El desorden (XII)
El espejo que planté un día ante mi rostro no devolvió imagen alguna. Es decir, devolvió la cara angulosa de un cuarentón sin ningún signo de haber pasado por el mundo
2 diciembre, 2018 00:00Por verme tan alterado, o por pura amistad, el curandero filólogo accedió a ayudarme. Prometió no hablar del tema con nadie, ni siquiera con María, que para entonces creía que la figura había vuelto a Viena, como finalmente sucedería. Se hizo pasar por una especie de intermediario; en definitiva, eso es lo que era. En nombre del ladrón, y a cambio de vagas promesas de devolución, debía requerir información adicional acerca del fetiche, las circunstancias que lo ligaban a Freud, cuándo y dónde lo había obtenido, su ubicación habitual en la casa, las figuras contiguas, etc. Pero la conversación telefónica en alemán fue breve. Su interlocutor se despachó a gusto, le insultó, se mofó de él y, por fin, le comunicó que el objeto sustraído era una reproducción moderna sin ningún valor, como la mayoría de los expuestos en esa concreta sala. En su lugar había ya una nueva reproducción y el original seguía guardado en un lugar seguro que, por supuesto, el custodio austriaco no reveló. Se asombró, eso sí, de nuestra osadía y finalmente colgó. Con todo, decidí devolver a Viena la estatuilla.
– ¿Por qué, si carece de valor?
– Te equivocas, Esteban. Falso o no, tiene fuerza. Pero a mí ya no me sirve, y no soy un ladrón.
– Te lo llevaste y no te pertenecía.
–Es como quien roba pan para comer –me defendí–. Es incluso menos reprobable: siempre pensé que lo tomaba prestado.
–De acuerdo, Juanito, de acuerdo. Pero, ¿qué es eso de la fuerza? Te tenía por un escéptico.
Cierto es que María me apoyó mucho más allá de lo razonable, pero ni Esteban, ni ninguno de los que me conocieron en los años despreocupados me han escrito o visitado después. Dedicarían sus esfuerzos a redefinir el espacio que Juan Barcelona, el asesino, ocupaba en sus mentes y en su pasado. Seguirían arrastrando sus bromas y adulterios, avejentados ya, pero no todavía melancólicos. Ah la melancolía, destello, bengala que prenden las naves en apuros, mordedura agridulce.
Ella nos grita que hay algo, una insignificancia o una gesta, que hemos dejado de hacer, y que ese algo pertenece ya al pasado. A ellos la melancolía los aniquilaría. Seguirán en su tedio, donde la descomposición pasa inadvertida con la ayuda del bálsamo de la estupidez. Un engaño tan fenomenal no deja de tener su mérito. No se lo negaré a mis viejos amigos. Simplemente se me ha hecho diáfano, en soledad, en toda su crudeza, el aciago espectáculo de nuestras vidas. En gran medida por culpa del fetiche, por haber deseado algo más, por querer erguirme, borrar mi abandono anterior, por reclamar, por tomar lo que merecía. En los días en que me acompañó, fui sacudido a toda hora por el viento, y en verdad sentí frío. Pero el frío (¿podrá comprenderse?) alimentó mi alma, pero el viento es el alma. Y regresó, injustamente efímera, la fuerza de antaño. De eso y no de otra cosa se trataba.
El espejo que planté un día ante mi rostro no devolvió imagen alguna. Es decir, devolvió la cara angulosa de un cuarentón sin ningún signo de haber pasado por el mundo: un esbozo. De sobras sabemos que el ser se empeña en ser, así que no es extraño que acabara rebuscando entre las fotografías. Un niño en bañador, un adolescente en moto, una orla universitaria. Desempolvé documentos, hojeé centenares de libros, removí las entrañas dormidas del caserón familiar de Sarriá, que ya nadie habitaba. Nada de lo que encontré al examinar la casa y su contenido me recordó a mí. Fue como saberse invisible, pero no de pronto sino desde siempre.
Conmigo dentro, la casa estaba deshabitada. Disconforme, seguí hurgando en baúles y en altillos. Ciego ante la adversidad, me aferré a la idea delirante de que el universo se ajustaba a los contornos de la casa. Fuera estaba la nada petrificada, que no devuelve el eco. Una nada propia de las edades oscuras, abismal enemiga que solo respetaba esos muros y que en algún momento había engullido Sarriá, Barcelona, el Mediterráneo, el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea, el llamado universo, y también nuestra otra nada, que para mí es la misma porque cabe en su nombre: la inofensiva nada de los astrónomos y de los físicos. Desde mi palacio demencial decidí que, si bien yo apenas había existido, la resistencia de aquel lugar a la nada demostraba que alguien sí había existido.
[Continuará]