Imagen de nichos en un cementerio / EP
Nivel B2 de catalán para tratar con los muertos
"No es mala idea, para reavivar un poco los estudios de filología catalana, ofrecer a sus alumnos la salida de enterrador..."
En Vic querían a un filólogo enterrando muertos, pero el juez les ha dicho que los muertos no hablan y, si lo hiciesen, estarían tan contentos de hacerlo que les daría igual en catalán que en castellano que en portugués. El Ayuntamiento de dicha población convocó una plaza de operario del cementerio, y para optar a la misma era obligatorio el nivel B2 de catalán, es decir, que para arreglar el desconchado de una lápida se requería saber de gramática y ortografía, además de escribir y hablar correctamente el catalán, entre otras capacidades. El juez, en cambio, ha dictaminado que para lo que tiene que hacer el operario del cementerio, le basta con el nivel A2, que supone entender el significado de textos breves orales y escritos, y manejarse mínimamente con el idioma. Vamos, que con que sepa que "el mort al forat i el viu al brioix" significa textualmente "el muerto al hoyo y el vivo al bollo", va que chuta.
Al señor juez se le tendría que haber explicado que si el ayuntamiento de Vic exige un alto conocimiento del catalán para barrer lápidas y para echar tierra a una fosa, no es por razones políticas y populistas, Dios nos libre, sino por el bien de los difuntos, que en esta población tienen por costumbre charlar con los trabajadores del cementerio. Un fallecido tiene derecho a ser atendido en su propia lengua y no verse obligado a cambiar de idioma porque el funcionario municipal no lo entiende, si eso es así con los vivos, con más razón ha de serlo con los muertos, el hecho de que casi nunca alcen la voz no significa que deban ser ignorados.
O a lo mejor es que en Vic pretenden que el operario del cementerio recite una elegía a cada difunto que pasa por sus manos, o mejor aún, que previamente la haya compuesto él mismo, con rima consonante y versos endecasílabos. En catalán, por supuesto. En ese caso, se entienden las ganas consistoriales de tener trabajando en el camposanto a alguien familiarizado con Verdaguer, Martí i Pol y Salvador Espriu, por citar a tres poetas que dan el pego en funerales y últimos adioses. Los parientes de los fallecidos quedarían tan satisfechos que ya esperarían con ansia la pronta muerte de algún otro miembro de la familia, para poder deleitarse de nuevo con las palabras del funcionario municipal. Hasta ahora, tenían que conformarse con un paleta que se limitaba a sellar el nicho con cemento y a tender la mano para ver si caía una propina. En cambio, con un operario que hasta usa correctamente los pronombres débiles y pronuncia a la perfección las vocales neutras, dan ganas de enterrar a alguien, si no cada día, por lo menos cada semana. Hasta morirse tiene su gracia.
Además, no es mala idea, para reavivar un poco los estudios de filología catalana, ofrecer a sus alumnos la salida de enterrador. Hasta ahora, cuando finalizaba su etapa universitaria, un filólogo no tenía más remedio que dedicarse a la enseñanza, con todos los riesgos que conlleva enfrentarse a niño y adolescentes. La idea del ayuntamiento de Vic -y de todas las poblaciones que se sumarían a ella si la justicia no se hubiera interpuesto- era ofrecer una nueva salida laboral a los filólogos. Entre vérselas con los estudiantes actuales o con difuntos, no cabe duda de que estos últimos son más tranquilos y educados, y encima no dicen tantas tonterías. Por si fuera poco, un filólogo entre cadáveres tendría tiempo de pensar en cómo incrementar entre los vivos el uso de la lengua catalana, que es lo único que preocupa a un gran número de catalanes. Los estudios de filología experimentarían un enorme crecimiento si corriera la voz de que hay vida más allá de la enseñanza, aunque, paradójicamente, esta vida se encuentre en los cementerios.