Muros de Troya, playas de Ítaca
Siruela traduce el extraordinario ensayo que la helenista Jaqueline de Romilly dedicó a Homero y a las dos grandes epopeyas de la Antigua Grecia, donde se condensan todas las facetas de lo humano
2 septiembre, 2022 22:30El error más común en el que incurre un lector medio –escribe el británico Terry Eagleton– consiste en prestar atención a lo que dice un autor (literario) sin reparar en exceso en cómo ha decidido decirlo. La mayor confusión que se asocia a la crítica literaria, ese viejo arte crepuscular que hace tiempo degeneró en el reseñismo de ocasión, es tratar de explicar un libro por el procedimiento (escolar) de glosarlo. En ambos casos, todo el mundo pondera el qué, pero casi nadie –salvo muy pocos– se fija en el cómo. Tiene explicación: los reseñistas carecen espacio y ganas. Los académicos disimulan sus escasos conocimientos de retórica con la muleta de la historia. Los editores, tras externalizar el corazón de su negocio –la selección de manuscritos–, salvo honrosísimas excepciones, se coronan a sí mismos como los artistas del negocio en perjuicio de quienes menos reciben y más dan: los autores.
A los huerfános de afecto quizás les compense –en términos psicológicos– la efímera exposición pública que implica publicar en determinados sellos, pero es más rentable, si lo que buscan son amigos, que se compren un perro a oír a un mercader recitar el mantra habitual: “La obra de arte de un editor es su catálogo”. No es que no pueda ser cierto en ciertos casos. Bastante pocos. Es que esos catálogos no serían lo que son sin los escritores. La literatura se hace con palabras. Y los libros son más que pretextos para posibles contratos de cesión de derechos para adaptaciones cinematográficas o series dirigidas por algoritmos.
Es evidente que deben existir libros para todos los gustos –los sencillos y los complejos–, pero el paradigma dominante en el ámbito editorial –que este octubre celebra su misa ritual en la gran tómbola de la Feria de Frankfurt, donde industriales que no leen pujarán por autores que no conocen– tiende a decirnos que los libros, los autores y las historias importan por sus temas, no por cómo los aborden. La lectura, el único acto íntimo e intelectual que cambia el mundo, ha quedado relegado a una esquina del cuadro. Lo que importa es la imagen: la biografía, la posición ideológica o la sanción editorial de un autor convertido en marca personal. Nadie le pregunta a los lectores sin han entendido –y cómo interpretan– los libros que leen. Sólo parece relevante si les gustan lo suficiente como para pagar por ellos.
Por eso se agradece tanto que editoriales como Siruela acojan dentro de su programación libros como el que Jacqueline de Romilly (1913-2010) escribió sobre Homero y las dos grandes epopeyas de la Antigua Grecia, la Ilíada y la Odisea. Este ensayo de la gran helenista francesa es una joya intelectual que proyecta una luz insólita sobre estas dos venerables creaciones. Una luminosidad que nace del verdadero conocimiento y el estudio y que persigue eso, tan anómalo en nuestros días, que consiste en explicar a cualquiera cómo debe leerse literatura.
Las epopeyas de Homero, al margen de su condición fundacional (con ellas nació la poesía, que no se llamó literatura hasta siglos después), son dos libros absolutamente modernos y actuales que contienen todos los matices, complejidades, sombras y brillos sobre la condición humana. Frente a lo que suelen creer los diletantes, aquellos que se guían por tendencias, son accesibles para un lector contemporáneo porque –lo explica muy bien De Romilly– su fortaleza deriva de su esencialidad, de su desnudez, de la capacidad que tuvo Homero (fuera quien fuera) para decir más con menos, sacrificando lo accesorio para alcanzar lo permanente. De Romilly, primera mujer que impartió docencia en el Collège de Francia y la segunda, tras Yourcenar, en pertenecer a la Académie Française, dedicó su vida a analizar la obra de los genios clásicos, impulsada por el deslumbramiento que sintió en su infancia cuando su madre le regaló la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídices.
No tuvo una vida fácil: sufrió el nazismo –por su ascendencia judía– en la Francia de Vichy y, al final de su vida, terminaría perdiendo la vista, pero ninguno de estos padecimientos se percibe ni nubla su gran legado como crítica literaria, dedicada a transmitir al lector la vigencia de los infalibles. Murallas de Troya, playas de Ítaca, que es el sugestivo nombre que Siruela, o quizás la traductora, Susana Prieto Mori, ha dado en español al delicioso estudio que De Romilly publicó en 1985 con el título de Homère, es un ejemplo de las virtudes de la mejor interpretación literaria por su mirada sobre la cultura griega y por su lenguaje.
Como acostumbra a ocurrir con los ensayos escritos por sabios, lo primero que asombra es su extraordinaria capacidad de síntesis, su sencillez. Su accesibilidad no exenta de rigor. Junto a estas cosas, están sus argumentos. La helenista evita la erudición –que es un instrumento, no un fin– y nos hace viajar al universo perdido (y sin embargo tan presente) de la guerra de Troya y el regreso de Ulises a su patria. En ambos relatos, destilación de narrativas orales previas, los héroes se nos muestran profundamente humanos. En su expresividad brilla una extraña efectividad. Lo mismo sucede con el libro de De Romilly: todo parece natural y claro y, al mismo tiempo, posee un grado de condensación (en este caso cultural) admirable.
