Cuando “en Hollywood te pagaban mil euros por un beso y cincuenta centavos por tu alma” -como dijo Marylyn Nonroe-, Jane Birkin era una niña de jardín de infancia. Pocos años después, la actriz y cantante británica se había convertido en el mejor gemido de pasión en la gran pantalla. Era valiente y rupturista, tanto que le robó el corazón a un ganapán inconformista como Serge Gainsbourg, un compositor y cantante que, además de figurar en el altar de los elegidos, alcanza un insólito cenit con Je t’aime, moi non plus.
Birkin y Gainsbourg cantaban el tema a dúo, sobresaliendo el gemido perturbador de ella, que fue capaz de mover el orden de los comedores parisinos del Marais y de llegar a recomponer la agenda del mismo general De Gaulle en el Elíseo.
En el momento que París superaba el desgaste de la gran guerra, la dirigencia establecida trató de escorar su mirada hacia la música, dejando de lado al famoso Olimpia, la caja de resonancia de Brassens, Leo Ferré o Paco de Lucía. El poder trataba de recuperar la calle aplicando el remedio de la grandilocuencia francesa, el clásico remedio mesocrático en los asuntos de faldas, pantalones y voces rasgadas.
Birkin hacía del cine una transgresión agradable ante el público, pero difícil de loar más allá del hispano refugiado entonces en las salas de Perpinyà y de los italianos distraídos que acudían a Marsella para ver lo que se rodaba al lado de cada, en Cinecittà. Gainsbourg había escrito la canción para Brigitte Bardot, pero Birkin se cruzó con el músico. Y el éxito de Je t’aime no pudo ser mayor.
Esta bella mujer, icono del pop femenino en el siglo XX, fue hallada muerta hace unos días en su domicilio de París. El duelo lleva días instalado en el país vecino, donde no ha muerto precisamente Sarah Barnard, pero casi lo parece. Se marcha, eso sí, el impulso limpio del vitalismo escénico que vimos en Blow-up de Antonioni, especialmente recordada por el desnudo frontal de Jane, dotado de un instinto estético muy superior y adaptado al minimalismo lento del gran director italiano.
Ella escandalizaba sin buscar el escándalo. Y, antes de que acabara aquel mayo de molotov y adoquines, rodó La Piscina, junto a Alain Delon y Romy Schneider, un psico-thriller de Jacques Deray, erótico y tórrido; una historia de grandes actores sobre el triunfo de la pasión cómoda y el desconsuelo en los ojos del culpable, que quiere borrar su pasado con un crimen sanador; aquello que nunca se permitió la genial Agatha Christie.
Aparentemente, Birkin había nacido para ser modelo en el Swinging London. Pero la música la empujó hasta convertirla en una interprete de pop y caer en brazos de John Barry, con el que tuvo una hija, Kate Berry. ;arcada para la escena; era la hija de una actriz ilustrísima, Judy Campbell y de un capitán de fragata, héroe de la II Guerra Mundial, porque aprovisionó a las milicias francesas en lucha contra el Tercer Reich.
En Francia no hay nada más patriótico que haber puesto pie en pared delante de los boches. Y los Birkin gozan en parte de un prestigio merecido por haber mostrado su resistencia en los momentos graves y haber ampliado el campo de visión respecto a la pasión, sin dinamitar los criterios de tolerancia, algo imposible para Gainsbourg. La Birkin, querida por el público pese a no ser de origen francés, significó para el sexo, lo que el gran cantante George Brassens fue para los logros que no implican al el 14 de julio y que sin embargo aluden a convicciones muy firmes sobre el país.
La sangre derramada por los franceses encaja a la perfección con la independencia de criterio. La vida de Birkin no ha sido un escándalo sino una demostración de que el talento, casi consanguíneo de la actriz, encajaba con el arquetipo de género basado en la libertad sin barreras. Y la gente, esto lo premia.
Charlotte Gainsbourg, la hija de Serge y Birkin, ha sido cantante y actriz como su madre, y finalmente se ha convertido en directora de cine encuadrada en la escuela radical de realizadores como Lars von Triet. Empezó cantando con su padre, con el que interpretó el polémico Leman Incest. Su vida, como la de la misma Birkin, está marcada por la muerte de su hermana Kate, hija del primer matrimonio de Jane con John Barry.
El mejor trabajo de Charlotte detrás de la cámara, titulado Jane por Charlotte, es puramente autobiográfico, aunque podría hablarse de una confesión dolorosa como las que exige el psicoanálisis, en complejos procesos de sanación. La cinta es una mirada única de su madre, capaz de explicarlo todo con el llanto contenido, y de articular a la vez un monólogo primordial sobre la vida de Kate, fallecida en 2013, que no se deja nada en el celuloide.
Birkin y Gainsbourg se habían conocido en el rodaje de Sloan y no se separaron hasta la muerte del músico, en 1991. La actriz rodó 70 títulos, el último en 1998, con La hija del capitán del realizador James Ivory. Su paso por el cine no fue circunstancial: rodó con Godard, Alain Resnais, con Tavernier y otros maestros consagrados. Fue, como se ha dicho tantas veces una de las musas del Nouveau Cinema.
En los tiempos de gestas de actores, como Delon o Belmondo, ella, una garçonier en las calles y plazas de Francia, abordó su responsabilidad como mujer y actriz. En su primera etapa en los estudios de música, Gainsbourg grabó con ella su álbum Histoire de Melody, acercando la música y la letra con señales inequívocas de una historia de amor entre un hombre maduro y una adolescente virgen.
Eran tan ellos y tanto se hacían respetar su amor que Francia entera celebra todavía su música como una marcha nupcial del amor intenso. El compositor era entonces casi 20 años mayor que Birkin. En los ochenta, que hoy nos parecen años libérrimos, Gainsbourg hizo varios intentos para mostrarle su amor a Birkin ante el público, pensando en que “todos lo sepan de una vez”. Compuso la inolvidable Les dissous chic, una canción que hizo hímnica en el mundo ébaucher, a orillas del Sena.
Mientras él y ella hablaban de la poesía y la música en el momento de una separación dulce, sus audiencias más evidentes hablaban de la gauche divine, un porte que en las barras de los bares de copas ya era muy preterido por el extremo anglosajón del radical chip. Hablar, beber, bailar y acompañar la música en tono menor, siguiendo una guitarrista bajo sin molestar. Estas fueron, muchas noches, las comparsas del desnudo espiritual de la era del pop; una alternativa vitalista al carro de cumbias o al decadente Folies Bergère de Aznavour, Sacha Distel, Maurice Chavalier y Las hojas muertas.