Vernon Lee es –sin contradicción alguna– un personaje literario y un ser real. Seudónimo de la escritora británica Violet Paget (1856-1935), su nombre está asociado a la literatura de viajes. Lee (Paget) recorrió la Europa de su tiempo, vivió buena parte de su vida en Italia –un país sobre el que escribió algunos de sus textos más inspirados– y participó en la comunidad de expatriados británicos que en algún momento creyeron encontrar en Florencia una réplica del hogar ideal. Su producción literaria no se limita a las notas de viajes. Escribió también poesía, ensayo y narrativa, hasta sumar diez volúmenes en los que hay toda clase de géneros, desde cuentos de literatura fantástica a estudios sobre arte, música y estética. El feminismo vio en su figura a una mujer cultivada y adelantada a su época. Un ejemplo de independencia –vital y de criterio– y una artista extravagante con un insobornable compromiso cultural.
Genius Loci. Notas sobre sitios (1899), publicado por la editorial sevillana Athenaica, con un prólogo de María Belmonte y traducción de Rodrigo Verano, reúne crónicas y ensayos donde la inquilina de Villa Il Palmerino, su famosa residencia, cuyos libros de viajes han sido comparados por Javier Marías con Isak Dinasen, autora de Memorias de África, y con otros nómadas ilustrados como Lawrence Durrell y Bruce Chatwin, recoge sus impresiones acerca de destinos de Francia, Italia y Alemania con paradas en Ausburgo, la Toscana, Siena, Detwang, Friburgo, Francia, Venecia, Colonia, el Piamonte, Bayeux o Mantua.Espacios geográficos que son también enclaves culturales, nombres asociados a experiencias sensoriales y mundos estéticos.
Genius Loci, del que Letra Global ofrece un capítulo por cortesía de Athenaica, se encontraba inédito en español. Es un libro que indaga, como sugiere su título, en el concepto cultural del genio del lugar, el espíritu que habita detrás de determinados paisajes capaces de provocar experiencias inefables que tienen mucho de revelación.
EL LEÓN DE SAN MARCOS Y EL ALMIRANTE MOROSINI
Me invadía, esta vez en Venecia, una sensación de hastío, como en esas tiendas de figuritas que compran los turistas para llenar las repisas de sus chimeneas, y sentía la ausencia de lo que es requisito de cualquier ciudad histórica, un genius loci. Quien ama los lugares –y la pasión por los lugares es verdaderamente fuerte y especial, cuando se da–, quiere sentir todo lo que ese lugar ha sufrido con esfuerzo a lo largo de los siglos de su vida: eso que, por decirlo de una forma algo pedante, vendría a ser la fórmula de sus evoluciones sucesivas. Solo que una quiere que esa fórmula se manifieste no en forma de un discurso inteligible y aburrido, sino toda de una vez hasta en sus ínfimos detalles y, si es posible, que se presente como un símbolo, no demasiado explícito, en la figura de un hombre o de un edificio, o en algún aspecto de la naturaleza en un instante específico.
En Venecia, este oficio lo desempeña, naturalmente, el León de San Marcos. Ahí está en lo alto de su columna, en pose activa, hostil, con la cola rígida y unos ojos blancos imponentes. ¿Pero cuál es su significado? ¿Qué tiene él que ver con esta ciudad relajada que peca quizá de un exceso de encanto? Entender al León es entender Venecia, y viceversa. Bajo todas las capas de todo tipo de cosas bellas, detestables y mediocres que los siglos han acumulado a los pies de su pilar: allí es donde hay que ir a buscar, al fin, la única Venecia real, la Venecia del León.
Me sentía muy alejada de eso en medio de aquel mareante vaivén –pues así puede calificarse– de muebles y atuendos anticuados que es el museo municipal. Y, sin embargo, la verdadera Venecia se me reveló allí mismo al ver un hábito de cuero blanco cortado a la francesa, estilo Carlos II, el abrigo de piel de Francesco Morosini. Nunca me había desconcertado y aburrido tanto el pintoresquismo anodino de Venecia como esa mañana, y nada más importante que ese abrigo podría haber captado mi atención. Tras el abrigo, su dueño: un encrespado guerrero del siglo XVII, en nada diferente al Comandante de Don Giovanni, retratado en varios bustos y pinturas, cada una acompañada de una inscripción laudatoria, entre el botín de armas que había conseguido arrebatar a los turcos: mosquetes y cañones damasquinados, aljabas repletas de flechas, estandartes con penachos de crin de caballo, picas de media luna e impresionantes cimitarras, la panoplia completa de la muerte venida del auténtico y legendario Oriente.
La sucesión de paisajes pésimos, marinas y escenas de batalla en las que cierto pintor contemporáneo había inmortalizado las grandes gestas de Francesco Morosini era simplemente interminable. Sin el menor propósito, por puro aburrimiento, empecé a leer las leyendas llenas de abreviaturas que las explicaban. En una había una grandiosa batalla naval, y las hermosas galeras rosadas de Morosini (idénticas a la maqueta que había en esa misma habitación, con la gallarda lámpara de proa y el león en el pendón dorado) peinaban el mar entre espesas humaredas con sus hileras de remos color grana. Estaban derrotando a los turcos en 1660 en las aguas de Samos y Melos –hoy Milo–, y capturando víveres hasta la cantidad de “diez millones de panes dulces, tras prender fuego a otros tantos que no habían sido capaces de cargar”.
