Letras alcohólicas
Un ensayo analiza la compleja y conflictiva relación de los escritores con la bebida, utilizada como trampolín creativo, vía de escape y, a veces, con finalidad autodestructiva
19 enero, 2018 00:00Raymond Carver bebía a jornada completa como única ocupación durante largas temporadas. John Berryman siguió una estricta dieta de un litro de whisky al día para escribir Canciones del sueño. “Con una copa crezco, con dos me agiganto y con tres me hago infinito”, decía de sí mismo William Faulkner. Hemingway llegó a tomarse en La Habana dieciséis daiquiris de golpe, una proeza sólo superada por la abusiva ingesta de alcohol que llevó a la tumba a Dylan Thomas. “He bebido dieciocho whiskys seguidos. Creo que es un buen récord”, dijo a su mujer al borde de la muerte.
El genio literario está, a veces, en el interior de una botella. Lo creía así Charles Baudelaire, quien llegó a proclamar: “Hay que estar siempre borracho. Ése es el secreto, la única cuestión. Para no sentir la horrible carga del tiempo que rompe vuestras espaldas y las inclina hacia la tierra, es preciso emborracharse sin tregua”. Tras él, lo hicieron Verlaine y Rimbaud, quizás el más exaltado: “El poeta debe hacerse vidente con un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos... que deben ser despertados. ¡Drogas, perfumes, los venenos tomados por la Sibila!”.
Fauna marginal y genios
El ensayo Alcohol y literatura (Menoscuarto, 2017) de Javier Barreiro vuelve ahora, a través de abundantes citas, anécdotas y excesos, la compleja y conflictiva relación de los escritores con la bebida, desde la Grecia clásica a los actuales bestsellers. “Beber ilumina y embrutece. Hace más humano y más salvaje. Como tantas cosas, es pura contradicción: sienta bien y mal, alegra y entristece, proporciona tono y lo apaga, estimula la creación y es capaz de abolirla para siempre”, se apunta en un estudio de claro interés divulgativo.
Abundan en estas páginas los escritores de vida torturada, por lo general marcados a fuego por una infancia triste, desvaída, cuando no directamente brutal. Pero también están los que se arrojan a la botella como reacción a ciertos conflictos sobre su sexualidad, como rechazo a sus orígenes o como desprecio de sí mismos. Pero acaso el punto más inquietante de la relación entre los escritores y el alcohol es que no todos logran brillar estando sobrios. Por ejemplo, Francis Scott Fitzgerald decía que, sin ayuda, los relatos que le salían eran “estúpidos”.
Truman Capote, fotografiado hacia 1959 por Roger Higgins / LIBRARY OF CONGRESS
En las filas de los alcohófilos hay malditos, olvidados, heterodoxos y toda clase de fauna marginal, pero también los considerados genios de las letras universales, entre ellos muchos premios Nobel. Así, el libro arranca con la delirante anécdota protagonizada por el noruego Knut Hamsun, galardonado por la Academia sueca en 1920. Al parecer, el novelista se presentó en la ceremonia de entrega tan borracho que, entre otras groserías, se atrevió a golpear el corsé de la escritora Selma Lagërlof y, tras un fuerte eructo, gritar: “Lo sabía, suena igual que una campana”.
Poe, "bebedor literario por antonomasia"
En su guía etílica, Barreiro establece una tipología de escritores alcoholizados. Así, estarían los llevados por el delirio y el afán autodestructor, donde sobresale Malcolm Lowry, autor de la novela Bajo el volcán (1947), calificada como “el monumento alcohólico más famoso del siglo XX”. Otros tendrían una relación con el alcohol compulsiva, como Menéndez Pelayo. “Se emborrachó un día estando en Bélgica estudiando a los veinte años y no dejó la borrachera hasta el momento de morir a los sesenta y tantos”, dijo el pintor Luis Quintanilla sobre el autor de Historia de los heterodoxos españoles.
Habría también un alcoholismo literario propiciado, en cierta manera, por la timidez y la incapacidad de enfrentarse a un mundo práctico, en el que militarían Raymond Chandler, Juan Carlos Onetti y Alfredo Bryce Echenique, entre otros. Finalmente, estarían quienes acceden a la bebida con cierta actitud de bon vivant, solazándose en modos esnobistas, minoritarios y aristocráticos, aunque sea una aristocracia de la inteligencia. Juan Benet, Truman Capote y Norman Mailer, que habla de las “lúcidas sensaciones del borracho”, formarían parte de esta alineación.
Con todo, Barreiro considera a Edgar Allan Poe como “el bebedor literario por antonomasia”, puesto que, en su caso, la ebriedad era “un método de trabajo”, una fórmula para alcanzar “estados visionarios”. No obstante, el estudio va más allá de los ejemplos previsibles y advierte que “también grandes hombres conocidos por su equilibrio, como Goethe, bebían”. Y no precisamente poco, se apunta en el ensayo: “Entre una y dos botellas al día, pero sin intención de emborracharse, sino como una actividad cotidiana más, como tomar el fresco o cepillarse los dientes”.
Una lista interminable
Otros intelectuales alejados aparentemente de las coordenadas etílicas aparecen en el libro como verdaderos amigos de la botella. Es el caso de Dámaso Alonso, retratado con “una trompa imponente” insultando en una tasca madrileña a un falangista armado, o de Manuel Machado, quien, tras forjar una sincera amistad con el nicaragüense Rubén Darío, arremetería contra la bebida en el poema titulado Alcohol: “Claro nombre, mortal como el pecado / y la herida del corazón. / Agua de perdición. / Nombre del demonio. / Delicia insana. / Mal placer... / ¡Alcohol! / Mentira, química, muerte”.
Juan Carlos Onetti, fotografiado en 1993 en Madrid por su esposa Dolly Onetti / CASA DE AMÉRICA
Según enumera el estudio Alcohol y literatura, Leopoldo Panero, Pedro Garfias, Manuel Halcón, Alfonso Grosso, Fernando Quiñones y Caballero Bonald serían otros nombres de la tripulación beoda de la literatura española de la mitad del siglo XX, que tuvo sus vidas ejemplares en Barcelona. “Todos cultivaron allí la afición con alegría y casi siempre con buen estilo, aunque algunos como Gabriel Ferrater --a quien habría que otorgársele el primer premio en la afición-- se desmandasen más de la cuenta”, apunta Barreiro, quien añade a Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y Ana María Matute.
Por último, entre los autores hispanoamericanos analizados estarían Pablo Neruda, con sus correrías alcohólicas junto a Jorge Edwards en la embajada chilena en París; Juan Carlos Onetti, que recibía a sus visitas en la cama, alrededor de un suelo lleno de botellas; José Donoso, fallecido por una hepatitis cirrótica; Juan Rulfo, quien terminaría con su adicción con un consumo constante de Coca-Cola, y Guillermo Cabrera Infante, que una vez le espetó al poeta peruano Antonio Cisneros: “¿Sabes, chico, qué es peor que un alcohólico? Una persona que ha dejado de beber en contra de su voluntad”.