Barbara Baraldi ha encandilado a los lectores en Italia y llega ahora a España. La protagonista de una saga de cuatro novelas, la policía Aurora Scalviati, es atrevida, lista, va más allá de lo que se puede percibir en un primer momento. De fondo, aparece la Italia de los 'años de plomo'. El mismo padre de la joven policía fue un juez asesinado por investigar más de la cuenta. La acción transcurre en la región de Emilia, con una bruma siempre presente. Baraldi (Mirandola, Emilia-Romaña, 1975) es la escritora punk que escandaliza.
En castellano se acaba de publicar la primera entrega, Aurora en la oscuridad (Malpaso), con traducción de Manuel Manzano. La obra –la editorial publicará toda la saga-- refleja toda la potencia de un thriller, la barbarie condensada en un asesino en serie, que la joven policía investiga gracias a su enorme talento para establecer perfiles de seres capaces de hacer el mal, a pesar de que ella misma sufre un problema complicado. Letra Global publica aquí el prólogo y los dos primeros capítulos.
PRÓLOGO
Hay historias que hablan de lugares embrujados, de casas donde el mal se arraigó por las tragedias que allí ocurrieron, de espacios que fueron inspiración de ese mal. Los cuentos populares hablan de ruidos inexplicables procedentes de casas deshabitadas, de voces etéreas y gemidos arrastrados por el viento. La casa Ranuzzi era uno de esos lugares. Estaba ubicada en las afueras, rodeada por un pequeño patio, con un frondoso granado en la parte de atrás. Sin embargo, durante mucho tiempo no hubo nadie que recogiera sus frutos.
La casa Ranuzzi llevaba deshabitada más de veinte años. Los habitantes del pueblo se mantenían alejados, y muchos habían preferido olvidar la historia de su dueño.
Sin embargo, a diferencia de lo que se dice sobre las casas embrujadas, ningún ruido provenía del interior de la casa Ranuzzi. Había un silencio constante y ensordecedor. Y algunas noches la niebla era lo bastante densa como para engullir la casa. Como si nunca hubiera existido.
Se dice que un hecho de violencia extrema deja huellas imborrables en los lugares donde se produjo. Los fantasmas de la casa Ranuzzi estaban escritos en las paredes de las habitaciones. Palabras que gritaban obsesiones. Palabras que poblaban las pesadillas de los pocos que no habían logrado olvidar la historia del Lobo Feroz. El monstruo que había descuartizado con un hacha a una familia entera, la encarnación del mal mismo, que llegó a la ciudad desde quién sabe dónde como un ángel de la muerte.
En algunos lugares, el mal acecha como un invitado no deseado.
Como un depredador silencioso.
Como la araña que teje una red, durante más de veinte años el mal que acecha en la casa Ranuzzi ha estado esperando a su presa.
Hasta hoy.
1
Tres meses antes del Despertar
El automóvil avanzó despacio por el camino que conducía a la villa. Se detuvo junto a un todoterreno negro, el único vehículo que había en la pequeña plaza. La joven miró a su alrededor durante unos segundos, luego se recolocó un mechón detrás de la oreja, revelando una larga cicatriz a un lado de la sien.
Estaba en un lugar aislado, pero eso no era lo que la inquietaba. Agarró el sobre acolchado del asiento del pasajero y solo entonces se dio cuenta de que le temblaban las manos. Tenía el corazón desbocado y la sensación de que los latidos eran irregulares.
La chica de la cicatriz sintió un ligero hormigueo en la frente, se la tocó temiendo que fueran insectos. Se los imaginó pululando por su rostro, colándose en los ojos y oídos, abriéndose camino a través de la boca e invadiendo la garganta. Se palpó con cuidado, pero no eran más que pequeñas gotas de sudor frío.
Respiró hondo varias veces, inhaló todo el aire que pudo, pero su corazón parecía seguir acelerado. Sabía lo que vendría. Había sentido esa opresión innumerables veces. Era la sensación que precedía a un ataque de pánico.
La joven estuvo tentada de volver a encender el motor y alejarse. Agarró el sobre del asiento un par de veces, después se congeló, se echó hacia atrás y golpeó el volante con el puño.
No, no se dejaría abrumar. Esta vez se defendería.
