Xavier Patricio Pérez Álvarez, en arte Gato Pérez, nació en Buenos Aires en 1951 y llegó quince años después a la Barcelona de su padre, donde, tras unos años dedicado a la música de inspiración jazzística, reinventó la rumba catalana, género que los jóvenes moderniquis siempre habían contemplado de reojo y con cierta displicencia, aunque a algunos nos hubiera hecho cierta gracia Peret en su momento y acabáramos, gracias a Gato, descubriendo a Antonio González, el Pescadilla, que hasta entonces solo nos había parecido el marido holgazán y beodo de Lola Flores (¡craso error, tan propio de la juventud!).
Gato encontró un hogar lejos del hogar en la mítica sala Zeleste de la calle Platería, un lugar impregnado musicalmente de los efluvios jazzísticos de Miles Davis o Weather Report en el que nadie se había parado a pensar jamás en las posibilidades de la rumba catalana, ligeramente anquilosada y metida en un gueto hasta que nuestro hombre se fijó en ella y, tras ejercer de bajista en un grupo tan zelestial como Secta Sónica, la puso patas arriba con unas letras insólitas y unos compases que mezclaban la pureza del género con referencias al rock, el pop o la milonga. Como era de prever, su acercamiento a la rumba le granjeó acusaciones de falta de autenticidad, y hasta hubo quien lo tildó de señorito caprichoso y extranjero que se había propuesto dignificar algo que ya estaba muy bien como estaba. Ciertamente, Gato fue un falso rumbero. No podía ser auténtico porque ni había nacido en el barrio de Gracia ni era gitano. Pero demostró ampliamente que eso no le hacía ninguna falta, atrayendo a un público hasta entonces reacio a la magia de Peret y el Pescadilla y acabando por ser plenamente aceptado por el sector pata negra del género. La autenticidad, frecuentemente, está sobrevalorada.
Enterrar muy bien
Espléndido letrista, inspirado compositor y eficaz vocalista, Gato solo encontró en la rumba un pequeño problema, del que había podido librarse previamente cuando solo tocaba el bajo en Secta Sónica: había que dar la cara, ponerse al frente de un grupo en directo, y a él, que era en el fondo un gran tímido que solo se venía arriba con la ayuda del alcohol, le aterrorizaban las actuaciones, encontrándose mucho más a gusto en el estudio de grabación, del que salieron discos estupendos como Carabruta (1978), Romesco (1979), Atalaya (1981) o Prohibido maltratar a los gatos (1982). Se protegió del directo con una serie de atuendos seudo tropicales y un sombrero que no se quitaba casi nunca. Y entre eso y la priva, fue tirando. Hizo buenas amistades, gente como Jaume Sisa, Jordi Farràs (alias La Voss del Trópico) o Carles Flavià (cura alternativo que acabó sus días dedicado a la stand up comedy), con los que solía vérsele libando en la barra del Zeleste y a los que dedicó una de sus mejores y más melancólicas canciones, Ebrios de soledad. Acostumbrado a nutrirse de su propia vida para pergeñar sus temas, se lanzó un auto aviso con Se fuerza la máquina, irónico himno a la vida disoluta de los músicos y su tendencia a apurar la noche con la ayuda de todo tipo de sustancias.
La realidad le dio el primer aviso en 1981, cuando sufrió su primer infarto. Y se lo llevó por delante en 1990, con el segundo y definitivo: aún no había cumplido los cuarenta. Ahí empezó su (discreta) leyenda, convirtiéndose en un personaje de referencia hasta para aquellos que no le habían hecho mucho caso cuando estaba vivo: ya se sabe que, en España, Cataluña incluida, se entierra muy bien. Dejó una serie de álbumes impecables --aunque se podría haber ahorrado el tratamiento de choque a base de sintetizadores que le aplicó a uno de ellos-- y una impronta indudable en todos los jóvenes, gitanos o no, que se apuntaron posteriormente a la rumba catalana. Para mí, su falta de autenticidad fue, de hecho, una bendición disfrazada, como dirían los gringos. Al no estar constreñido por la tradición y no tener que insertarse en ninguna saga familiar o del vecindario, pudo reinventar la música de sus amores y mezclarlo con todo lo que le pareció adecuado, creando, de hecho, un género nuevo, unipersonal e irrepetible. No pudo evitar que lo acabaran reivindicando bandas que no habían entendido nada de su visión, pero es que eso es algo imposible de controlar desde el otro barrio (e incluso desde éste). A mí me alegró la vida, tanto en el escenario como en la barra de Zeleste --donde una noche me presentó a José Agustín Goytisolo, estando los tres ligeramente perjudicados--, y me facilitó la entrada a mundos musicales en los que aún no me había internado, como el de la salsa (especialmente, la de los puertorriqueños de Nueva York).
Gato fue una rara avis, un barcelonés por elección, un marciano de Buenos Aires, un observador fatalista de la existencia, un tímido capaz de venirse arriba forzando la máquina con un poco de ayuda extra que acabó revelándose fatal. Y, sobre todo, lo que yo entiendo por un genuino artista.