Gimferrer y el mandarinato 'pompier'
Eloi Grasset publica un luminoso ensayo sobre el viaje del poeta barcelonés desde la vanguardia hasta la institucionalización, bajo el ‘pujolismo’, de la cultura catalana
29 enero, 2021 00:10Un mandarín es lo más parecido que existe a un cura. Un tipo que ejerce la intermediación entre el Cielo (de la cultura) y la Tierra y cuyo ministerio, además de la adoración permanente a los misterios respectivos, consiste en establecer jerarquías, a menudo binarias, entre la ortodoxia y su contrario, esa heterodoxia que aspira a sustituir a su antónimo. Por supuesto, para ejercer tan trascendente sacerdocio es necesario tener mucha fe o, en su defecto, saber fingirla. Igual que la historia de la cristiandad está llena de pastores sin creencias, hábiles actores en el teatro del ritual, la estirpe cultural ha creado figuras a las que puede importarles muchísimo el arte pero que, sin renunciar a las obligaciones de la estética, ambicionan también la administración del capital cultural que identifica a muchas sociedades.
Es el caso de Pere Gimferrer (Barcelona, 1945), probablemente uno de los mejores poetas en español y catalán del pasado siglo, académico de número y activista cultural tan silente como influyente. Gimferrer es una síntesis prodigiosa del artista cachorro que, guiado por una determinada lectura de la tradición, termina convirtiéndose, no sin cabalgar con sus propias contradicciones, en un referente intelectual. Y, por tanto, siendo cortejado por aquellos que entienden la cultura y la identidad como una única cosa, en lugar de como las dos caras de una misma moneda.
El poeta Pere Gimferrer, en Sevilla / @JMSANCHEZPHOTO
Sobre esta doble condición del poeta más moderno de nuestros modernos, actor principal en el espejismo que hizo pensar a buena parte de España, hasta el procés, que existía un factor diferencial en la cultura catalana que la vacunaba contra el provincialismo y las odas de aldea, trata el ensayo literario que Eloi Grasset, profesor de la Universidad de Santa Bárbara (California), ha escrito sobre Gimferrer (y sus extensiones políticas) para la editorial Renacimiento.
La trama mortal es un libro luminoso, sólido, excelentemente documentado y mejor escrito. Desde un enfoque literario, establece un retrato coral de la cultura catalana –ese paisaje con inquietantes figuras– que, lejos de limitarse a un tiempo histórico concreto, el situado entre inicios de los sesenta y mediados de los ochenta, condensa una descripción duradera de la instrumentalización del hecho cultural consumada en la etapa del pujolismo, obsesionado con crear “una conciencia nacional” a costa de prescindir de la cuestión social y practicar la manipulación ideológica. Por supuesto, no es el único libro sobre esta materia, objeto de intenso debate desde hace mucho tiempo, pero tiene la inmensa virtud –y el acierto– de exponer su tesis a través de la evolución de un personaje capital.
Gimferrer es un arquetipo literario construido con elementos tan rotundos como engañosos, pues todo lo que un escritor inteligente –y él lo es– muestra no tiene necesariamente que ser fiel a la verdad. Un poeta, en el fondo, sólo es la voz de una máscara, aunque su disfraz tenga como origen un rostro terrestre. Grasset ha seleccionado un arco temporal muy concreto para su relato sobre la Cataluña oficial que abarca desde el tardofranquismo hasta la Transición. Un periodo que va desde las críticas cinematográficas que un jovencísimo e impertinente Gimferrer publicaba en el diario local Tarrasa Información hasta las solemnes columnas del Dietari que el poeta, que había dejado de llamarse Pedro para convertirse en Pere, emulando al Xènius de Eugenio d’Ors, escribe en El Correo Catalán, el periódico católico y carlista que Jordi Pujol adquirió en 1974 como órgano de expresión personal y que, ocho años más tarde, dejaría en la ruina y conduciría a la extinción.
Entre ambos momentos, Grasset expone el itinerario del viaje que llevaría a Gimferrer desde la irrelevancia de los diletantes –erudita y salvaje– a la Academia Española de la Lengua, ocupando el sillón de Vicente Aleixandre. En esos veinte años sucede todo: la evolución poética de un escritor especialmente dotado, el cuadro histórico de un tiempo y un país –para algunos, dos–, el retrato de una sociedad frustrada, una red de influencias y encuentros que explican nuestro presente y una galería de nombres –Octavio Paz, Gil de Biedma, Castellet, Vázquez Montalbán, Gabriel Ferrater o Antoni Tàpies– que son las islas de un archipiélago cuyas costas todavía no han sido delimitadas por completo. La geografía Gimferrer.