Con manos temblorosas, se sacó del interior de la blusa el colgante que llevaba alrededor del cuello. Era un pastillero plateado. Lo abrió sacó una pequeña tableta blanca, se la metió en la boca y se la tragó con dificultad. Cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados. De alguna manera, logró controlar la respiración. Esperó un par de minutos, y por fin decidió salir del coche.
Llegó a la puerta principal, evitando pisar los charcos dejados por el aguacero reciente. Se restregó las botas por el felpudo varias veces para quitar el barro de las suelas. Presionó el botón del intercomunicador y esperó. Miró la pequeña cámara montada en el dispositivo, hasta que una voz masculina la invitó a pasar.
La chica de la cicatriz se encontró en una pequeña sala de espera con las paredes desconchadas y una hilera de sillas contra una pared. Frente a ella una puerta cerrada, pintada de verde.
—¿Profesor Mascarelli? —llamó.
Al no recibir respuesta, agarró el pomo y abrió la puerta. Entró en una gran sala cuadrada con suelo de madera y altos estantes repletos de libros. Un gran ventanal panorámico permitía admirar la frondosa vegetación del bosque que rodeaba la villa. Había un escritorio en el centro de la habitación, encima de una alfombra de aspecto polvoriento.
Un hombre fornido entró por la puerta corrediza a un lado de la habitación. Tenía sesenta y tantos años, cabello ralo y ojos tan saltones que le daban la apariencia de un gran anfibio.
Llevaba una camisa a cuadros y un par de vaqueros holgados y andrajosos.
—Usted debe de ser Aurora Scalviati —dijo con una sonrisa algo satisfecha—. Perdón por la espera, pero por lo general, las personas con las que trato no están ansiosas por conocerme.
—Pensé que por teléfono ya se lo había dejado claro. Nunca debe llamarme por mi nombre —lo corrigió.
Pensativo, el hombre se acarició la barbilla.
—Ya. Lo olvidé —murmuró y luego se aclaró la garganta, obligándose a sonar profesional, distante—. ¿Ha traído su historial médico?
La chica le entregó el sobre.
—Dentro también está la retribución que hemos pactado.
El hombre rebuscó en el sobre, revisó su contenido. Después de embolsarse el fajo de billetes, sacó un par de hojas impresas sujetas con un clip.
—¿Usted borró su nombre del historial? —preguntó asombrado.
—Creo que, después de todo, también es lo mejor para usted — admitió la chica—. Si algo saliera mal, no creo que quiera mi nombre vinculado al suyo.
—O tal vez sea al revés —añadió el hombre con un deje de ironía.
—Nadie debe saber que he estado aquí —continuó la chica, fingiendo confianza. Pero su mirada reveló un vago desconcierto difícil de disimular. Sus ojos, inquietos y con profundas ojeras, revisaron varias veces los rincones de la habitación.
—Está bastante pálida —presionó el hombre—. ¿Está segura de que está bien?
—Si estuviera bien no estaría aquí, ¿no cree?
El hombre murmuró algo para sí mismo, cogió un par de gafas de su escritorio y se las puso. Leyó el contenido de los papeles.
—Estuvo internada en una clínica especializada en el tratamiento de este tipo de dolencias —murmuró de nuevo—. Si los médicos no pudieron solucionar su problema, ¿qué le hace pensar que yo podré?
—Las terapias farmacológicas a las que me han sometido no han dado los resultados deseados. Y los médicos decidieron que recibir TEC era demasiado arriesgado.
—Terapia electroconvulsiva. Dicho así, suena mucho más tranquilizador que la palabra «electroshock», ¿no?
—Piensan que es demasiado peligroso debido a mi condición general.
—Resultó herida de bastante gravedad. ¿Puedo preguntar cómo sucedió?
—No quiero hablar de eso.
Siguió un largo momento de silencio, en el que el hombre asumió una postura defensiva.
—Es usted de la policía, ¿verdad?
—Es complicado —respondió la chica.
—¿Puedo preguntarle cómo consiguió mi nombre? —la instó. La chica encogió un hombro—. En mi posición, obtener cierta información no es tan difícil. —El hombre suspiró—. Supongo que ya conoce las posibles contraindicaciones del tratamiento. Le habrán hablado de las complicaciones cardiovasculares, las convulsiones, los dolores de cabeza insoportables y la posible pérdida de memoria.
