Divinidad tutelar de la Movida. Escurridizo héroe del Panteón de los Artistas Caídos en Servicio. Todavía chico de hoy. Santo Patrón de un Madrid que ya no existe, que tal vez nunca existió. Antonio Vega Tello (Madrid 1957, Majadahonda 2009) falleció hace ahora diez años (y algunos días). El músico fue un vitalista funesto o un aristócrata de la desgracia. Resulta difícil aludir al artista sin atender a su leyenda negra. Hay demasiados apagones públicos en su biografía. Fiel representante de la estirpe de los cachorrillos malheridos por el talento y la heroína. Nos queda pasearnos por la plazuela que lleva su nombre en Malasaña, sita junto al mítico bar Penta, y un puñado de canciones de hoja perenne, vivísimas, que parecen estar escritas desde el ahora.
Hagan la prueba. Por mucho que intenten rayar los elepés del madrileño a fuerza de escuchas, o quieran hacer saltar los cachitos de hierro y cromo de los cassettes de tanto ponerlos, o se empeñen en poner en bucle sus temas en una playlist de Spotify, sus canciones, como pecios, como tesoros marinos depositados en las fosas abisales de nuestra memoria colectiva, siguen resistiendo los embates del tiempo.
Un día cualquiera, no sabes qué hora es, Antonio Vega, hijo de una acomodada familia madrileña, hasta entonces brillante alumno y portento físico en diferentes disciplinas atléticas, graba en su walkman, guitarra y voz, alguna de las primeras tomas de la futura maqueta que está preparando con unos colegas y su primo Nacho. El nombre de la banda será Nacha Pop. Proviene de una broma recurrente en sus ensayos: todos se llaman por sus nombre en femenino para cachondearse un rato. Son jóvenes limpios y educados al amparo de colegios caros y canguros cariñosas. Realizan sus primeros conciertos el Liceo Francés y los Salesianos. Las discográficas se fijan en ellos y el resto forma parte de la historia del pop en este país. El padre, un reconocidísimo doctor, como si intuyera lo que estaba por venir, graba en cintas de Super 8 hasta el mínimo mohín en las caras de sus hijos, como si se oliera que todo aquello estaba a punto de irse al garete, que todo paraíso es un paraíso perdido.
También lo sabía Antonio Vega, que desde muy joven escribe letras con sabiduría de viejo, donde la melancolía y la reflexión, la caricia y la lija, van siempre de la mano. Repletas de una profundidad emocional, un sentido de la estructura y una naturalidad difícilmente compatible con su edad. Si a eso le sumamos una voz con la capacidad de tocar las ocultas cuerdas del oyente, tenemos la combinación ganadora. Nacha Pop suma a su pose juvenil y desenfadada –tan cara a los medios de comunicación–, al pop trotón que realiza Nacho García Vega, un elemento extraño que los hace destacar como grupo excepcional.
En efecto, las composiciones de Antonio añaden a los trabajos del grupo una hondura lírica sin parangón en el pop en castellano de aquellos tiempos. Algunos de esos temas resultan tan avanzados que no consiguen entrar en la memoria y el corazón de los oyentes hasta muchos años después. Pasa por ejemplo con Chica de ayer, –cada vez que un periodista la llama La chica de ayer, muere un gatito– que se convertirá, tras una década de anonimato, en el himno oficioso de toda una generación, salvando incluso la sospecha de plagio; o la maravilla filocientífica Una décima de segundo, una canción escrita desde la originalidad absoluta que narra las maravillas de las leyes de Newton. “Y es que no hay nada mejor/ que imaginar,/ la física es un placer./ Es que no hay nada mejor/ que formular, escuchar y oír a la vez./ Mide el ángulo/ formado por ti y por mí,/ es la solución a algo muy común aquí”.
Las composiciones de Vega consiguen calzar palabras nuevas para el pop de forma natural, inventándose una nueva tradición, o mejor dicho, importándola de los clásicos en nuestra lengua a la música popular. Así como Garcilaso de la Vega dio carta de naturalidad al soneto en lengua castellana, Vega consiguió que el castellano sonara fluido y profundo en los grupos de la Nueva Ola. Su pericia para la rima –muchas de sus versos se sirven de la rima -ar, o -al--, su disposición de los acentos y su honestidad emocional consiguen armar canciones que se convierten en clásicos del fraseo elegante y significativo. Antonio Vega parecía la alternativa hipersensible para combatir la frivolidad congénita de la Movida. Creció escuchando los blues de Muddy Waters. “Muddy” es fangoso en inglés, y algo de ese barro se encuentra en su repertorio.
Otra de la bombas de destrucción emocional masiva con efecto retardado es
Nacha Pop, al poco tiempo, se convierte en un grupo transversal, respetado por los críticos y espoleados por los fans, pero ellos, ambiciosos, tal vez mirando por el rabillo del ojo a otros grupos de menores prestaciones musicales pero mayor éxito comercial –eran años de gobiernos socialistas y burbuja económica en la música española– deciden separase del camino de Antonio, que ya empezaba a jugar con el lado peligro de la vida de manera menos divertida.
