Jose Carlos Llop / CARMEN SILVESTRE (PLANETA LIBROS)

Jose Carlos Llop / CARMEN SILVESTRE (PLANETA LIBROS)

Poesía

La poesía de José Carlos Llop

El escritor reúne en 'Mediterráneos' (Fundación Lara) una integral de sus poemas, incluyendo inéditos, donde alcanza la maestría mística a través de la meditación y la austeridad

20 junio, 2022 21:45

“La frente de mi padre / era piedra en la madrugada del bosque; / el pelo de mi madre estaba frío como hierba / en la noche. Desde entonces soy más impuro. Desde entonces soy más sabio y estoy más solo”. Son los últimos versos de ‘Los antepasados’, uno de los poemas de El árbol de los cormoranes, libro inédito que José Carlos Llop ha incluido en Mediterráneos (Fundación Lara, 2022), la recopilación de toda la poesía que ha escrito en lo que va de siglo. Además de poeta, Llop es novelista, diarista, articulista y esteta.

Su obra conforma en realidad una misma y proteica meditación sobre la historia del siglo XX, el Mediterráneo como idea de civilización, la literatura y el arte vistos, a la manera de Borges, como ausencia en un mundo progresivamente barbarizado, los rigores de la vida moral y al fondo siempre una silenciosa elevación religiosa como un resto de tradición naufragada. Llop empezó siendo poeta y como tal se ha mantenido, a pesar de sus excursiones a otros géneros, que no han logrado eclipsar su vocación original. La suya es una imaginación eminentemente poética –basta observar cómo se conciben sus novelas–, algo que siempre determina la posición con que uno observa el mundo

José Carlos Llop / FUNDACIÓN JUAN MARCH

José Carlos Llop / FUNDACIÓN JUAN MARCH

Leer los poemas de Llop supone acompañarle en una forma de vida, a la vez convencional e insumisa, una manera de estar aquí que celebra la familia, el matrimonio, la amistad y la cultura, vista a menudo con ojos de anticuario. Si Gil de Biedma escribía escindido entre la vie de château de prestigio medieval y el peligroso slumming de los ingleses, Llop lo hace en una isla dividida entre dos ámbitos complementarios, uno urbano y fantasmal, y otro marino y sensual.

En la ciudad sumergida (2010) ya demostró hasta qué punto su autor era un escritor de Palma, concebida como una geografía literaria inventada por una constelación de novelistas y poetas que para él conforman una especie de genealogía, desde los hermanos Vilallonga hasta Jacobo Sureda o Bartomeu Rosselló-Pòrcel. En Mallorca, una isla azotada por una violencia atávica que se recicla cada siglo bajo la admonición de nuevos dioses, hay pocos urbanitas, entendidos como ciudadanos de la república ilustrada. Llop habita en sus libros una ciudad oculta, mental, hecha de mitos y retazos de otras capitales del mismo mar. Palma, como solía decir el periodista Andrés Ferret, evocando a Cavafys, es una ciudad hecha a la medida del hombre. Pero Ferret sabía –como lo sabe Llop, que fue alumno y amigo suyo– que esa medida tan sólo se alcanza gracias a otra –divina o poética– que la hace posible, humana en un sentido hondo.

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Mediterráneos incluye un largo poema escrito en catalán, Quartet (2002), que es algo así como el concentrado de todo su imaginario, un homenaje a Palma y también al paisaje de sus veranos en la costa norte de la isla, donde Llop y su mujer, Helena, han tenido hasta hace poco una casa de la que el poeta se despide en El árbol de los cormoranes. Quartet es a su vez un reconocimiento de deuda con Rosselló-Pòrcel, que en ‘Auca’ compuso el mejor retrato que se ha hecho de la ciudad y su magma social.

Aquel poeta que murió tan joven porque los dioses le amaban, fue a la vez un vanguardista y un presocrático. ‘Auca’ acusa tanto la influencia del primer T. S. Eliot como de Heráclito, cuyo pensamiento arde en todos los poemas de Imitació del foc. Pero Rosselló-Pòrcel, además de ser discípulo de Gabriel Alomar, hizo su tesis sobre Jorge Guillén. La guerra civil, el franquismo y luego la intransigencia de los nacionalismos durante la democracia quisieron convertir en espurio lo que había sido natural. Y en ese sentido, la obra poética de Llop surge de una vivencia lingüística y cultural que responde a una normalidad verdadera y no reactiva y legislada.