Eso es el humanismo: una disciplina que investiga lo que somos y cómo somos. El análisis de De Romilly sobre Homero cuenta la génesis de sus poemas y profundiza en la manera en la que un lector contemporáneo debería leerlos o releerlos. De partida, destierra algunos lugares comunes. La Ilíada no es una crónica de la guerra de Troya. Es la evocación de un acto de cólera humana que causa calamidades, heroísmos, ternura y alumbra miedos y esperanzas. Homero lo compuso cuatro siglos después de los hechos míticos, usando los materiales de la tradición de los aedos. La materia no es original; sí lo es, en cambio, el tratamiento. Y es este factor, mucho más que otras circunstancias, lo que mantiene vivo su sentido y conquista la perdurabilidad de sus versos en hexámetros y sus cantos (mayores y menores).
De Romilly recoge, sin enredarse en controversias, las distintas escuelas de interpretación de ambas epopeyas, que han indagado en las variaciones, añadidos y alteraciones del supuesto texto original. Una tarea que es como la búsqueda del unicornio: en la literatura antigua, muchos siglos antes de la milonga posmoderna de la intertextualidad, ni la noción de autoría ni la originalidad eran valores absolutos. Homero compone sus gestas, donde altera sus descripciones con la voz de sus héroes, a partir del recuerdo y la evocación. Con voluntad de embellecimiento. Habla de un mundo perdido en el momento mismo de enunciarlo. Su forma de resucitarlo a través de las palabras es lo que alumbró el arte literario.
El estilo homérico, a menudo confundido con las convenciones métricas y las fórmulas de dicción, se sustenta en la hábil combinación de todos estos instrumentos, pero los trasciende por haber logrado fijar una mirada terrestre sobre lo heroico que está vinculada con lo que después hemos llamado la modernidad. Los retratos de Ulises y Aquiles –escribe De Romilly– son consecuencia de un largo pulimiento (oral) que se dilata en el tiempo y que cristaliza cuando se convierten en narraciones escritas. Ambos poemas son el final de una forma de cultura y el principio de otra. El tránsito desde los cuentos ancestrales a la fábula artística.
Homero pues no descubre a sus oyentes la historia de los aqueos en Asia menor. Lo que hace es sumergirnos en los efectos trágicos de los sentimientos universales mediante la hibridación inteligente de hechos episódicos, espacios y lugares dispares. Crea una estructura narrativa nueva, unitaria sin dejar de ser plural, ordenada dramáticamente, con momentos de intensidad asimétrica y personajes que se reconocen entre sí. Antes de Homero existía, sin duda, la historia. Después de él, lo que surge como arte de la composición y prodigio del estilo es la poesía. La narración sobre seres concretos que todavía son nuestros semejantes.
La Odisea, el primer relato de la literatura de viajes, acaso sea la obra más compleja de las homéricas, al ser una epopeya que, en cierto sentido, anticipa el crepúsculo de lo heroico. Ulises vuelve a su patria como un mendigo que fue rey, invirtiendo los términos del King Lear de Shakespeare, que es la historia de un viejo monarca que se transforma en mendigo. Otra de las grandes enseñanzas De Romilly es que Homero nunca hubiera podido escribir estos dos poemas sin el pasado, desde la misma manera que en el presente, so riesgo de caer en la banalidad, no puede escribirse sin considerar, para alterarlo o refutarlo, es es accesorio, el pretérito. “La lengua homérica” –explica la helenista– “es una lengua aparte, hecha para la epopeya”. Esta constatación desvela la materia misma de la poesía: la literatura es un artificio artístico. Si el artefacto verbal no funciona, el asunto sobre el que se escriba, a efectos de valoración estética, se torna absolutamente prescindible.
Los libros ejemplares no lo son porque traten determinados asuntos. Lo son por hacerlo de una forma singular, diferente, imprevista. Por eso una de las partes del ensayo de De Romilly más deslumbrantes es la que aborda las formas de composición de la Ilíada y la Odisea, la manera en la que en estas obras dosifican el tiempo y la acción guía sus tramas en demérito de la indagación psicológica de los personajes, que es un rasgo moderno. Homero escribe sobre héroes y dioses que para él son lejanos en el tiempo, diríase que irreales. Es gracias a la confrontación con su presente, y con el nuestro, la manera con la que fabrica la pócima que los hace inmortales. No es lo que cuentan. Es lo que son: nuestros antecedentes.
“En los poemas de Homero todo se ve, todo se oye, todo se toca. La batalla está presente con su estrépito, el choque de las armas, el polvo, y también las exclamaciones de triunfo. Cada golpe es preciso, realista, casi técnico: se ve el arma que hiere, el cuerpo que cae. Y se oye el ruido sordo que hace al caer y, por contraste, se percibe constantemente la belleza de los objetos. Los actos se encadenan, rápidos e inmediatos. Y constatamos entonces que esta prerrogativa concedida a la acción está lejos de perjudicar a lo vívido de los personajes o a la riqueza de su psicología. (…) Sus sentimientos son simples y penetrantes: la cólera, la piedad, el placer y el dolor atroz. (…) En definitiva, son humanos, pero nunca son cobardes, embusteros o vanidosos por naturaleza, como los retratará la tragedia”.
Capacidad emocional. Poder de sugerencia. Alta poesía en versos estrictamente clásicos. Homero es mejor que cualquier guionista de series de televisión. Quien lo leyó, lo sabe