¡Samos! ¡Milo! Los nombres se abrían camino en mi imaginación. Milo, con la Venus enterrada entre sus muros, y Samos, donde Polícrates había sido rey en tiempos de Darío. Me descubrí de repente interesada en Morosini, el último gran capitán veneciano, que hasta ese momento mi mente solo había asociado con la explosión de un arsenal de pólvora en el Partenón. Francesco Morosini, Maurocenius en su versión latina, aún más gloriosa, a quien el Senado de la agonizante Serenísima había otorgado el espléndido sobrenombre de El Peloponesíaco.
Pero creo que lo que verdaderamente atrajo mi atención fue el absurdo contraste, de un modo similar al del Duque Teseo de la Noche de Walpurgis de Goethe, entre aquel veneciano de melena y bigote del XVII, haciendo alijos de panes dulces y prendiendo cañones de los turcos, y los lugares de nombres hechizantes en los que todo ello sucedía. No había más que verlo, en 1684, venciendo a los turcos en el río Aspro, “antes llamado Aqueloo”; o en 1686, “venciendo al serasquier en Morea, cerca de Argos”; o haciéndose con veintiséis piezas de artillería y munición diversa tras conquistar Corinto. Qué extraños hechos hubieron de presenciar estos lugares y los fantasmas que los habitan.
Tras dispensar el sacramento del bautismo a “varios cientos” de cautivos turcos (più centinara, me gusta esa imprecisión con que se hace el cálculo de esta conversión masiva), cogió a “aproximadamente ochocientos” más que había (presumiblemente sin bautizar) y «los puso bajo el remo”, en otras palabras, los puso a remar encadenados a esas victoriosas galeras rosadas de la República. Y más adelante se dice que apresó a más turcos, “a miles, hasta el punto de que hubo que venderlos a unos dos reales la pieza, nada más”.
Me repetía esa frase una y otra vez, y el hecho de que todo ello hubiera ocurrido en el año de Nuestro Señor de 1687, cerca de Argos, en Morea. Poco a poco todo se fue resolviendo en mi mente, y para cuando me bajé del vapor en San Marcos ya lo había entendido todo. Es que Francesco Morosini, Maurocenius Peloponnesiacus, el del abrigo de piel, este (no hay duda) sobreensalzado viejo lobo de mar, saqueando panes dulces y vendiendo prisioneros turcos a nada más que uno o dos reales por cabeza (él mismo, con su perilla y bigote mongol, comandando galeras impulsadas por esclavos, no muy distinto al serasquier que había derrotado), me había explicado Venecia; había personificado ante mis ojos, en su última versión, el genius loci de una ciudad decadente en aquel desgraciado siglo XVII.
Él me había hecho entender que Venecia es Venecia, que se diferencia de cualquiera de sus rivales del Medievo, precisamente en el hecho de que, al igual que el león sobre la columna, su mirada está puesta en el Este. Su actividad se centra en el viejo mundo helénico, las ruinas del Imperio de Alejandro: ella es el último vínculo que queda con aquel mundo. Después de ella, el Este, el Oriente de la antigüedad clásica, enmudeció por completo. La última palabra de las antiguas civilizaciones del Mediterráneo ha sido dicha en la construcción de San Marcos. Porque San Marcos es veneciano, pero en un sentido diferente al del Palacio Ducal.
Este último podría haber sido construido tal cual en Verona, y, al mismo tiempo, no podría haber sido construido antes del siglo XIV. Pero San Marcos podría haber sido levantado en cualquier momento entre los años 500 y 1200, y no habría sido posible, fuera de Oriente, más que en Venecia. En efecto, podemos imaginar la Venecia que lo construyó como una ciudad que, cuando trataba de ser culta, hablaba griego, como la que vino después habló italiano, o lo intentó, en las mismas circunstancias.
Cuando llegó el final –y el final fue Morosini Peloponnesiacus y su abrigo de piel– Venecia dejó de cumplir el cometido que venía aparejado a su posición geográfica: dejó de mirar al Este. La laguna, ese gran puerto hacia lo que había sido el mundo alejandrino, perdió todo significado. El lejano Oriente, la India, China... no eran alcanzables por esa vía, y el próximo –Grecia, Cartago y Constantinopla– había terminado de consumirse. A partir de ese momento, y a pesar de la prolongada autonomía de sus dogos y consejos, Venecia fue una ciudad muerta, un vestigio de tiempos pasados. Una ciudad provinciana, únicamente distinguible de las de tierra adentro por su belleza y singularidad, preparada para recibir a los austriacos y a punto ya de abrir las puertas a Cook y sus turistas.
Con estos pensamientos, salí a la Piazetta, donde la marea creciente enjuagaba los peldaños de la escalinata y la laguna verde enseñaba los dientes a los pies del León de San Marcos. Por fin fui capaz de entenderlo –su pose hostil, con la cola rígida y los terribles ojos blanquecinos, preparándose a dar el salto al Este–. Y lo entendí gracias a Morosini y su abrigo de cuero blanco.
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Genius loci. Notas sobre sitios. Vernon Lee. Athenaica, Sevilla, 2023. Prólogo de María Belmonte. Traducción de Rodrigo Verano. 160 páginas. 18 Euros.