Silvia Querini es una editora que ha dedicado cerca de cuarenta años a la literatura, dieciséis de los cuales como directora de la editorial Lumen. Hace cinco años que decidió dar por terminada su labor en el sello para centrarse en la docencia. Aun así, su pasión por los libros y el mundo que los rodea sigue tan encendida como el primer día; buena fe de ello da los encuentros literarios que organiza con frecuencia en el patio de su casa, en Barcelona. Ella misma es la que decide la temática de cada evento, selecciona y contacta con los panelistas expertos en el tema en cuestión, e invita personalmente a amigos y compañeros. El último de estos encuentros, en el que tuve la oportunidad de estar entre los asistentes, trataba sobre la novela negra, y los autores Toni Hill y Rosa Ribas desentrañaron la historia, los misterios y las particularidades del género junto a la editora de Maeva, Mathilde Sommeregger.
En un punto dado del coloquio, Rosa Ribas compartió una reflexión sobre lo necesario que es la existencia de los libros malos. “El ecosistema de los libros”, así resumió su punto de vista, según el cual para que el panorama literario presuma de buena salud han de convivir todas las calidades de un género, desde las obras más infames hasta las más excelsas. "Es muy importante que haya una gruesa capa de clase media", defendió.
Sus palabras me hicieron recordar un ensayo de Edith Wharton llamado Escribir ficción. Está compuesto por cinco artículos que se publicaron entre 1924 y 1925, y en el último de ellos, El vicio de leer, expone su particular punto de vista sobre el mismo tema que Ribas trajo a colación. Según la autora de La edad de la inocencia, el mal lector —aquel que se lanza de cabeza al libro de moda y que lo valora en función del número de ediciones agotadas—, así como el mal autor —aquel que existe exclusivamente para saciar la gula del mal lector—, interfieren en la producción de obras maestras, trabajan sistemáticamente contra lo mejor de la literatura, suponen un peligro para las Letras. La autora neoyorquina es categórica al sostener que hay que proteger a la literatura de los estragos de los simples.
La mayoría de mis amigos no son lectores asiduos, más bien ocasionales, de los que solo leen en vacaciones. Como saben que yo lo hago a diario, me piden recomendaciones cuando se acerca la fecha de hacer las maletas. Al principio me devanaba los sesos hasta dar con aquella lectura que más me había removido en los últimos tiempos, que más me había sorprendido, embelesado o impactado. Seleccionaba mis últimos grandes descubrimientos y, de entre ellos, trataba de dar con el autor más puntero. Luego, no daba crédito cuando volvían de sus días en la playa diciéndome que no habían sido capaces de terminar ni el primer capítulo, que vaya coñazo. Con los años, no me ha quedado más alternativa que adaptarme a las evidencias y, por consiguiente, cambiar de raíz el método a la hora de recomendar. A día de hoy, consulto la lista de los libros más vendidos y les animo a que se hagan con títulos que yo ni siquiera he leído ni tengo intención de hacerlo… Y sorpresa: la mayoría de las veces doy en la diana. Con esto, lo que quiero cuestionar es que quién es el listo capaz de decir lo que es la buena literatura en términos genéricos e irrebatibles.
Edith Wharton lo tiene claro: “El valor de los libros está en proporción con lo que podría llamarse su “plasticidad”, es decir, su cualidad de serlo todo para todos los hombres, de ser moldeados de maneras diferentes por el impacto de nuevas formas de pensamiento. (…) Los mejores libros son aquellos de los que los mejores lectores han sido capaces de extraer la mayor cantidad de opiniones de la más alta calidad. Aunque, en general, es precisamente de estos libros de los que el mal lector saca el menor provecho”.
En una entrevista para Vanity Fair, Silvia Querini explicaba la diferencia que existe entre los best sellers y los long sellers. Mientras uno tiene una vida muy intensa pero muy corta, el otro continúa vendiendo al cabo de los años, traspasando no solo las barreras geográficas, sino las más difíciles de vencer, las temporales, hasta llegar a convertirse en un clásico. Las ventas a lo largo del tiempo podrían servirnos como clara demostración de la valía de un libro, sin embargo, el mundo de la literatura es inescrutable, uno no deja de encontrar sinsentidos. Hace unos meses participé en un taller de escritura que impartía el escritor chileno Alejandro Zambra, y nos explicó que su primera novela, Bonsái, fue rechazada por todas las editoriales de su país a las que se la había mandado. Antes de perder por completo la esperanza, probó suerte con una última, una editorial española. Anagrama no solo aceptó publicar el manuscrito, sino que lo convirtió en todo un éxito.
Imaginemos por un instante un mundo donde solo existieran libros buenos. Las librerías y bibliotecas invadidas por novelas impecables que logran desenterrar todo el oro de cada mina que el autor ha excavado con su sensibilidad, su imaginación y su técnica. Edith Wharton también afirma que está en la naturaleza del mal lector desconfiar de todos los libros que no entiende, utilizar la crítica como arma de defensa para protegerse contra aquello que no alcanza a apreciar.
¿No ocurriría, entonces, que millones de lectores frustrados hervirían de ira al no conectar con tan elevada literatura, al verse excluidos y hasta empequeñecidos? Sin lugar a dudas, se levantaría una cruenta guerra cultural. En un bando estarían los autores malheridos por las constantes críticas de aquellos que no alcanzan a apreciarlos y, en el otro, tantísimos lectores que luchan por recuperar el placer de leer, por defender la lectura como entretenimiento simple, sin pretensiones.
Al fin y al cabo, lo peor que se le podría hacer a la literatura sería anular la satisfacción de quien la consume y reducirla a un círculo cerrado.