—Perder la memoria sería el menor de los males —afirmó la chica con amargura.
El hombre abrió los brazos, como si se rindiera.
—Está bien —suspiró—. He preparado una habitación donde puede descansar después de que hayamos terminado con la primera sesión.
¿Hay alguien que pueda cuidarla?
La chica miró a su alrededor por unos momentos, desconcertada.
—¿Qu… qué quiere decir?
Por la reacción, el hombre se dio cuenta de lo inapropiada que era su pregunta. Estaba claro, solo había que verla. Esa chica era la persona más solitaria que había conocido.
—Incluso después de que los efectos de la anestesia hayan pasado, será incapaz de conducir —comentó—. ¿Cómo piensa llegar a casa?
—Sin anestesia —contestó ella.
—La dosis de metohexital es muy baja, así se garantiza una recuperación rápida después del tratamiento.
—Sin anestesia —repitió—. Necesito estar consciente todo el tiempo.
—Está bien —dijo el hombre sentándose en el escritorio—. Después de todo, muchos argumentan que las personas con depresión se sienten culpables y que la TEC satisface su necesidad de castigo.
De un cajón sacó un bloc de hojas impresas.
—Todavía me quedan algunas recetas de cuando ejercía. —Escribió tres, las arrancó del bloc y se las entregó a la chica. —Entre una sesión y otra podría haber un empeoramiento de su estado. Estos medicamentos la ayudarán a mantener sus ataques de ansiedad bajo control.
—Recetas falsas —comentó la chica.
—No creo que vaya a demandarme.
Cogió las recetas y se las metió en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Sígame, por favor. —La condujo a través de un pasillo poco iluminado con las paredes llenas de reproducciones de obras de arte renacentistas famosas. El suelo de madera crujía a cada paso—. ¿Sabía que los primeros experimentos se inspiraron en los procedimientos utilizados en un matadero de Roma en la década de 1930? Parece que aturdían a los cerdos con descargas eléctricas antes de sacrificarlos. Un gesto de misericordia hacia esas pobres bestias.
—No he venido hasta aquí para que me suelte una lección de historia, profesor.
—Por favor, olvídese de los títulos académicos —pidió el hombre—. No tienen ningún valor desde que me expulsaron del Colegio de Médicos.
Abrió la puerta de una consulta poco amueblada, con un botiquín contra una pared, al lado de una ventana cerrada. En el centro había una camilla, flanqueada por un portasueros y un carrito con un ordenador, el equipo eléctrico de la TEC y varios dispositivos médicos. Una máscara de oxígeno colgaba de una botella. La luz procedía de una bombilla desnuda que colgaba del techo.
—¿Se ha tomado algún medicamento antes de venir?
—No —mintió la chica, dejando la chaqueta en el perchero del pasillo.
Después de que ella se acostara en la camilla, el hombre le colocó la máscara de oxígeno en la cara y abrió la válvula dispensadora.
—Tendrá que respirar por aquí durante un par de minutos para oxigenar los tejidos.
Le apretó un torniquete alrededor del muslo derecho.
Le levantó la manga de la camisa y cogió una jeringa del carrito.
—¿Qué es eso? —preguntó alarmada. A través de la máscara, la voz sonó apagada.
—Succinilcolina —respondió—. Es un agente relajante. Sirve para interrumpir la actividad muscular y mitigar el efecto de las convulsiones.
—Un paralizador —señaló ella.
—No se preocupe, seguirá estando alerta en todo momento. El efecto de la succinilcolina desaparecerá en unos minutos. Las convulsiones durarán entre treinta y noventa segundos, y es necesario inyectársela para evitar que se le rompan las costillas o la columna. El torniquete es para aislar una parte del cuerpo y asegurarme de que no esté teniendo un ataque al corazón. —Hizo una pausa—. Antes de comenzar, como medida de precaución, le inyectaré una solución a base de oxígeno, ya que no podrá respirar por sí misma.
Después de aplicar ambas inyecciones, el hombre frotó las sienes de la chica con un hisopo de algodón y aplicó los electrodos. Le puso una mordaza de goma entre los dientes.
—Esto es para evitar que se rompa los dientes o se muerda la lengua. —Por fin, agarró la perilla de la máquina de la TEC—. ¿Está lista para comenzar?