Los amigos de Vega empezaban a percatarse de que su relación con la droga no sería un simple coqueteo sino, tal vez, la relación más sólida que tendría en su vida, solamente compartida con la pasión por la composición musical. Los ángulos de su rostro, como un memento mori de un bodegón barroco, ya preludiaban, ay, la futura calavera en la que nos convertiremos. Las discográficas, claro, apostaron por Rico, la nueva propuesta Nacho, el primo divertido de la dupla, y Antonio se queda colgado, con sentimiento de orfandad, sin saber exactamente donde refugiarse. Pura intemperie. En 1988 la banda se separa.
Entonces, Antonio parece abandonar toda ilusión de vida saludable y se dedica a hacer espeleología por los recovecos de la angustia existencial y la narcodependencia. Busca la rosa azul, y a fe que la encuentra escribiendo algunas de las canciones más hermosas, sensibles y enigmáticas de su carrera. Ya en los inicios parecía que Nacha se le quedara corto, que le apretaba el escueto esqueleto de compositor, él venía de una tradición anterior, aprendió a tocar la guitarra con maestros antiguos, con las hechuras del blues, el ragtime o el soul.
En 1991 empieza su carrera en solitario. Antonio ya es un cable pelado por la alta tensión que recorre sus venas. Como las ilustraciones de aquellos superhéroes consumidos por sus propias características, erosionados por el roce que la existencia produce al unirse a la hipervelocidad o al lanzar fuego por los ojos. Como ellos, pese al desgaste, él también sigue con los superpoderes intactos. Cómo si no explicar la colección de canciones de su primer disco en solitario, titulado traviesamente No me iré mañana, que contiene piezas como Esperando nada, sobre su cuelgue existencial cuando las musas no se quieren poner al teléfono, Se dejaba llevar por ti, canción de amor y dolor al jaco, o La última montaña, una oda a su añorado pasado alpinista desde el abismo “Arena que cede al andar/, Paredes que se dejan abrazar,/ Parece que la cumbre cerca está,/ Algo más cerca que ayer” .
Por aquel tiempo, Vega confiesa que los temas arriban en rachas biorrítmicas, que componer tiene más que ver con prepararse para que la canción llegue, que no pelearse con ella y acabar en berrinche. Nada de forzar la máquina. Aún así, son míticas sus jornadas de trabajo obsesivo, las cinco horas de guitarra diaria para mejorar su técnica marcadas en los tajos de las yemas de lo dedos. En esos días parece conocer el arte secreto del clásico. La fórmula alquímica que destila la canción perfecta. El saber dar tiempo a las canciones para que ganen peso, carga emocional.
Las canciones de su carrera en solitario parecen escuchar y oír a la vez, pocas y buenas, todas favoritas.
Tal vez para desmentir a las agoreros de la Parca, Antonio se descolgó con su disco más optimista, Océano de Sol, producido en Inglaterra de la mano de Phil Manzanera. En se momento en España, la radiofórmula generalista permitía escuchar las novedades de R.E.M seguido de un éxito de Mecano, no había diferencia entre lo indie y lo mainstream. La música de Antonio, jugaba en ambas ligas, era popular y erudita. Canciones como Elixir de juventud o El sitio de mi recreo, sofisticadas al tiempo que sencillas, suenan solas, se desprenden de su autor para pertenecer al acerbo tradicional o la lista del karaoke, se van a la boca de los que las tararean sin cánones digitales ni más derechos de autor que el del agradecimiento infinito
Los versos, entonces, ganan espesor y trascendencia, las canciones parecen estar hechas de los mismos materiales que las plantas, los planetas o las galaxias; animadas por el hálito de Vega, que les insufla el aliento de la vida basada en el Carbono. Sus estructursa parecen algebraicas, mutantes, se reformulan una y mil veces hasta dar con la combinación adecuada. Banda sonora idónea para acompañar a una sonda espacial. Números uno en los 40 principales del universo.
Después de algunos años de barbecho, Antonio parece inaugurar otro declive, sus discos son cada vez más cortos y espaciados en el tiempo. La experiencia estética de acudir a sus conciertos resulta sobrecogedora. Sobre el escenario aparecía como el remedo humano de una escultura de Giacometti, puro hueso y flequillo con el que protegerse la mirada. Su voz, su toque, seguían siendo perfectos. Como si hubiera hecho un pacto como el que atesoraba Dorian Grey con su retrato. Su cuerpo parecía consumirse en una hoguera súbita para que su voz siguiera incólume hasta el final.
Antonio Vega falleció a los 51 años después de llevar años con una mala salud de hierro y sortear múltiples peligros. Desde entonces sus canciones no han hecho más que crecer y siguen siendo refugio de muchos. Su huella e influencia están presentes no solo en sus contemporáneos, sino en toda una nueva pléyade de artistas independientes que versionan sus canciones con fervor y altura. De Love of lesbian a Zahara, de Iván Ferreiro a Calexico. La playlist infinita de Vega, nuestra particular música de las esferas, seguirá sonando por mucho tiempo.