Retrato (octogenario) de Gilberto Gil
El músico brasileño, uno de los grandes referentes del 'tropicalismo', celebró sus ochenta años con una gira en familia que discurrió el pasado verano por ocho países europeos y uno africano
14 marzo, 2023 19:30En días de frío polar, el verano parece una idea lejana, caprichosa, casi imposible de invocar. Pero, apenas unos meses atrás, estábamos atravesando uno de los agostos más calurosos de la historia. Y, además del evidente colapso climático, la sequía y la eco ansiedad correspondiente, las vacaciones veraniegas nos encontraron bailando (ya saben, mientras se hunde el barco). La última temporada estival trajo una recuperación total de las actividades culturales, después de mucho tiempo de restricciones. Hubo un verdadero boom de los festivales de música y la reactivación de este sector en el así llamado «verano post pandemia» superó las cifras anteriores a la crisis sanitaria. Después de años de limitaciones de aforos y suspensiones de conciertos y eventos musicales, el espíritu festivalero y las ganas de volver a escuchar música en vivo estaban asegurados.
Cuando me enteré de que Gilberto Gil celebraba sus 80 años haciendo una gira con toda su familia, me apresuré a ver cuáles eran los países del tour. Los caprichos del destino (y de la agenda) hicieron que no pudiera coincidir con el concierto más cercano, el de Barcelona, así que tuve que esperar al mes más tórrido del verano para poder escaparme a escucharlo. Un festival de música es siempre una suerte de paréntesis, un tiempo fuera del tiempo, pero si, además, implica un viaje y muchas horas de carretera, ya se convierte en una pequeña aventura. Así que mis vacaciones se organizaron en torno al hito Gil, el único de los tres protagonistas bahianos del tropicalismo que, a pesar de mi temprana afición por la música brasileña, nunca había conseguido ver en directo.
En agosto y por tierra, solo era factible llegar a uno de los destinos de la gira, del que solo me separaba una frontera. Hice zoom en el Google Maps y comprobé que el único concierto francés del tour “Nós, a gente” se hacía en un pueblo diminuto, rodeado de campos de girasoles, trigo, huertos y viñedos: en la épica de lo pequeño se inscribe el Festival des Voix, des Lieux, des Mondes, en un pueblo de dos mil habitantes, en la región de Midi-Pyrénées.
Ignoro cuánta producción hay detrás de este evento, pero me gusta pensar que esta estrella indiscutida de la música brasileña, con cuatro millones de discos vendidos y nueve premios Grammy en su haber, eligió omitir la capital francesa en su gira y prefirió, en cambio, llegar con su esposa, hijos, yernos, nueras, nietos y bisnietas hasta un lugar tan pequeño como Saint Nicolas de la Grave, para tocar en un festival de nombre tan largo y poco efectista como este. “Un festival de las voces, de los lugares, de los mundos”, traduzco en voz baja, mientras veo aparecer, después de cinco horas de ruta, una pequeña iglesia y algunas granjas esparcidas a ambos lados de la carretera.
Todo está cubierto de un extraño vaho, como si el aire se hiciera sólido con el calor y nos moviéramos en un medio denso y ralentizado. Es fácil llegar al predio del festival. Hay carteles por todos lados y cuando giramos desde la carretera principal, siguiendo las flechas, vemos una cola que parece atravesar medio pueblo. Aquí hay familias enteras, gente muy mayor, muy joven y, sobre todo, muy brasileña.
La gira iniciada el 26 de junio, el mismo día del cumpleaños de Gilberto Gil, pasó por ocho países europeos y uno africano. Esta odisea familiar se gestó durante el cumpleaños número 79 del entrañable compositor y cantante brasileño. En la serie “En casa con los Gil”, se puede ver el proceso de preparación de la gira. De hecho, una de sus hijas, Preta, lanzó la idea, como quien no quiere la cosa, en un grupo de WhatsApp familiar, y los Gil al completo se reunieron durante 15 días en Araras, en la región serrana de Río de Janeiro, para darle forma a este sueño: un viaje en el que compartirían escenario hijas, nietos y cuñados.
La serie documental nos deja ser voyeurs por un rato de una de las familias musicales más famosas de Brasil: los vemos convivir en plena época de confinamiento, resolver cuestiones tan prosaicas como la gestión de la cadena del váter, discutir sobre el racismo en Brasil, cocinar y hacer música sin parar. Pero, lo más conmovedor es cómo cada miembro de la familia escoge y defiende un tema que formará parte del repertorio de la gira, contando su historia personal con la canción elegida.
Pero volvamos al discreto encanto de los festivales de campo y a toda esta gente emocionada a punto de escuchar a Gil, este “adepto a la bondad radical”, como él mismo se define en el documental. Empiezo a reconocer el silbido de las eses cariocas (“sh”), algunas inconfundibles eles y erres del extremo sur de Brasil, mezclándose con los abundantes y característicos diminutivos del habla de Minas Gerais. Nos instalamos en primera fila, en el césped, casi tocando la valla que nos separa del escenario. Escuchamos a Antti Paalanen, un artista finlandés que se mete al público en el bolsillo instantáneamente, con su voz death metal acompañando las melodías folk de su acordeón. Un trance musical salvaje y minimalista; un insólito punto de encuentro de beats EDM y “cantos de garganta” de Siberia.