La chica de la cicatriz parpadeó para afirmar. El hombre giró la perilla con decisión.
El cuerpo de la chica fue sacudido por violentos espasmos mientras su cerebro era atravesado por una descarga de 480 voltios. Puso los ojos en blanco. Fragmentos de recuerdos explotaron en su cabeza, destellos desconectados de otro tiempo y otro lugar.
Por un momento, ya no estuvo allí.
Pero volvamos al antiguo matadero, donde empezó todo. Escuchó gritos, luego disparos.
Y todo se oscureció.
2
Bononia (1), 20 de septiembre de 1349
Marginados.
Esta palabra seguía zumbando en la cabeza del padre Egidio Galuzzi, prior de los dominicos de Bononia, mientras contemplaba desde la pequeña ventana de su celda el rojo del amanecer que se ex- tendía sobre la ciudad. Un escalofrío le recorrió la espalda, y lo que en otro momento de su vida hubiera interpretado como una manifesta- ción del poder divino, hoy se le apareció como un siniestro presagio. Hacía más de un año que la guadaña de un contagio insidioso e im- parable había caído sobre la población, que las lumbreras del studium
habían llamado «la peste negra», del latín pestem.
La peste se había extendido a gran velocidad por toda Europa, masacrando a hombres, mujeres y niños, golpeando a nobles, religiosos, campesinos y comerciantes sin distinción, provocando el abandono progresivo de los campos, diezmando la población de las ciudades y provocando la degradación de las costumbres.
La enfermedad no dejaba escapatoria a dos hombres de cada cinco, y era opinión común que el contagio había partido del Lejano Oriente, donde se decía que durante días enteros había caído una lluvia de gusanos, y más tarde, serpientes de un tamaño tal que eran capaces de tragarse a personas de un solo bocado, y al final bolas de fuego que exhalaban un humo tan tóxico que inhalarlo producía la muerte en doce horas.
Dando crédito a este rumor, el Consejo de Ancianos, la institución laica que gobernaba la ciudad de Bononia, había ordenado que las ventanas de las casas que daban a levante permanecieran cerradas, para que no dejaran entrar las pestíferas miasmas arrastradas por los vientos del este.
Los marginados eran aquellos que eran rechazados por la sociedad.
Aislados, abandonados. Como los apestados. Pero no solo por eso.
Para algunos, la peste era un castigo del Todopoderoso por la tolerancia de los gobernantes hacia los judíos y los infieles, y esto había generado una intensificación de las persecuciones contra las minorías, aunque a menudo era un pretexto fácil para apoderarse de las riquezas de los condenados. El padre Egidio no creía en ese tipo de supersticiones, y como inquisidor de la ciudad sentía el deber de protegerla de todo lo que pudiera alejar al pueblo de la gracia de Dios. Estaba convencido de que se necesitaba un acto de fe para alejar la peste, y había trabajado para endurecer las penas contra cualquier culpable de herejía o brujería. Había que desarticular la heterodoxia, y la mejor manera de hacerlo era celebrar un juicio tras otro. Las ejecuciones estaban a la orden del día y no se detendrían hasta que se restaurara la fe del pueblo en Dios y en los clérigos.
El padre Egidio se libró de sus pensamientos y se puso la capa negra sobre la túnica blanca característica de la Orden de los Dominicos. Su mirada, aún borrosa por el sueño, vagó unos instantes por la celda. Estaba amueblada con sencillez, como exige la regla establecida por Domingo de Guzmán: un arcón junto a la cama y, en el lado opuesto, un pequeño escritorio. El padre Egidio se arrodilló frente al crucifijo colgado en la pared y recitó el Pater noster en voz baja.
A continuación, salió de la habitación, caminó por el largo corredor que dividía las dos filas de celdas y se dirigió con paso firme hacia la parte anterior de la basílica, que por lo general albergaba las funciones públicas, pero cuyo acceso, durante las laudes, estaba reservado a los monjes. Se unió a los hermanos para rezar las oraciones de la mañana frente al Arca de Santo Domingo, el suntuoso monumento funerario dedicado al fundador de la Orden.
Al final de las oraciones, el anciano abad, el padre Baldassarre Fey, se le acercó.
—¿Os preocupa algo, padre Egidio?
