El melancólico cantautor británico Nick Drake murió en 1974, a los veintiséis años, sin haber vendido prácticamente nada de sus tres álbumes publicados en vida, Five leaves left, Bryter layter y Pink moon. Si se suicidó con una sobredosis de antidepresivos o si se le fue la mano con las pastillas sigue siendo un misterio a día de hoy. Con el paso del tiempo, cuando ya no podía beneficiarle en nada, la gente empezó a descubrir su música, muchos grupos y cantantes se declararon influenciados por él, una de sus canciones acabó en un anuncio de coches y se convirtió en una figura de culto, objeto de biografías y de todo tipo de teorías acerca de su peculiar personalidad, su timidez invencible (conoció a Françoise Hardy y fue incapaz de dirigirle la palabra, en parte porque que ninguno de los dos hablaba el idioma del otro), su improbable homosexualidad y hasta la posibilidad de que muriera virgen. Sin comerlo ni beberlo, el pobre Nick se convirtió en el ídolo de todos los jóvenes tristes y solitarios que encontraban en él a alguien al que les habría gustado conocer.
De un tiempo a esta parte, las reseñas de las revistas inglesas especializadas que lee uno, como Uncut y Mojo, incluyen discos de gente a la que se le endilga la supuesta influencia de Nick Drake. Uno las lee y, a veces, pide el disco de turno a Amazon, generalmente para constatar que el músico en cuestión se parece tanto al difunto señor Drake como un huevo a una castaña. Por eso, cuando se produce el milagro y te encuentras con alguien que, siendo su propia persona, acusa claramente la benéfica influencia del pobre Nick, te llevas una gran alegría y te tiras un par de semanas escuchando su disco a diario. Es lo que me acaba de pasar con el primer álbum del irlandés Oisin Leech, Cold sea, una pequeña maravilla de apenas media hora de duración que consigue un maridaje perfecto entre la obra propia y la innegable influencia del señor Drake.
Producido por el norteamericano de origen irlandés Steve Gunn, interesante compositor, cantante y guitarrista no muy conocido en España (si les interesa abordarlo, les recomiendo que empiecen por su disco de 2019 The unseen in between), Cold sea contiene nueve temas (dos de ellos, instrumentales) de una sencillez y una eficacia sentimental admirables. Es un álbum tan austero como el Pink moon de Nick Drake (grabado en solitario por el artista a voz pelada, guitarra y piano), pero mucho menos triste e inquietante (en su momento, los pocos amigos de Nick dijeron que les parecía el testamento sonoro de alguien a punto de dimitir de la vida). Todo se basa en la voz y la guitarra del señor Leech, a las que se suman a veces unas cuerdas o unas notas de sintetizador o una segunda guitarra tocada por otro formidable cantautor norteamericano, M. Ward. La producción es espartana, en la línea de las que llevó a cabo Rick Rubin para los últimos discos de Johnny Cash, los impecables American recordings. Grabado en una escuela en desuso del condado de Donegal, Cold sea es voluntariamente austero y minimalista porque no hacen falta más instrumentos que los que escuchamos y habría sido una lamentable pérdida de tiempo añadir otros o sumergir las canciones en elaborados arreglos de cuerda: no todo el mundo tiene la suerte de Leonard Cohen, que sobrevivió dignamente al muro de sonido de Phil Spector en su Death of a ladies man.
Estado mental
Oisin Leech te gana desde el primer corte, October sun, que suena como si te la estuviese interpretando en directo en el salón de tu casa. Lo mismo ocurre con Colour of the rain, Maritime Radio Empire o Trawbreaga bay (los instrumentales se reducen a evocadores esbozos musicales en los que, a veces, hasta se oye una conversación al fondo, como si la grabación hubiese tenido lugar en el pub de la localidad). En cosa de una media hora, el disco se ha terminado y te ha dejado con una gran sensación de paz y belleza pastoral (puede que, para revivir la sensación, lo escuches un par de veces más a lo largo del día).
Lógicamente, te preguntas de dónde ha salido el señor Leech y descubres que pasó previamente por un dúo llamado The Lost Brothers (con Mark McCausland) que se fundó en 2008 y que cuenta con seis álbumes y un mini elepé que estoy pensando seriamente en adquirir (los títulos me resultan muy evocadores: Trials of the lonely, So long John Fante, Halfway towards a healing, After the fire after the rain…). Previamente, Leech pasó por un grupo llamado The 747 y McCausland por The Basement. Siendo de carácter compulsivo, en estas situaciones me siento como si hubiese descubierto el cofre del tesoro y necesitara hacerme con él.
De momento, seguiré escuchando en bucle Cold sea, disfrutando de esa belleza melancólica que me hace compañía y observando que, por fin, existe un alumno aventajado de Nick Drake dotado de una personalidad propia y que elige cuidadosamente a colaboradores como M. Ward o Steve Gunn. Les aconsejo humildemente que sigan mi ejemplo si creen que la música es también un estado mental.