Entre ambos momentos, Grasset expone el itinerario del viaje que llevaría a Gimferrer desde la irrelevancia de los diletantes –erudita y salvaje– a la
Grasset transita este territorio con un distanciamiento ejemplar. Reconstruye un contexto que el curso del tiempo ha desdibujado, o resulta ya imposible de entender para quienes no vivieron estos años amarillos, y explica cómo se han ido armando los relatos oficiales de la literatura española y catalana. Ambas convergen en Gimferrer, que, desde su irrupción en lo que antaño se llamó la vida cultural, se propone rescatar la literatura española de la ruptura causada por la Guerra Civil, que la alejó de la modernidad (idealizada) de los años veinte y treinta, y que, posteriormente, decide extender esta utopía al caso de las letras catalanas.
Grasset transita este territorio con un
El tránsito entre ambas quimeras cristaliza con la decisión del poeta barcelonés de dejar de escribir en castellano, donde había deslumbrado con poemarios asombrosos, como Arde el mar y La muerte en Beverly Hills, dos fogonazos en un paisaje gris dominado por el realismo social, para comenzar a hacerlo en su lengua materna. Los motivos del cambio de idioma de Gimferrer, cuya primera evidencia es el poemario Els miralls, experiencia similar a la que años después ha protagonizado Joan Margarit, son personales, pero se prestan también a una interpretación política que, pudiendo ser en su génesis involuntaria, sin duda alguna acabó teniendo sentido comunal, público y, al cabo, institucional.
La ambición discreta de Gimferrer, en realidad, fue colosal desde el principio. Su poesía en español quería devolver a la literatura escrita en castellano la vida perdida después del ocaso de las vanguardias mediante la reivindiación del Rubén Darío más temprano. En el espacio cultural catalán, en cambio, suponía una suerte de refundación sobre bases distintas. Grasset describe críticamente este proceso, donde Gimferrer actúa simultáneamente como poeta novísimo y agente cultural, en su condición de director editorial de Seix Barral, sin perder de vista sus implicaciones simbólicas. De esta forma, arroja luz sobre las sombras de una política cultural –la pujolista– que siempre tuvo más de lo primero que de lo segundo, y que, al encontrarse a Gimferrer en su camino, no dudó en acercarle a su molino. Con éxito.
La trama mortal glosa esa cohabitación entre un poeta que construye su propio retrato y la Cataluña oficial que decide manipular la identidad –ese atributo personal– para destilar un discurso identitario, excluyente e interesado. En este sentido, resulta admirable la clarividencia de Grasset, para quien la quimera regresiva del Gimferrer elitista deja fuera del campo de visión las manifestaciones culturales populares y la herencia –mestiza– de la emigración, factores sin los que es imposible entender la realidad de la Cataluña auténtica.
Este estrecho criterio de selección, que pretendía salvar la contradicción que supone querer alumbrar una tradición moderna sobre la herencia de un pasado inventado, contaminado por la obstinación confesional de la religión, quizás explique el fracaso del proyecto cultural nacionalista, que no entendió que en los años ochenta las fronteras entre la cultura burguesa y la callejera ya se habían difuminado y que, al institucionalizarse y pretender establecer un canon imposible, destruye el núcleo mismo del ejercicio intelectual –la crítica– para reemplazarlo por un arte subvencionado cuya misión consiste en fer pais, evitando reconocer al que ya existe.
Este estrecho criterio de selección, que pretendía salvar la contradicción que supone querer alumbrar
Grasset, cosa nada fácil en estos tiempos tan polarizados, escribe su libro desde un terreno neutral, que es lo contrario de la equidistancia interesada, tan común entre cierta troupe cultural barcelonesa. Además, distingue con un noble sentido de la justicia los indudables méritos literarios del Gimferrer escritor –el fragmento del artículo que cierra el libro, publicado por el poeta en el diario Abc, es un buen ejemplo de su calidad de página– de su contribución (voluntaria o pasiva) a la operación de ingeniería cultural del pujolismo, que niega la libertad de pensamiento, igual que falsifica la historia, para reemplazarla por un relato dogmático, esencialista e imaginario.
El acto más representativo de esta colaboración entre un Gimferrer que aspira, en un contexto diferente a los años veinte, a continuar siendo vanguardista, pero cuyos referentes literarios –Brossa, J.V. Foix– representan el pretérito, y un nacionalismo para el que la cultura es un instrumento sentimental tiene su gran momento escénico cuando Tàpies recibe el premio de cultura de la Generalitat glosado por un Gimferrer que es el autor de Tàpies i l’esperit català, ante un Pujol para el que la libertad artística se reduce al asentimiento partidario.
El gran misterio que nos desvela el libro de Grasset es cómo el eterno provocador de las letras españolas, admirador de Rimbaud, devoto de Saint-John Perse, el autor de Fortuny, novela decadente y fragmentaria sobre un mundo en descomposición, termina convertido en custodio de una tradición ficticia que equipara la identidad con la lengua, cuestiona cualquier vanguardia que no haya sido objeto de un reglamento previo y reduce la cultura a un mandarinato pompier.