La por guarda la vinya, dice el refrán que ha convertido a un artista en celador de las esencias nacionalistas. Lluís Llach, el músico que hizo de la cançó una sinfonía, el Mikis Theodorakis catalán, lleva mucho sumergido en los altos de Porrera, un jardín vitícola en el que la variedad del samsó se comparte, desde tiempo inmemorial, en las fiestas en honor a Dionisio. El éter del tiempo ha podio con el músico; le ha vuelto sentencioso, le ha robado el hermetismo sutil desplegado por sus dedos en las teclas y la cuerda. Al actual presidente de la ANC, el pandemónium político le juega malas pasadas y sus embarres son tan furtivos que no lo quieren ni en Junts. Mientras él reparte estampitas que acusan de fascista al PSOE, de "parafascista" al president de la Generalitat, Salvador Illa, y de traidora a ERC, el partido de Puigdemont, que negocia con el Gobierno y coloca a Míriam Nogueras en escenas de sofá junto a Pedro Sánchez y Santos Cerdán.
Llach odia el pacto; piensa que el futuro tendrá que inventar sus glorias y asegura que el pasado le importa poco. Pero le asalta la noche del 21 de enero de 1973, en el Olympia de París, donde L’Estaca se convirtió en referencia; y tiene otros adentros más selectivos, como sus conciertos en el Ron-Point de la capital francesa, el escenario de Marguerite Duras y Nathalie Sarraute. En los convulsos años setenta, Llach levantó el telón en todos los teatros parisinos con encanto; cantó y tocó el piano incluso en el mítico Bovino que los franceses consagran todavía hoy a Georges Brassens.
El cantante ausente evoca su juventud anarcoide y casi reconoce su error cometido en septiembre de 2015 al presentarse a los comicios en la lista de Junts pel Si. Junts es un partido acostumbrado al mando: su herencia pujolista, la breve presidente de Puigdemont junto al abismo, el mando de Rull en el Parlament o el deseo de controlar las fronteras son ejemplos palmarios. Sus camaradas apenas le afearon el gesto el día en que Llach invitó a la ANC a la alcaldesa de Ripoll, Silvia Orriols, en un guiño de complicidad con la xenofobia; el músico y la edil representan a la Catalunya racial del ¡Visca la Terra! un eslogan pangermanista, pese a su exultante apariencia de raíz popular.
Ahora, el Junts de Jordi Turull y Josep Rull reescriben L’Estaca, referencia política de Llach. Ya no se trata de tirar de un lado y del otro hasta que el poder se caiga (tomba...tomba), como dice la canción original, sino de tirar y seguir tirando; es decir, negociar y seguir negociando, con un fondo declarativo deplorable, pero útil. Llach se distancia cuando le conviene; asegura que nunca ha militado en Junts, y que solo le interesa el regreso de Puigdemont. Al final, es el partido político heredado de la Convergència de Pujol, “al que yo he criticado toda mi vida”.
Su ANC se presenta hoy como un regulador de los partidos soberanistas. Llach entró en el independentismo gracias a ERC, aunque hoy deplora el maquiavelismo de Oriol Junqueras. Reconoce que un día votó a la CUP, la formación situacionista que confunde el Café Voltaire con la estelada. Ese tipo de lazos entre el mundo y la cabaña -diría Joseph Roth- define muy bien al cantante, que quiere pasar por izquierdoso, cuando en realidad cada noche duerme en la caverna. Es una mezcla de mago y nigromante de un internacionalismo mágico de mirada adormecida
Pese a que lo refuta, no concibe más pasado que el suyo, aunque ya no sea suya la lejana noche de la Habana, con Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Los supervivientes de aquella Nueva Troba se acuerdan de la Cançó -especialmente de Raimon y Serrat-, pero no registran el nacionalismo recalcitrante del cantante nacido en Verges (Girona), establecido en Porrera y señor del Priorat. Cuando pasa por el corazón, la memoria se convierte en selectiva.
Mensaje pétreo
Llach dice que el procés no ha terminado, que el tiempo no pasa aunque los hechos le desmientan. Su mensaje pétreo es inmutable, como los palíndromos y los jeroglifos egipcios. Él exige una independencia que no se mueve de sitio a diferencia de la interdependencia que practica la mayoría social catalana. El cantante sostiene la fabulación de un combate de ideas donde solo hay anhelos identitarios. Saltó de la voz al piano para acabar entre mercaderes de uva fermentada sin pasar por la vanguardia de la Catalunya estética más que sentimental. Cree conocer el país sin reparar en la mesocracia que lo hace posible; habita la obsesión abanderada por la Pica d’Estats, el Puigmal o el Canigó, émulos del símbolo, no de la cultura.
Llach atravesó, aislado y sin sparring intelectual, la cultura de una parte del país deleitada en la derrota. Es de justicia reconocer el fulgor de algunas de sus piezas, como Viatge a Itaca, el gran poema de Kavafis, traducido al catalán por Carles Riba en la Selecta de Estelrich, editor y secretario de Cambó. Fue el mallorquín Biel Mesquida quien, afilado por el vinoso ponto del Egeo, le regaló el libro de Kavafis con estas palabras: “lee y aprende”.
