Memoria y desmemoria de Pedro Garfias
La figura del poeta salmantino, cultivador de la vanguardia ultraísta y autor de una literatura personal marcada por el exilio, resurge 120 años después de su nacimiento
5 junio, 2021 00:10De todos los poetas españoles enfrentados al relente del exilio, Pedro Garfias es, posiblemente, la voz más poderosa. “Me gustaría / que me llenasen la boca / de tierra mía”, dejó anotado en el poema Recién muerto, incluido en Río de aguas amargas (1953), el último de sus libros mexicanos. Porque, desde que cruzó a Francia el 5 de febrero de 1939, arrastró una condición de nómada, de perpetuo extranjero. Primero, en Inglaterra y, después, en el país centroamericano, al que llegó a bordo del paquebote Sinaia. Asentado en la capital, en Tampico, en Guadalajara o en Monterrey, continuó escribiendo bajo una firme y sólida melancolía, la herida irreparable del trasterrado.
Ese destino no es extraño: Garfias fue siempre un escritor fronterizo. Por geografía vital (nació el 27 de mayo de 1901 en Salamanca y se crió en los pueblos andaluces de Osuna y Cabra, donde su padre se encargaba del cobro de los impuestos). Por su concepción de la poesía (cruzó por el Ultraísmo, por los aires renovadores del 27 y por la lírica civil). Y, finalmente, por ventura o desdicha. Después de tantas distancias, falleció a causa de una cirrosis hepática el 9 de agosto de 1967, dejando en la habitación de una modesta posada una maleta con ropa vieja y libros. “La soledad que uno busca / no se llama soledad”, se lee hoy en su tumba en el Panteón del Carmen de Monterrey (México).
Retrato del escritor realizado por Alfonso Reyes para el libro de Santiago Roel Pedro Garfias poeta.
Desde su biografía se podría trazar la historia extrema de un intelectual español en la primera mitad del siglo XX. Y esa condición de pertenecer a una generación atravesada por el zarpazo de la Guerra Civil y el destierro es parte de la sustancia que ha dado potencia y textura a su escritura, a su manera de decir, hasta convertirlo en uno de los símbolos de la tragedia del exiliado. Sabio comprometido, trovador caudaloso, viajero infatigable y marcado por el estigma de aquella España peregrina que bautizó José Bergamín, la obra del autor de El ala del Sur (1926) y Primavera en Eaton Hastings (1941) ha ido paulatinamente cayendo en una larga y sostenida indiferencia.
Y eso que el talento le chorreaba en versos que nacían de la razón, del instinto, del delirio. Ejerció una poesía limpia, directa, honda, aunque sin perder sus espacios de sombra, su incertidumbre, su misterio. Una lírica cargada de novedades sin renunciar al cuidado por la palabra. “Ese poeta extraño y magnífico”, lo recordará Luis Buñuel en sus memorias, Mi último suspiro (Taurus), que “podía pasar quince días buscando un adjetivo”. “Cuando lo veía” –añade el director de Viridiana al recordar la peña política que se reunía en el Café de Platerías–, “le preguntaba: ‘¿Encontraste ya ese adjetivo?’ ‘No, sigo buscando’, contestaba él, alejándose pensativo”.
Página de la revista Grecia (1919), donde aparece Garfias (segundo por la izquierda) con otros ultraístas
Su obra, intensísima y apartada, la fue haciendo en las horas muertas de las tertulias, en las mesas lapidarias del Café Colonial que iluminaba Rafael Cansinos Assens. O en los recovecos de la amistad por los pasillos de la Residencia de Estudiantes. O en las trincheras de la Guerra Civil, inflamando ánimos y consignas a las tropas republicanas en los frentes de Andalucía y Levante junto a Miguel Hernández y Andrés Martínez de León. A este bolcheví insólito, afiliado al PCE desde inicios de los años treinta con el carné número 25.739, el jurado formado por Antonio Machado, Enrique Díez Canedo y Tomás Navarro Tomás le concedió en 1938 el Premio Nacional de Literatura –ex aequo con Emilio Prados– por su libro Poesías de la guerra.