El padre Egidio frunció el ceño, sorprendido de tanto celo.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Os conozco desde que erais un oblato temeroso de Dios —dijo el padre Baldassarre—. No olvidéis que fui yo quien intercedió ante el obispo por vuestro nombramiento de inquisidor. Siempre habéis de- mostrado una fe ardiente, nada común en estos días. Y, sin embargo, desde hace algún tiempo tengo la impresión de que os aqueja una grave preocupación.
El padre Egidio abrió los brazos. Era cierto, su viejo amigo lo conocía mejor que nadie. Le invadió una sensación de profunda inquietud, exacerbada por el malestar que lo acuciaba desde hacía días. Conocía bien los síntomas de la infección, y la fiebre persistente que padecía era sin duda uno de ellos, así como la tumescencia de forma ovoide que le había surgido en un lado de la ingle. Pero aún no había llegado el momento de revelar su enfermedad a su hermano en Cristo. Ahora había un asunto urgente que exigía su atención. Y la palabra «marginados» volvió a sonar en su cerebro como una amenaza.
—Mi única preocupación es la seguridad de este pueblo —replicó. Una sonrisa artera apareció bajo la espesa barba blanca del padre Baldassarre.
—A veces me pregunto si queda algo por salvar —admitió con amargura—. La desesperación y la miseria se extienden entre la población. Se pone a prueba la fe en Dios, y con ella nuestra autoridad.
—Por eso se necesitan acciones decisivas para erradicar la presencia del Maligno —concluyó el padre Egidio, y se despidió con un movimiento de cabeza, a lo que el otro respondió con una leve reverencia.
Cuando el padre Egidio salió de la basílica, una ráfaga de aire caliente, cargado de humedad, le azotó el rostro. El clima de aquellos días no dejaba entrever la inminente llegada del otoño. El tórrido vien- to que venía de la costa llenaba las calles de la ciudad de un olor salado, que se mezclaba con el hedor nauseabundo del lodo que levantaban los carros de los mercaderes que pasaban.
El padre Egidio pasó por encima de un mendigo dormido en el suelo empedrado frente a la fachada de la basílica. Continuó, y miró de hito en hito a un hombre con ropa andrajosa que tiraba de un carro lleno de víctimas de la peste en dirección a extramuros, donde se había cavado una gran fosa común.
Una procesión de flagelantes avanzaba por la calle, rezando en voz alta. Iban descalzos, con capas blancas decoradas con cruces escarlatas, capirotes y látigos en las manos.
Una mujer con el rostro deformado por la desesperación se acercó a ellos. Entre sus brazos sostenía el cadáver de un niño envuelto en un hatillo. Cayó de rodillas cuando pasaron y les pidió una bendición. Al contemplar la escena, el padre Egidio no pudo contener una mueca de disgusto. Se había opuesto con firmeza al fanatismo de los flagelantes, pero sus esfuerzos habían resultado inútiles frente al poderoso respaldo político de la hermandad. Los flagelantes se creían santos y se negaban con desdén a obedecer a la jerarquía eclesiástica. Eran antisemitas hasta el paroxismo, y aunque el papa había condenado con dureza las persecuciones de los judíos, estos no habían dudado en exterminar a familias enteras de origen hebreo.
Los consideraban marginados.
El padre Egidio llegó a la plaza principal de la ciudad, donde una multitud colorida y ruidosa se agolpaba bajo el edificio de la alcaldía, esperando la ejecución de algunos condenados a muerte.
Tres días antes, un campesino llamado Mattia da Parma había sa- cado a la luz unos restos mutilados mientras araba el campo. Fueron guardados dentro de cajas de madera, en posiciones antinaturales y del todo inusuales para las tradiciones cristianas. Algunos esqueletos aparecían boca abajo, con el pecho o los brazos clavados a las cajas, otros con los huesos de las piernas y la pelvis partidos, y en algunos casos con largos clavos oxidados insertados en el cráneo.
Nadie sabía a quién pertenecían esos restos. Alguien había apodado aquellas tumbas como «el Cementerio de los Marginados».