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Su poesía se injerta en un árbol en cuya savia circulan tanto Eliot y los anglosajones como la cultura clásica, el testimonio de los supervivientes centroeuropeos y rusos, la poesía española y por supuesto la catalana. El nacionalismo es una codicia del alma y ya Andreu Vidal, otro gran poeta fulminado por los dioses, llamó a Palma ‘Port Baal’ o ‘Ciutat del Mal’.

La poesía de Llop ha ido adquiriendo con los años una austeridad que ha jugado a su favor. Hay poetas que son más amados por los dioses en su vejez que en su juventud, como Tieck, Hardy o Yeats. Y Llop acaba de alcanzar la dignidad “abular”, para decirlo con un adjetivo de Carlos Barral, una perspectiva que le ha permitido desprenderse de cromatismos a veces excesivos y concentrarse en una poesía meditativa y sobria que enlaza con el último Auden y en realidad con una idea del género como forma insustituible de pensamiento.

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Como escribió Joseph Brodsky en un poema que el propio Llop me descubrió hace demasiados años: “Conviene, en todo caso, estudiar filosofía / después de los cincuenta. O al menos, / armar un modelo de sociedad. Antes se debe / aprender a hacer sopa, a freír (o a pescar) / un pescado, a hacer un buen café. / De lo contrario, las leyes morales / huelen a cinturón paterno o a traducción / del alemán. Hay que aprender primero / a perder las cosas, antes que a adquirirlas. / Odiarse a uno mismo, más que a un tirano”.

Y ha sido después de los cincuenta, cuando Llop, al menos para mi gusto, nos ha dado sus mejores poemas, como ‘Elegía’, sobre la muerte de su padre, soberbio e imbatible: “Debo celebrar el mundo mutilado sin él. La radio encendida, / por ejemplo, a todas horas, y su mano en el aire, o los buques silenciosos que veía en la madrugada clínica, / tras una ventana que daba al jardín, de espaldas / a un mar sin buques, ni peces, ni recuerdos de una guerra que fue”. También ‘Padre’, que retoma el mismo motivo pero ya cuando el hijo habla en un lenguaje que el muerto no entiende, el dialecto de las apariciones.

José Carlos Llop

“Tener antepasados sin descender de nadie”, escribió Elias Canetti. Y a ello parece apuntar ‘Los antepasadosp, el poema que citaba al principio y que desprende la extraña perfección de la sabiduría: “Yo he besado el cadáver de mis padres”. Quizá el aprendizaje más difícil sea llegar a tutearse a uno mismo, que es lo que Llop hace, por ejemplo en ‘Entre ciudades’, un poema que habla de haber cumplido los sesenta y que dialoga con Dante y Cavafys a propósito de la negación o la afirmación definitivas, de pronto diluidas en una tranquilidad de espíritu que ya no requiere sentencias categóricas: “Acepta aquello que honre la vida / que has llevado hasta ahora”.

“Así vivimos, en constante despedida”, escribió Rilke al final de la octava elegía. Y gracias a ello, la alabanza adquiere una especial fulguración que le devuelve a la vida toda su verdad. En Mediterráneos hay muchas despedidas, a los padres y a algunos amigos –el poema dedicado a ‘J. S. B.’ es otro de los mejores–, a una casa que lo ha sido de la juventud y la madurez, pero también hay por ello celebración y plenitud, como en ‘Puerto de pescadores’, un poema que podría haber escrito Borges y que, con una admirable sencillez, habla de la propiedad que la felicidad tiene de trascender el tiempo, convirtiendo un atardecer de verano en un episodio evangélico, “como una forma de agradecer lo vivido”. Decía Heidegger que en alemán pensar y agradecer –denken ist danken– tienen la misma raíz. Y ese sigue siendo, a despecho del mundo, el cometido de la mejor poesía.