo Martorell y Castell del Tres Dragons). Sabido es que corren malos tiempos para la museística barcelonesa con experimentos como el Museu Blau de Ciencias Naturales (suerte que podemos disfrutar de CosmoCaixa), que no llega ni a refrito de las joyas existentes hasta hace poco en la Ciutadella, y ello hace a uno ser algo escéptico ante la nueva “joya” proyectada.
Siempre maltratado y sin reconocérsele el esfuerzo y gran labor que sigue teniendo en la preservación de especies en peligro crítico de extinción como las gacelas dama y dorcas, el tiempo dirá hacia dónde corre este espacio tan querido ante proyectos miles (recuérdese el malogrado zoo marino del Fórum) que, dantescos en mayor o menos medida, parecen reconducir al Zoo de Barcelona hacia una “menagerie” de los políticos de turno, mostrando cómo el caos, poéticamente, acaba triunfando sobre el orden.