A consecuencia de dos cánceres y de los reiterados tratamientos de radioterapia a los que fue sometida con la esperanza de dejar el mal atrás, Hardy estuvo cuatro años sufriendo “des douleurs cauchemardesques” (dolores de pesadilla) y pidiéndole al presidente Macron una ley de eutanasia que le permitiera irse dignamente. Sucedió el pasado 11 de junio. Como en su día murió su propia madre (madre soltera pues el padre estaba casado y vivía con la esposa), gracias a un médico comprensivo. Tengo entendido que, gracias a Dios, en España hay una ley así desde el año 2021—pese a los recursos de PP y Vox, siempre a la vanguardia-- y muchos médicos que si el paciente está desahuciado, sufre demasiado y lo reclama, le administran la dosis de morfina necesaria.
La buena suerte y el dolor de Hardy
Lo embarazoso de los archivos del ordenador personal es que se puede conservar todo lo que escribes y publicas, bien ordenadito en sus carpetas. Así, ahora yo quería escribir sobre el caso de Françoise Hardy y, recordando vagamente que ya lo hice en el pasado, entré en el archivo y encontré un artículo de 2018 (La buena suerte de Françoise Hardy) en el que celebraba y explicaba lo afortunada que ha sido, pues ya a la edad de 18 años, con una canción de su primer disco de 45 revoluciones (Tous les garçons et les filles), vendió en pocos meses millones de copias y empezó una carrera de éxitos internacionales incesantes. Allí decía: “Como a tantos de mi generación, Françoise Hardy me ha hecho compañía durante toda la vida, aparecía de vez en cuando y sigue siendo una compañía agradable; me gustan sus canciones; y el timbre de su voz, tan civilizado y sugestivo; y su aspecto físico; y el aire de París, con su río y sus grandes castaños y bistrots, que la envuelve con un aroma de romanticismo encantador; y la dulzura de su nostalgia de plenitudes imposibles; pero lo que más me gusta es la buena suerte que la rodea como un aura resplandeciente”.
En la biblioteca del Institut Français leí su autobiografía La desesperación de los simios y otras bagatelas. Así me enteré de que con una guitarra que le regaló su padre por sus buenas notas aprendió tres acordes y con ellos compuso sus primeras canciones. Se presentó al anuncio de una compañía discográfica que buscaba cantantes nuevos, jóvenes, frescos; gustó, le publicaron el primer disco y gustó al mundo entero. Desde el principio el tono de sus discos era siempre amoroso y melancólico: “Siempre he sido la misma, me gustan las bellas canciones hechas con fondo de violines. Sólo me gustan las canciones tristes.”
La educación que recibimos
Cuando yo era un niño, mi hermana era adolescente y de vez en cuando recibía a sus amigas del colegio, que venían a casa a merendar. Vestían el uniforme del colegio, con la falda tableada, los calcetines largos y los mocasines, y le llevaban de regalo los discos de aquella chica de larga cabellera rubia que era el colmo del chic juvenil francés, que entonces era lo más de lo más. Supongo que todas ellas hubieran preferido vestir como Françoise, en vez de llevar el uniforme. Como todas le regalaban los mismos discos, teníamos en casa tres copias de Tous les garçons et les filles, de Ton meilleur ami, de J’ai coupé le téléphone, etcétera. En las carátulas figuraba la cantante en primeros planos arrebatadores, vestida con exquisita elegancia. Un tanto inexpresiva y lejana, como si estuviera pensando en el chico que no le hacía caso (¡a ella!), en esas imágenes cristalizaba toda una pre-educación sentimental, una fantasía de ternura, delicadeza e independencia. ¡Qué lejos parecía aquel mundo del colegio de los curas, de los condiscípulos que hablaban de motos y de fútbol y de la colección de cromos de Vida y color! Aún faltaba mucho para mayo del 68.
Resultó que a Françoise Hardy nunca le gustó la fama, y si la miras en youtube siempre la ves bailar, o más bien mecerse, con poca gracia y cantar con una especie de indiferencia e incredulidad, como si quisiera acabar con la pantomima cuanto antes, cobrar e irse. Lo mismo que el que sería su marido, Jacques Dutronc, otro chico prodigio que con cuatro notas componía un éxito como Paris s’eveille. A diferencia de ella, Dutronc ni siquiera se molestaba en escribir la letra, para romperse los codos con eso ya tenía a Jacques Lanzmann. Si la canción quedaba un poco seca, Dutronc entraba en el estudio de al lado y le pedía al músico que estaba allí que le improvisase un solo de flauta travesera, y él se iba de copas y maniquís con su amigo Gainsbourg (éste sí escribía las letras, y muy bien, por cierto). El talento innato, la fortuna inmediata, la vida fácil.
Esa generación de la que hablaba pienso que es la primera que ve brotar triunfalmente a ídolos juveniles como estos, crecer, envejecer, sufrir y desear morirse. Menudo privilegio el nuestro. Como dice Vicente Fernández, “esto que me pasa no es nada envidiable,/ ni a mi pior enemigo se lo deseo yo”.