Pese a los méritos contraídos, el tiempo y buena parte de la crítica han cotizado a la baja la producción de Pedro Garfias hasta dejarla difusa en los rincones de la historia de la literatura española del siglo XX, injustamente quizás. Esta valoración se explica por el desinterés hasta fechas recientes de los estudios literarios en el Ultraísmo –el poeta tuvo un papel activo en las revistas de vanguardia: colaboró en Grecia y Ultra y fundó Horizontes, y protagonizó veladas de ánimo transgresor en los ateneos de Sevilla y Madrid– y por la condición de exiliado político del escritor, que limitó la circulación y el acceso en España a una obra ya de por sí dispersa y de caudal abundante.
Dibujo de Norah Borges para la revista Horizonte, fundada por Pedro Garfias
A todo ello se suma la exclusión del poeta en las antologías de Gerardo Diego de 1932 y 1934, circunstancia que acabaría por sacarle de la nómina central del grupo del 27 cuando había participado en el homenaje a Góngora y su libro El ala del Sur se celebró como una de las grandes aportaciones líricas de la década de los veinte. Como origen de este descarte, se ha apuntado a algún tipo de choque con algún compañero de generación. Así, al menos, lo deslizó el escritor Juan Rejano, amigo de Garfias, en la prensa mexicana: “Algunos de los que habían compartido con él las primeras luchas hicieron lo posible por oscurecerlo y negarlo, impelidos por turbios sentimientos”.
Queda también atrás una interesante obra en prosa, que tiene su mejor ejemplo en los 36 artículos que publicó desde mayo de 1933 a septiembre de 1935 en el Heraldo de Madrid. Reunidos en el libro La voz de otros días (Renacimiento), con edición de José María Barrera, destaca la serie que dedicó a la novela negra, género al que era muy aficionado. Bajo el título Policías y ladrones, Garfias aborda a lo largo de trece piezas qué tipo de detectives y delincuentes son y qué técnicas utilizan analizando sus personajes más famosos (Dupin, Lecoq, Holmes y Poirot, entre los agentes del orden, y Rocambole, Fantomas, Lupin y El Santo, entre los ‘fuera de la ley’).
Esa falta de reconocimiento se justificaría, en opinión de Barrera, autor igualmente de la monografía Pedro Garfias: poesía y soledad (Alfar), a una “triple marginación”: la literaria, con su expulsión de la Generación del 27; la política, por su exilio y su militancia comunista, y la personal, dado que arrastró siempre “un gran sentimiento de soledad y dolor, y eso se acrecentó en México, donde, exceptuando los años en los que trabajó para la Universidad de Monterrey (1943-1948), no tuvo un trabajo estable”. Otro experto, Francisco Moreno Gómez, responsable de una de las ediciones de su Poesía completa (Ayuntamiento de Córdoba), lo califica como “un vencido de la vida”.
Esa falta de reconocimiento se justificaría, en opinión de Barrera, autor igualmente de la monografía
De esa derrota, por cierto, dejó Pablo Neruda un rotundo testimonio en sus memorias, Confieso que he vivido, cuando narra la amistad del poeta con un tabernero inglés. Cuenta el chileno que todas las noches los dos hablaban, cada uno en su idioma sin entender una palabra, de sus problemas. Garfias le contaba “con imprecaciones muy andaluzas” la guerra de España; el propietario del bar, “probablemente la historia de su mujer que lo abandonó, probablemente las hazañas de sus hijos cuyos retratos de uniforme militar adornaban la chimenea”. “Cuando Garfias partió para México se despidieron bebiendo y hablando, abrazándose y llorando. La emoción que los unía tan profundamente era la separación de sus soledades”, añade el autor de Canto general.
Justo en esa trashumancia ensanchó su obra en un libro que es a la vez testimonio y lugar sin lugar: Primavera en Eaton Hastings, el más relevante de todo el exilio español según Dámaso Alonso. Escrito en pocos días, como en una revelación, todavía en suelo británico, entre abril y mayo de 1939, se trata del “más sincero documento notarial de confesión sobre el destierro”, afirma Miguel Polaino-Orts en el estudio que acompaña su última edición (Point de Lunettes, 2018). “Su reflexión al hilo del paisaje y de las emociones –puntualiza Barrera en la antología Alas de Sur (Renacimiento)– encierra una nueva medida del sufrimiento humano, una alegoría del dolor de vivir”.