Cuando las autoridades fueron alertadas, no dudaron en encarcelar al campesino y a sus hijos bajo la acusación de brujería. El juicio sumario, instruido con celeridad por el padre Egidio, acabó de manera inevitable con una sentencia de muerte. Después de obtener una confesión completa del campesino y de sus hijos mediante tortura, la sentencia de muerte se convirtió en un acto necesario. Según el inquisidor, los restos de los marginados nunca debieron ver la luz. Era una señal clara de que el diablo había maldecido a la ciudad. Después, se ordenó que los esqueletos fueran enterrados de nuevo en el mismo lugar donde fueron encontrados y que se prohibiera la entrada al campo.
El padre Egidio se abrió paso entre la multitud, protegido por un grupo de alguaciles, para llegar al palco reservado a los dignatarios. Al pasar, los presentes hicieron una breve reverencia, a lo que el inquisidor respondió con un movimiento de cabeza. En ese momento el tañido de la campana de la torre más alta de la ciudad anunciaba el inicio de la ejecución.
Cuando el verdugo abrió los grandes ventanales de la alcaldía, la multitud estalló en vítores.
Los primeros en ser arrojados por las ventanas, con las sogas apretadas alrededor del cuello, fueron los dos hijos del granjero, Pietro, de nueve años, y Matilde, de siete. La peste se había llevado a su madre un año antes, y tal vez había sido lo mejor: no tuvo que presenciar la tortura a la que habían sido sometidos sus amados hijos. Mientras sus cuerpos colgaban de las ventanas del edificio, la multitud cada vez más ruidosa dejó escapar gritos salvajes de aprobación.
Mattia da Parma era tan robusto y corpulento que, después de atarle la cuerda al cuello, el verdugo tardó un rato en poder izarlo hasta el alféizar de la ventana. Luego, con un empujón decisivo, lo lanzó al vacío.
En un instante, la cuerda que lo sostenía se tensó al máximo, y el tirón fue tan violento que pareció que un cuchillo invisible le descargara un golpe letal. A Mattia se le separó la cabeza del tronco.
El cuerpo desmadejado de Mattia da Parma se estrelló contra el suelo, mientras que la cabeza acabó rebotando entre la multitud reunida en la plaza. Ante semejante escena, muchos de los presentes desviaron la mirada y se santiguaron.
El padre Egidio contempló el cuerpo del condenado sacudido por un estallido de violentos espasmos. Dirigió la mirada a la sangre que brotaba del cuello y se extendía por el pavimento como una sombra oscura. Una vaga inquietud se apoderó de él cuando la palabra «marginado» se clavó en sus pensamientos como un clavo.
Y en la sangre del condenado reconoció el mismo rubor del amanecer que había presenciado esa mañana.
3
Cinco días antes del Despertar
«Algunas chicas vagan por error», se repetía Aurora Scalviati mien- tras conducía por la provincial 43. Tenía la impresión de que su coche avanzaba suspendido en un lugar lejano del tiempo que los faros no lograban iluminar. El campo circundante era invisible, oculto por la niebla y la oscuridad de la noche, destino final de un viaje que le parecía infinito. Según el navegador, todavía le quedaba media hora para llegar a su destino: Sparvara, la ciudad emiliana donde asumiría su cargo en la comisaría local.
Los emilianos eran gente extrovertida, habían repetido los compañeros del equipo móvil de Turín tras conocer su nuevo destino después de dieciocho meses de baja.
Emilia es como una gran ciudad, sus alrededores son los pueblos esparcidos por la llanura, que desde el pie de los Apeninos se extienden hacia el Adriático siguiendo la corriente del Po.
«Allá abajo nunca pasa nada, es lo que necesitas para recuperarte», le había dicho el subcomisario cuando le informó del traslado. Era más que probable que aquellas palabras tuvieran la intención de tranquilizarla, pero habían tenido el efecto contrario.
Se apartó del rostro un mechón de cabello y se lo recolocó detrás de la oreja con un movimiento nervioso. Los dedos le rozaron la cicatriz de la sien. Los retiró enseguida.
La melodía de una vieja canción se le había quedado grabada en la cabeza, y se encontró tarareando «Teachers» de Leonard Cohen.
Some girls wander by mistake,
into the mess that scalpels make. Are you the teacher of my heart?