Antes de que el clan Gil salga al escenario, ya es evidente que esto es mucho más que una cita con la música; es una pequeña catarsis, una celebración política, una declaración de principios. Hay carteles por todas partes: “Fora Bolsonaro”, “Viva Lula!”. Y cuando, finalmente, Gilberto Gil sale a cantar, se presenta ante nosotros en un francés perfecto, y no vemos solo a un joven magnético de ochenta años con su guitarra eléctrica colgada, sino también al exministro de cultura de Lula da Silva (entre 2003 y 2008), a uno de los artistas brasileños más comprometidos con el cambio y con la campaña del Partido dos Trabalhadores. El público lo recibe levantando las manos, formando la ele de Lula con el dedo pulgar y el índice, mientras él dice, con un tono cómplice: “Espero que todos voten para que podamos librarnos de esta pesadilla”. Y ahora sí, empieza la fiesta: el repertorio del show es como un álbum de fotos, hecho de sonidos, de los distintos momentos de la vida y de la polifacética carrera de Gil.
La gente salta y baila al ritmo de la guitarra eléctrica con “Toda menina bahiana”, una canción inspirada en su hija Nara Gil, la mayor de los ocho hermanos y la que formó parte de la banda de su padre desde los años 80.
Pasa también por otros clásicos como “É luxo só”, de João Gilberto, el padre de la bossa nova (que, junto al samba, es uno de los géneros de la música popular brasileña que más influencia ha tenido en las composiciones de Gil), o como “Aquele abraço”, otro tema emblemático del artista, que inauguró los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro en el 2016, un homenaje al conductor de televisión Chacrinha, también conocido como Velho Guerreiro, cuyo nombre se menciona en la canción. El propio Gil baila, marcándose unos suaves pero certeros pasos de samba. Es un tema de sonoridad festiva que tiene, en realidad, un pesado trasfondo político: lo compuso a modo de despedida de Brasil, después de haber estado en la cárcel en plena dictadura militar, justo antes de exiliarse del país.
Sigue disparando hits como “Expresso 2222” y “De leve”, un cover de “Get back” de John Lennon y Paul McCartney, grabado originalmente junto a Rita Lee para el álbum “Refestança” que marcó un encuentro histórico de estas dos enormes figuras de la música en la década de los 70. Y vuelve la suavidad de la bossa nova y de la voz levísima de Flor (la nieta de Gilberto), que arranca suspiros, cantando junto a su abuelo “Garota de Ipanema”. Y me permitirán romantizar este momento porque mientras el abuelo y la nieta cantan juntos este himno indiscutido de Vinícius de Moraes y Antônio Carlos Jobim, el atardecer empieza a hacer su juego en el cielo inmenso del campo.
También hay lugar para el reggae, otra de las sonoridades Gil, con canciones como “Goodbye, my girl”, del álbum Nightingale, y para el rock que suena fuerte en “Back in Bahia”, su canción de “retorno del exilio”, compuesta en plena fiesta popular de Nossa Senhora da Conceição, en su primer verano en Brasil, después de tres años en Londres. Uno de los momentos más álgidos de esta fiesta musical llega con “Palco” (1981) que, como el propio Gil cuenta, en la serie documental, es una especie de despedida de su carrera. Sí: en algún momento pensó en desistir. Después de este momento de desbordante energía, suenan los inconfundibles acordes de “Drão” (sobrenombre de Sandra) compuesta para su exesposa, una canción tan desgarradora como esperanzadora, una balada tierna de desamor y separación.
El recorrido, ya ven, es una verdadera montaña rusa de emociones, una mezcla de sonoridades y experimentación, como toda su carrera. Ya lo dice en una de las canciones más coreadas del show (“Chiclete com banana”): “É o samba rock, meu irmão” o “Aí eu vou misturar Miami com Copacabana”. Gil es ese sincretismo musical y cultural capaz de alojar las más diversas tradiciones. Él mismo lo dice en el documental: se trata de universalizarse, no quedarse ceñido a los aspectos folklóricos, pero siempre con la perspectiva de volver a esa atmosfera íntima, a la “calidad uterina”. Así lo demostró también en su reciente ópera "Amor Azul", en la que el artista reivindica las “influencias europeas, provenientes de Italia, Portugal, Francia y España, elementos muy presentes en la música de Brasil” junto a "ingredientes orientales".
Cuando llega el final del concierto, toda la familia sonríe desde el escenario y en el público se oyen declaraciones de amor y buenos deseos para Gil en su cumpleaños. Mientras tanto, el nieto menor, que tuvo una guitarra eléctrica de juguete durante todo el concierto, saluda satisfecho a sus fans, convencido de que ha sido parte del sonido del show. Me despido de los desconocidos con los que intimé en las últimas horas, sintiendo que “el mejor lugar del mundo es el aquí y el ahora”, como dicen los famosos versos de Gilberto Gil, que ilustran su relación con todos los lugares en los que ha vivido.
Una de las desconocidas íntimas que tuve al lado durante todo el concierto, me dice, en portugués, que ya nos encontraremos en algún otro concierto-cumpleaños, sea donde sea y que ha sido muy lindo compartir un momento así entre compatriotas. Estoy a punto de confesarle que no, que yo no soy brasileña, pero se gira, sonriendo y abrazando a sus amigas. Y yo me retiro, con una felicidad clandestina en el cuerpo, muy emocionada de haber sido de algún rincón de Brasil, solo por unas horas.