Resulta insólita la evolución de Llach músico, desde su arranque, como miembro del Setze Jutges, hasta la renuncia actual sumergido en el ahogo de la patria. Media España le aclamó y la otra media lo ha olvidado. Es el enigma de muchos como le confesó el exministro de Economía Carlos Solchaga a Manel Manchón, director de Letra Global, cuando le preguntó: ¿Qué le ha pasado a Llach? Alma cándida la del economista. Le ha pasado lo mismo que a otros asamblearios con la sangre coagulada en el bazo y el extravío de un ciervo en desbandada. Habla del exilio de Puigdemont, Rovira o Comín porque desconoce el Exilio de los años de silencio, los del gramático Pompeu Fabra, al pie del Canigó (Prada del Conflent), o del gran romanista Joan Coromines, en Chicago (EEUU). Al final de la Guerra Civil, cuando Machado muere en Colliure, lo mejor de la intelectualidad catalana se ha ido para no volver y sus icónicos representantes no asoman apenas en las aceras del Boulevard Saint-Germain o en la terraza del Café de Flore.
Lo que Llach conoció, tres décadas más tarde, es el Barrio Latino post mayo francés, un mundo en descomposición en el que aleteaba la esperanza del cambio en España, reflejado en Las rutas del sur, la película de Joseph Losey, con Yves Montand de protagonista y guion de Jorge Semprún. El músico catalán ha relatado sin tapujos su “exilio turístico” en París, en los setenta, porque “no me dejaban cantar en España”. Allí tendió lazos en los escenarios aconsejado por el soberbio actor Josep Maria Flotats y rindió pleitesía de invitado ante Luisa Isabel Álvarez de Toledo, la duquesa roja de Medina Sidonia.
Desubicado vocacional
Después de la caída del antiguo régimen, la marchita valentía de tímido Lluís Llach se hizo roble al cantar No és això, companys, no és això. Con la democracia recién conquistada, Llach se autorretrata en el espasmo de la duda. Aquella canción denunció lo que los indepes y otras fuerzas del rencor, como Podemos o la CUP, llaman hoy la “Transición cerrada en falso”. Quiso desnaturalizar la primera Amnistía (1977), la de verdad, un sortilegio para los centenares de opositores con penas pendientes que habían pasado décadas en prisión y habían vivido entre rejas las ejecuciones sumarísimas del general. ¿Quién podía tomarse en serio la denuncia de Llach? Los mismos que hoy hablan del actual Estado español represivo, pese a que, en España, rigen la división de poderes (imperfecta como todas) y el habeas corpus.
Llach es un desubicado vocacional. No es extraño que aquella informal No es això contrastara en su momento con la actitud consecuente de Raimon, el trovador de Xàtiva, que, en pleno cambio, le dedicó la canción T’he conegut sempre igual al simbólico López Raimundo, líder de la izquierda real durante los años del hierro.
El músico no olvida su paso por comisaría, después de un concierto en el Palau, en 1974. Aquel día rozó sin daños las consecuencias menores de la siniestra Ley de Orden Público, soportada por los resistencialistas. Su memoria confunde al héroe con la víctima. No lo entendió entonces, como no lo entiende ahora, después de vivir el procés caminando bajo el palio de la gloria. Su último speech, en la Diada del pasado miércoles 11 de septiembre, fue un llanto autocomplaciente; una levitación afónica a lo Xirinacs, frente a un fervor cada vez más minoritario.
En el terroir de Baco
En pleno calentón, llamó “parafascista” y “seudofranquista” al president de la Generalitat, Salvador Illa, aunque después se arrepintió del insulto convencido de que el efecto del PSC en el Govern radicalizará a los indepes. Una lección de antidialéctica digna de la vulgata latina. Ha llamado muchas veces “criminal político” al expresidente Felipe González, por el asunto de los Gal y en varias ocasiones ha contado que los dirigentes de la clandestinidad estaban en primera fila durante sus conciertos, gritando “ETA sí, OTAN no”. Un disparo al bulto sin selección ni contexto.
El pasado mes de agosto, pocos días antes del retorno-fuga de Puigdemont, Llach apareció en las Jornadas Internacionales de Corti, (Córcega) aplaudiendo un alegato del Frente de Liberación de Córcega, realizado en la tribuna de oradores por tres encapuchados de esta organización armada. El presidente de la ANC se ha convertido en una postal de la exaltación nacionalista, ajena a lo que fue la razonable partitura de su bella música. Los acordes y notas de sus mejores años se comparan con el rock experimental de King Crimson, pero la nostalgia no arregla desaguisado.
Su tronco erguido se mece hoy en sueños de garnacha vieja. Aquel artista de indudable talento es ahora un hombre atrabiliario y levantisco; embebido en el terroir de Baco, a medio camino entre el pecado y la contrición.