“La corrupción más peligrosa no es la que roba dinero, sino la que roba esperanza”.
La corrupción ha aprendido a disfrazarse. Ya no se limita a sobres ocultos ni a contratos tramposos: ahora se maquilla con discursos de sostenibilidad, igualdad, digitalización y justicia social.
Ese tipo de corrupción es la que yo llamo dolorosa, porque se comete desde instituciones que deberían protegernos, usando los valores compartidos como escudo. Duele más que la convencional porque no solo vulnera la ley: traiciona la confianza democrática.
Y aunque todos los partidos han caído en ella alguna vez —el último episodio que se investiga es el caso Montoro, sobre el exministro del Gobierno de Mariano Rajoy (PP)—, hoy el foco está sobre el PSOE, sobre alguno de sus integrantes y entornos, con casos que han sacudido la política española y evidenciado una grieta profunda entre lo que se dice y lo que realmente se hace.
Desde Santos Cerdán, encarcelado por presunta pertenencia a organización criminal, hasta el polémico caso Koldo, la lista de escándalos crece. La implicación de José Luis Ábalos en contratos sospechosos, la investigación a Begoña Gómez por tráfico de influencias, y el cuestionamiento del puesto asignado al hermano del presidente completan un panorama inquietante.
Lo más preocupante no es solo la dimensión legal. Es el patrón común: todos los casos se presentan como proyectos de modernización o urgencia institucional, pero terminan siendo sistemas organizados de favores, privilegios y contratos opacos.
El PSOE proclama ser el partido feminista de España. En sus discursos, defiende la abolición de la prostitución, impulsa leyes de igualdad y refuerza códigos éticos. Sin embargo, los audios filtrados entre Ábalos y Koldo García revelan un lenguaje profundamente machista, con frases como: “La colombiana”, “Carlota se enrolla que te cagas”, “la que tú quieras, y a tomar por culo”.
Estas expresiones no solo son ofensivas —desmontan el relato oficial sobre igualdad y dignidad—. El feminismo institucional no puede limitarse a comunicados tras una crisis: debe ser estructural, transversal y ejemplar. Si se usa como coartada, deja de ser convicción y se convierte en maquillaje político.
El PSOE publica planes anticorrupción —también los publicó Rajoy, con efectos muy limitados, tras la sangría de casos que salpicaron al PP y terminaron con el ingreso en prisión de Luis Bárcenas—, códigos éticos y portales de transparencia. Pero ¿cómo se explica que con tanto protocolo sigan surgiendo tantos casos graves?
Los concursos públicos, por ejemplo, están regulados para garantizar imparcialidad, competencia y mérito. En la práctica, como revelan los escándalos investigados, se adjudican contratos sin verificación técnica, en plazos imposibles y con empresas sin experiencia. Lo que en teoría sería meritocracia se convierte en simulacro administrativo.
La paradoja es evidente. A las empresas privadas se les exigen criterios ESG, paridad, huella de carbono, cumplimiento normativo. Muchas de ellas ni siquiera reciben dinero público directamente, pero enfrentan auditorías constantes.
Mientras tanto, las instituciones que sí gestionan recursos del contribuyente protagonizan los mayores escándalos sin controles efectivos. ¿Cómo puede exigirse sostenibilidad a una pyme mientras desde el ministerio se adjudican millones en contratos sin rigor ni seguimiento?
El Gobierno llega incluso a exigir que las empresas cedan el 20% de sus parques renovables a municipios. Pero ¿quién controla que esas cesiones se hagan con transparencia? ¿Dónde están las auditorías públicas que verifiquen que el relato verde no encubre redes clientelares?
La corrupción dolorosa no es solo económica, es cultural. No solo roba fondos públicos: roba futuro. Usa el discurso del bien común para blindar privilegios, y convierte valores esenciales —como la igualdad, la sostenibilidad y la transparencia— en herramientas de simulación.
Como empresaria, como ciudadana y como mujer, creo que ya no basta con detectar el fraude. Hay que señalar el disfraz, desmontar la retórica y exigir coherencia real. Porque si la sostenibilidad sirve de escudo, y la igualdad se usa como cartel, el problema no es solo de partidos: es de sistema.