Si hay algo que pone en evidencia que me he hecho mayor es mi baja tolerancia a los restaurantes ruidosos, especialmente si el ruido proviene de un altavoz colgado detrás de ti mientras estás cenando.
Eso fue lo que me ocurrió el jueves por la noche en un chiringuito de la playa de Vilassar de Mar, donde había quedado con tres amigas que hacía tiempo que no veía. A pesar de la temprana hora de nuestro encuentro, las ocho de la tarde, la música sonaba a toda castaña y era imposible mantener una conversación sin alzar la voz.
“Chicos, ¿no podríais bajar un poco la música?”, le pregunté a uno de los camareros del local, que no pasaba de los 20 años. De hecho, todos los camareros, así como un grupo grande sentado en una de las mesas del final, parecían tener la misma edad y disfrutar plenamente de las canciones de reguetón y ska catalán que sonaban a todo trapo por los altavoces.
“¿Pero no os dais cuenta de que con la música así de fuerte asustaréis a todos los clientes de 50 para arriba, que son los que más gastan?”, les insistí, en plan abuela repelente, para que reaccionaran. Al final, me hicieron caso y apagaron la música durante una hora y media, lo que nos permitió terminar de cenar escuchando las olas romper en la orilla. Pero al acercarse la medianoche, ¡pam!, otra vez ese machaque auditivo. Nos fuimos.
“En este país no hay consciencia de la contaminación acústica y de sus consecuencias para el oído y la salud en general”, me explicó hace unas semanas Marc, un destacado audioprotesista de Barcelona. Marc me explicó que en los países escandinavos las escuelas suelen tener semáforos de ruido en las aulas que alertan a los alumnos cuando se superan los 45 decibelios, considerado el límite para mantener un nivel de confort acústico.
Esto no solo permite lograr un ambiente de calma y respeto, sino que se evitan los principales efectos adversos del ruido en el aula, como ansiedad y nerviosismo, irritabilidad, caída del rendimiento escolar y más dificultades para el aprendizaje en general.
Sobra decir que los ambientes ruidosos, sea en un restaurante o en una escuela, son una total falta de respeto para las personas con deficiencias auditivas o dificultades para hablar. Desde que a mi padre le practicaron una laringectomía total, forzándolo de por vida a hablar con una prótesis, estoy siempre pendiente de que los restaurantes que vamos no sean ruidosos, para que él se pueda comunicar.
El chiringuito al que fui el jueves, por ejemplo, queda descartado, igual que el Bandini’s, un pequeño restaurante del barrio de Sant Antoni al que me llevaron hace poco. El ruido era tan ensordecedor que solo deseábamos acabar cuanto antes para largarnos. “Esto es un restaurante, es lo que hay”, me contestó la camarera cuando me quejé.
En 2018, Gregory Scott, un emprendedor estadounidense con hipoacusia, harto de buscar en Google reseñas de locales “tranquilos” para ir a cenar con sus amigos y evitar así tener que pasar un mal rato, lanzó SoundPrint, una app que permite al usuario medir los decibelios del lugar en el que está y compartir los datos en una plataforma de crowdfunding con el fin de elaborar listados de restaurantes silenciosos.
La app no ha logrado tener mucho éxito, desafortunadamente, pero Scott se encargó de utilizarla para lanzar el desafío Encuentra tu Lugar Tranquilo (Find Your Quiet Place) a nivel global. La última edición, 2022, contó con la colaboración de más de 30 organizaciones y defensores de la salud auditiva (incluida la Organización Mundial de la Salud), y permitió obtener hallazgos significativos, como que el nivel sonoro promedio en restaurantes era de 76,5 decibelios y que solo el 43% de los establecimientos fue calificado como “propicio para la conversación”.
Un 57% fue considerado como “difícil para conversar” y un 27%, como “peligroso para la salud auditiva”. Creo que el chiringuito entraría en esta última categoría.