Luego, en México, Garfias arrastró una vida inestable, sostenido por los ingresos provenientes de sus actividades literarias y, sobre todo, por la generosidad de los amigos. Así lo ha evocado uno de ellos, el catedrático y diplomático Santiago Roel: “Monterrey era su centro de operaciones. Allí vivía por temporadas. Después –como aedo errante–, desaparecía, deambulaba por el ágora de la república mexicana, iba a Guadalajara, Puebla, Mérida, Torreón, Sonora… dictaba conferencias, hacía amigos, bebía vino, discutía sus tesis literarias, filosofaba, provocaba la admiración de jóvenes y viejos; hombres y mujeres que lo conocían se prendaban de su infantil ternura”.
Pedro Garfias (derecha), con Alfredo Gracia Vicente, en julio de 1967, en una imagen localizada por Moreno Gómez
En esos años, el escritor hizo de la poesía la única energía realmente sostenible de su vida. Amplificó su lírica de compromiso civil en Elegía a la presa de Dnieprostroi y otros poemas (1943), un canto a la solidaridad con el pueblo ruso frente a la invasión nazi, y se internó en la estética existencial en sus últimas entregas: De soledad y otros pesares (1948), Viejos y nuevos poemas (1951) y Río de aguas amargas (1953). Su poesía se trastoca en estos libros en clásica, meditativa y barroca con temas como el olvido, la soledad y la sombra inútil de la existencia: “Oye a Dios llorando hombres / oye al hombre andando a tientas… / Que el llanto, si corre largo, / suena”.
La muerte le llegó a Garfias envejecido, agujereado por el alcohol, agotado de soledad. Aun así alcanzaría cierta gloria póstuma gracias a algunas composiciones artísticas y literarias. Max Aub incluyó al poeta en la sexta y última entrega de ‘El laberinto mágico’, Campo de los almendros (1968), dedicada al final de la Guerra Civil. Roberto Bolaño lo situó en su novela Amuleto (1999), donde literaturiza a Garfias y a León Felipe, otro símbolo del exilio literario hispano: “Don Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué melancólico, (…) me miraba con ojos como de lago al atardecer”. Finalmente, el cantautor Víctor Manuel puso música a Asturias, una de las composiciones incluidas en el libro Poesías de la guerra española.
En las últimas décadas, la obra de Pedro Garfias se ha puesto en circulación en varias antologías y hasta en tres ediciones de sus poesías completas (1985, 1989 y 1993), aunque Juan Manuel Bonet advierte en la recopilación de poesía ultraísta Las cosas se han roto (Fundación José Manuel Lara) que “ninguna de ellas [es] demasiado rigurosa”. En ese mismo volumen, que proponía una expedición por la primera vanguardia hispánica, el crítico y escritor afirma con rotundidad: “Indudablemente Garfias es el más lírico del grupo ultraísta, aquel en el cual la poesía fluye de un modo más natural”.
También, en fechas recientes, el poeta y editor de Hiperión, Jesús Munárriz, aseguraba que “siendo Garfias, como es, un poeta muy valioso, tampoco debemos extrañarnos de que muchos no lo conozcan”. Y añadía: “Todo poeta es irrepetible y su aportación al patrimonio común ocupa un lugar propio e insustituible. A Garfias no se le incluye en el Grupo del 27 aunque nació en 1901, pero eso no afecta a su poesía. Primavera en Eaton Hastings es tal vez el mejor libro de poemas del exilio. El firmamento de la poesía española del siglo pasado es amplio y hermoso, y en él titilan muchos astros con voz propia. Garfias es uno de ellos. Leámoslo. Quien lee a Pedro Garfias no lo olvida”.
Seguro que es así porque en su escritura es difícil hallar un gramo de vanidad por hazaña alguna. Tampoco un llanto de más. Si acaso una voz de quien miró el mundo y su propia condición con la óptica de un desplazado, de un sin tierra que nunca renunció a la eterna novedad del mundo. Sus versos tienen que ver con la idea de que la escritura también es un recurso político igual que literario. Pero no para hacer soflama, sino para no perder la señal, ni bajar la guardia, ni descuidar su luz de alerta. “Debió ser un hombre fatigado / de tanto buscar luz entre la noche oscura”, escribió tras ver una noche su rostro en el espejo.