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Pescadores de la Barceloneta en los años 30

Pescadores de la Barceloneta en los años 30 Aquilino C.n. (Facebook)

Pensamiento

Angulas

"Hija de pescadores de la Barceloneta, Eulàlia acabó casándose con un mozo de Can Tunis que trabajaba en el Mercat Central, y cuando terminaba su turno, si ella aún no tenía la comida lista, cogía la barca y se iba a pescar"

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En las últimas semanas he tenido la oportunidad de conversar con una mujer centenaria (prefiere guardar el anonimato, así que llamémosle Eulàlia) con una cabeza brillante, que se pasa el día haciendo ganchillo porque no sabe estarse sin hacer nada, o mirando la tele, como hacen el resto de sus compañeros de la residencia donde reside desde hace cuatro años.

“Llevo manejando las agujas desde que soy una niña y me iba a la playa de la Barceloneta a remendar las redes de pesca”, me explicó hace poco. Hija de pescadores de la Barceloneta, Eulàlia acabó casándose con un mozo de Can Tunis que trabajaba en el Mercat Central, entonces en el Born, y cuando terminaba su turno, si ella aún no tenía la comida lista, cogía la barca y se iba a pescar angulas. “Después las vendía al restaurante Amaya, en la Rambla, por 800 pesetas el kilo”, me explicó. “No sé si todavía existirá”.

Tras investigar en Google, le dije que sí, que el restaurante Amaya sigue en pie, en el número 20 de La Rambla, desde 1941, sirviendo comida vasca y mediterránea, aunque ahora la mayoría de sus clientes deben ser turistas extranjeros, igual que en el Salamanca, el restaurante que veía desde su piso en la Barceloneta, donde preferiría seguir viviendo.  

Porque a Eulàlia no le gusta vivir en una residencia geriátrica. No le gusta tener que compartir sus ratos libres con personas (en su mayoría, mujeres) que no tienen nada que ver con ella, ni sentirse sola, ni escuchar la maldita tele, esa caja tonta que cuelga de la pared del salón colectivo, donde pasan mañana y tarde, sentados en sus butacas, excepto cuando toca fisio o realizar alguna actividad de grupo.

Me la imagino en su habitación, revisando los papelitos y documentos antiguos que guarda entre las páginas de un bloc de notas amarillento, o peleándose con el teclado de su móvil, un modelo super básico que le compró su hijo para que pueda llamarle cuando quiera. Su hijo la viene a visitar a menudo, pero no lo suficiente. No es justo, pienso, cada vez que me despido de ella. Sus ojos brillan de alegría después de haber conversado conmigo. Eulàlia solo necesita atención y cariño. Nadie debería estar negado a ello en sus últimos días.