Este agosto nos sorprendió la noticia de que el BBVA había decidido no dar marcha atrás en su cruzada por hacerse con el Banco Sabadell, pese a que dicha operación no ha hecho más que complicarse en todos los aspectos, y la revisión al alza del precio de la oferta es absolutamente inevitable.

Con el valor actual de las acciones, el canje propuesto por el BBVA resulta negativo para los accionistas del Sabadell, que han visto cómo su banco, lejos de ser una presa fácil, ha fortalecido su cotización gracias a una gestión sólida y a una estrategia defensiva bien ejecutada, particularmente centrada en retribuir al accionista con suculentos dividendos, gracias, entre otras decisiones, a la venta de su filial británica (TSB) al Santander. ¿Qué sentido tiene, entonces, persistir en una operación que, a todas luces, se tambalea?

Hace unos meses pareció que Carlos Torres, presidente del BBVA, podía encontrar en los obstáculos políticos y normativos una vía de escape a una OPA planteada a destiempo, cuyo fracaso tendría un coste profesional muy alto para él.

La intervención del Gobierno español, presionado muchísimo desde Cataluña, ha sido clara: la autorización de la compra viene con condiciones draconianas, como mantener a Sabadell como entidad jurídica independiente durante al menos tres años, prorrogables a cinco, lo que diluye las prometidas sinergias de 850 millones de euros anuales. Aunque la Comisión Europea cuestiona la legalidad de estas restricciones bajo las normas del mercado único, el litigio acabaría ante el Tribunal de Justicia de la UE.

El BBVA se enfrenta a un doble escenario: subir el precio para hacer la oferta suficientemente atractiva y asumir el riesgo de un enfrentamiento legal con el Gobierno de Pedro Sánchez, que ya ha mostrado su rechazo frontal por motivos de competencia, empleo y cohesión territorial. La escalada de la cotización de Sabadell, que ha subido alrededor de un 50% desde el anuncio de la OPA (2024), refleja la confianza del mercado en su valor como entidad independiente, haciendo aún más complicado justificar el canje actual, que ahora representa un descuento del 12% respecto al precio de mercado.

Torres podría haber argumentado que los impedimentos regulatorios y políticos hacían inviable la operación, retirándose sin perder la cara y compensando a los accionistas del BBVA con un programa de recompra de acciones, como sugieren algunos analistas. Seguir adelante como pretende es una insensatez: la integración se retrasaría años, las sinergias se desvanecerían y la batalla legal añadiría más incertidumbre.

En un sector bancario donde la prudencia es clave, la insistencia del BBVA, particularmente de su presidente, huele más a un empecinamiento personal que a una apuesta estratégica visionaria. ¿No sería más sensato dar un paso atrás, en aras también del prestigio del banco, y preservar el capital para otras oportunidades?