En 1992 no dimos de bruces con Angelo Badalamenti y su piano. Desde una lúcida serenidad, el músico había aceptado componer la sintonía para la ceremonia original de los Juegos Olímpicos de Barcelona, con el encendido de la antorcha por parte del arquero Antonio Rebollo. Aquello chocó un poco con la Rumba Catalana inventada por el Pescailla que justamente ahora reclama convertirse en Patrimonio Cultural de la humanidad gracias a la comisión de sabios liderada por la Pubill, hija del inmarcesible Peret. La Rumba acabó siendo la sensación de aquel ensueño colectivo. Y es que a veces, con sentido del ritmo y de humor, churras con merinas combinan a la perfección.
Ayer mismo, tras conocerse del deceso de Badalamenti, la familia del músico se refirió a la ceremonia olímpica con un comentario indescifrable de su nieto, que decía “de una manera curiosa mi tío-abuelo aceptó la propuesta de los Juegos..”. El caso es que, al oír la banda sonora de la inauguración, uno se alegraba sin saber muy bien el por qué. Aquel The Torch Theme amojamaba un poco, con un final demasiado agudo. Quizá no fuese lo mejor de Badalamenti, pero tenía algo lejano; algo del pasado remoto que acaba consolándote. La noche del estreno, la neblina del vaho apelotonado se extendía por encima de miles de cabezas concentradas en el Estadio Olímpico de Montjuïc. Pasqual Maragall habló de Lluís Companys, mientras Samaranch, el presidente del COI, se limitó a ser el hombre más feliz del mundo, sentado en el palco de honor, junto a Nelson Mandela.
El legendario compositor Angelo Badalamenti ha fallecido y, más allá del pésame a sus familiares, su amigo y director David Lynch, en uno de sus videos diarios sobre el tiempo, deja este mensaje: “Hoy no habrá música”. Es una forma de entender la normalidad eterna compartida por ambos; el cruce Lynch-Badalamenti produce lo que algunos consideran impostura y otros, simplemente, arte del bueno, bueno. Desde mayo de 2020, Lynch tiene la costumbre de subir a You Tube breves informes meteorológicos como este que dejó hace un tiempo: “no me importa dónde estéis ni cómo sea el clima; os deseo a todo cielos azules y luz del sol en vuestro interior”. Es una manifestación estético-musical de la soledad, el momento largo en el que el arte se metaboliza en felicidad.
Los planos de Lynch y el acompañamiento de Badalamenti conviven en una metarrealidad marcada por la línea, el color y la lentitud. Badalamenti es la América interior; puede oírse entre verdes y madreselvas del mismo modo que se puede musicalizar a Mozart tarareando una de sus danzas húngaras sobre los puentes adoquinados de Salzburg, la ciudad encantada de Wolferl.
Las crónicas hablan del hipnotismo musical consagrado en el Tema de Laura Palmer impantado sobre la sintonía de Twin Peaks; pero hay más, mucho más por debajo, donde no se ve. En el cine de Lynch, lo blanco es blanco y lo verde es verde, pero sobre el fondo de la imagen desciende un telón irisado, casi invisible: es la música, la materia envolvente de un cine de terror glacial, pero indoloro. Así sucede en Blue Velvet en la que Badalamenti trabajó por primera vez con Lynch, iniciando una colaboración considerada tan mítica como la que tuvieron en su día Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann. Lynch contrató a Badalamenti para que enseñara a cantar a Isabella Rossellini, la protagonista de Velvet estrenada en 1986 a la que Woody Allen no se cansó de alabar. El músico entró como anillo al dedo, hasta el punto de que su director hasta le pidió un par de cameos en la cinta.
La amistad entre ambos nació del canto. Badalamenti era un enorme aficionado al jazz, un género abandonado por presiones de su familia, amante de la ópera. En él había prendido el arte mayor de los escenarios casi por transmisión genética y se sacó de la manga obras olvidadas como Il viaggio a Reims de Rossini o el Lucio Silla de Mozart, piezas, entre otras, que acabaron iluminando su exploración. Lo desconocido, roto en mil pedazos y recompuesto sobre los fundamentos del celuloide, alejaban el complejo que producen los majestuosos aforos de la Scala o el Coven Garden y lo acercaban a los platós.
Él germinó en la partitura entendida como una matemática abstrusa, en una especie de geometría no euclidiana, un saber inútil (uno de los de Nuccio Ordine), tal como le exigían sus maestros al alumno aventajado. Pero muy pronto descubrió que la nota del siglo XX había nacido en la calle, lejos de los laboratorios de Göttingen o de las aulas musicales de La Sorbona. En los anfiteatros, descubrió el origen de la cultura pop, un género redondo al que no le importa que le den la vuelta. Se dijo que lo atacaría de frente; él no moriría confiado, como Plinio, a causa de una inesperada emanación sulfurosa del Vesubio.
Badalamenti se ha ido a los 85 años en su casa de Lincoln Park, Nueva Jersey. Es hora de renovar el oído con el Floating Into the Night, el legendario álbum de 1989 de Julee Cruise que incluía Falling. Se integró de lleno en lo contemporáneo. Su círculo de amistados contó con David Bowie, Michael Jackson, Paul McCartney, Julee Cruise, Dolores O’Riordan, Anthrax, Dokken o Eli Roth. Sin prisas, el músico conquistó su plaza con serenidad –le concedieron un Grammy entre otras muchas distinciones– convencido de que es inhumano darle valor a una prerrogativa de la fortuna; tuvo una suerte buscada con ahínco en otras cintas junto a Lynch, como Wild At Heart, Lost Highway o Mulholland Drive.
Al acercarse la conclusión de sus tareas artística y vital, Badalamenti intervino en los posteriores trabajos de Lynch, aunque no con la misma fortuna. Lo mejor de esta etapa sea tal vez La ciudad de los niños perdidos (1995), el toque europeo de Lynch. La elaboración de esta partitura le permitió a Badalamenti colaborar con la cantante Marianne Faithful, con quien trabajó en uno de sus álbumes. A mediados de 1996 se trasladó a Praga para componer la banda sonora de Carretera perdida (1997). Y paralelamente compaginó el cine con la música de programas televisivos como Inside the Actor’s Studio y Profiler.
Hijo de un palermitano dueño de una pescadería, Badalamenti, nacido en Brooklyn (Nueva York) en 1937; empezó con el piano en los ocho años y de adolescente, gracias a su talento, trabajaba en conjuntos durante las vacaciones escolares. Se formó inicialmente en la Eastman School of Music de la Universidad de Rochester, y completó su sólida formación en la Manhattan School of Music, donde obtuvo un máster. En los primeros años de su larga carrera compuso bandas sonoras -Gordon’s War, o Law and Disorder en los setenta- y muy pronto musicó a interpretes como Nina Simone.
A Badalamenti lo ha sostenido la música; la palabra exacta intercalada entre corches le servía para helar la sangre al espectador; cuando los actores recitaban, su música le parecía escrita por otro. Infirió un aire espectral a sus bandas -los mezcladores jugaron lo suyo- pensando como un algebraico y sintiendo como un impresionista. No teorizó; se aferró a lo contemporáneo con una pasión desmedida. Destrozó las sinfonías y las sonatas, porque no se estudia lo que se hace; se estudia para hacer libremente. Se mantuvo fiel a Barnet Newman: “La musicología es para el músico lo que la ornitología es para los pájaros”.