Con un gesto automático, cogió el teléfono móvil y buscó el número de Flavio en los contactos. Se quedó mirando la pantalla por un momento sin iniciar la llamada. Después se guardó el teléfono y volvió a mirar a través del parabrisas. Siguió las indicaciones del navegador y embocó una carretera sinuosa con un terraplén a un lado. Cruzó un pequeño puente con una barandilla oxidada y llegó a una calzada secundaria llena de baches, flanqueada por dos filas de árboles esqueléticos.
Un grupo de luces azules intermitentes en la distancia llamaron su atención. La visibilidad era tan pobre que parecía que había un montón de patrullas y ambulancias apiñadas en medio de la nada. Cuando Aurora volvió a mirar al frente, casi dio un salto. La silueta de un hombre había surgido de la niebla desde la cuneta y tuvo que frenar con fuerza para no atropellarlo. Los neumáticos patinaron sobre el asfalto resbaladizo y el vehículo de Aurora se detuvo cerca de un coche patrulla de los carabineros que, con las luces intermitentes encendidas, estaba estacionado al otro lado de la calzada. Era un puesto de control en toda regla. El hombre de uniforme se acercó a la ventanilla y le indicó a Aurora que la bajara.
—¿No ha visto las luces intermitentes? —le preguntó.
—Disculpe, oficial —replicó Aurora—. Pero con esta niebla…El carabinero no dejó que terminara la frase.
—El camino está cortado un poco más adelante. No puede continuar.
Aurora abrió mucho los ojos.
—¿Q… qué? —tartamudeó—. Pero tengo que ir a Sparvara, y ya llego tarde.
—Bueno, ya casi está. La entrada de la ciudad está a un par de kilómetros de distancia. Pero no puedo dejarla pasar por aquí.
—¿Ha habido un accidente?
El carabinero apartó la mirada.
—No puedo decirle más.
—Soy funcionaria de la policía judicial —aclaró Aurora, rebuscando en la bolsa del asiento del pasajero. Sacó su tarjeta y una hoja impresa—. Subinspectora Scalviati, en servicio en la comisaría de Sparvara.
El carabinero miró el documento.
—Aquí dice que se incorporará al servicio mañana.
—Lo sé, pero…
—Confíe en mí, señorita —dijo el carabinero con voz tranquila—.
Será mucho mejor si regresa y coge la vieja provincial del Duque.
—¿Mucho mejor para quién?
—Para usted. Lo que hay allí no es agradable de ver.
—¿Puedo al menos saber de qué se trata?
—No estoy autorizado a hablar de eso —dijo el carabinero—. Órdenes del juez.
—¿El juez está aquí? ¿Ha habido un asesinato? —El carabinero se encogió de hombros.
—¡Oh, vamos! —le espetó Aurora—. Mañana por la mañana seguro que mis compañeros me lo dirán.
—Vale, háblelo mañana con sus compañeros. No puedo responder a sus preguntas. Estoy seguro de que me entiende.
—Está bien —suspiró Aurora con una sonrisa circunstancial. Metió la marcha atrás para darle la vuelta al coche.
Mientras se alejaba, observó al carabinero por el espejo retrovisor, y vio cómo la niebla engullía su figura. Apagó los faros y embocó el camino de entrada de una casa aislada. Bajó del coche y cerró la portezuela con cuidado para no hacer ruido.
—La vieja provincial, ¿eh? —murmuró para sí misma mientras pasaba la línea de arbustos al lado de la carretera.
Avanzó veloz por un terreno baldío en dirección a las luces. En un instante, sus botas se llenaron de barro. Superó una zanja y caminó hasta que estuvo lo bastante cerca del claro donde estaban aparcados dos coches de policía, un vehículo azul, un camión de bomberos y una ambulancia. Estaba desconcertada. ¿Qué podría haber sucedido para justificar tal despliegue de medios?
Ahora estaba segura: era un asesinato. Aurora olvidó por un instante que estaba a cientos de kilómetros de su casa y de sus antiguos compañeros, que estaba agotada y que lo único sensato era ir al hotel a descansar.
Porque eso fue lo que la impulsó a seguir en la policía a pesar de todo. Solo había un lugar en el mundo del que nunca podría escapar. Y ese era la escena de un crimen.
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Aurora en la oscuridad, Barbara Baraldi. Traducción Manuel Manzano. Malpaso, 2024. 445 páginas. 21,85 Euros. Ya en librerías.