Aunque en su Alemania natal es una estrella, el barítono pop Max Raabe (Lünen, Westfalia, 1962; nombre real, Matthias Otto) es prácticamente un desconocido en España, donde solo ha actuado una vez, hace unos cuantos años, en Bilbao (espero que regalara a la audiencia con su magnífica versión de Bilbao song, del gran Kurt Weil, incluida, por cierto, en su último disco de hermosas antiguallas, Mir ist so nach dir, que también cuenta con otra perla del señor Weil, September song). Que yo sepa, el club de fans español de Max Raabe se reduce a Isabel Coixet (al final de su última película, Un amor, suena la bellísima y vibrante Es wird wieder gut), Alfonso de Vilallonga, mi novia, Almudena, un servidor de ustedes y un amigo de Facebook llamado Salva Lorenzo, que hará cosa de un año se trasladó a Hamburgo para ver a nuestro héroe en directo. El pasado fin de semana, mi novia y yo nos fuimos a Berlín siguiendo su ejemplo y pasamos una de las mejores noches de nuestra vida en común.
Y ahora, un poco de información para los que tengan la desgracia de no saber quién demonios es Max Raabe. El hombre creció escuchando los discos de los Comedian Harmonists de sus padres, grupo vocal que gozó de una gran popularidad entre 1928 y 1934, año en el que cayeron en desgracia porque a los nazis no les parecía bien que tres de sus miembros fueran judíos y un cuarto estuviese casado con una judía. Los Comedian Harmonists (inspirados por el grupo norteamericano de jazz The Revellers) pusieron música, en cierta forma, a la república de Weimar con sus alegres tonadas (originales o temas populares) hasta que tuvieron que bajar la persiana porque Hitler les prohibió actuar en directo. El señor Raabe pasó por el conservatorio, de donde salió convertido en barítono, y tuvo la brillante idea de formar una orquesta con la que interpretar gloriosos temas del año de la pera (cosas de los Comedian Harmonists más clásicos de Kurt Weil, Friedrich Hollander y demás practicantes del arte degenerado). Así nació en 1986 la Palast Orchester, al frente de la cual sigue a día de hoy, doce músicos estupendos (atención a la violinista italiana Cecilia Crisafulli, un encanto de instrumentista y de mujer, así como a la contundente sección de vientos) que envuelven a la perfección la voz del señor Raabe.
A partir de 2011, nuestro hombre empezó a escribir sus propias canciones, en colaboración con otros músicos (especialmente Annette Humpe y Christoph Israel), que suenan más atemporales que anticuadas, son de una belleza a menudo sublime y a mí me ponen a veces al borde de las lágrimas (mis favoritos: Küssen kann man nicht alleine y Wer hat hier schlechte laune, donde está la canción de Un amor). Tras toda una vida consagrada a la escucha del pop y el rock & roll, sigo sin entender muy bien qué me ha llevado hasta el mundo del señor Raabe, pero me encuentro tremendamente a gusto en él.
De ahí que el pasado viernes, como les comentaba, me trasladara a Berlín para verle actuar en el Admiralspalast de la Friedrichstrasse, un teatro de variedades construido en 1910 que nació como espacio multimedia en el que había sesiones de music hall, cafés, una pista de patinaje, un cine y hasta unos baños públicos…¡Y estaba abierto las veinticuatro horas del día! Según me informó mi hermano mayor, Rafael, que lo sabe casi todo, el Admiralspalast es uno de los pocos edificios de la Friedrichstrasse que sobrevivió a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, reciclándose como teatro de ópera entre 1946 y 1955 porque la original solo era un montón de cascotes (para los que conozcan Berlín, el Admiralspalast está a un tiro de piedra de Unter Den Linden, a dos de la puerta de Brandenburgo y a tres del Checkpoint Charlie, donde pude ver a unas adolescentes japonesas posando tras una barricada de pegolete y comprarme una de esas camisetas que ponen Está usted abandonando el sector americano en cuatro idiomas).
Paisaje sonoro y sentimental
El Admiralpalast es el lugar ideal para ver actuar a Max y su Palast Orchester. Bonito y anticuado, te traslada ipso facto al Berlín de Weimar, aunque no le vendría mal (o quizás sí) una manita de pintura y un cambio del tapizado de las butacas color carmesí, que lucían a la altura del cogote algo de roña humana. Pero, tal como está, la verdad es que resultó perfecto para el espectáculo que tenía lugar en el escenario, con sus juegos de luces, sus imágenes algo rupestres proyectadas al fondo y hasta una especie de submarino de plástico que recorrió las alturas de la sala durante una de las canciones. ¿El repertorio?: una mezcla ideal de antiguallas de Weimar y temas propios del señor Raabe, un tipo que canta sin el menor esfuerzo a un palmo del micro, se mueve menos que Bryan Ferry (ni un pasito de baile), se apoya a oscuras en el piano cuando la orquesta se viene arriba y larga unos monólogos entre canción y canción que, a juzgar por la reacción del público, eran tronchantes, aunque ni Almudena ni yo entendimos ni papa, dado nuestro lamentable desconocimiento de la lengua de Goethe. Max no ríe ni sonríe en ningún momento (a lo sumo, una mueca torcida antes de soltar el comentario que provoca las carcajadas germánicas). Para entendernos, el hombre es una mezcla de Buster Keaton y nuestro Eugenio. ¿Se puede amar a un cantante sin entenderlo? Por supuesto. Recordemos lo bien que nos lo pasábamos con los Beatles y los Stones cuando no sabíamos inglés. En este caso, además, lo que nos propone el señor Raabe es una incursión en un mundo musical vetusto y adorable en el que hasta el material reciente suena como si se hubiera compuesto a principios de los años treinta. Y, lo que es más importante, la cosa no parece un bromazo que lleva durando casi cuarenta años, sino un paisaje sonoro y sentimental que combina la belleza con la ironía de una manera magistral. No se imaginan lo contentos que salimos esa noche del Admiralspalast mi novia y yo. Seguimos enganchados al pop y al rock, pero le hemos hecho un sitio en nuestros oídos (y nuestros corazones) a una propuesta que a algunos les parecerá absurda, pero que a nosotros nos mejora notablemente la vida y nos pone de muy buen humor: Max Raabe y la Palast Orchester son un estado mental.
Termino esta chapa recomendando a los neófitos los dos últimos discos de mi ídolo, los ya citados Wer hat hier shclechte laune (temas propios) y Mir ist so nach dir (deliciosas reliquias de los años 20 y 30). Si no entran en el mundo de Max, mis disculpas. Si lo hacen, les aseguro diversión y emociones sin cuento. Dejo para mejor ocasión la albóndiga de tamaño natural con salsa balcánica que me zampé en el restaurante Nolle después del concierto: no hay que sobreactuar.