Sobre el concepto de nación, todavía las ideas oscilan en derredor de ciertos principios particulares, ya aislados, ya combinados entre sí. La raza o comunidad de origen y el territorio o comunidad de lugar han sido siempre los predominantes; la religión, la lengua, la historia, el espíritu y vida sociales son las restantes bases sobre las que se ha aspirado a fundar ese concepto, y aun la mera voluntad, tal y como se sobreentiende en la práctica de las anexiones plebiscitarias y sostiene la teoría federal de Proudhon. En general, y sin desestimar tan diversas doctrinas, ni desconocer el actual estado crítico de la cuestión, puede acaso afirmarse que la personalidad nacional se apoya, como toda personalidad, en un principio real superior a todos esos factores (…).
Este principio se revela en la formación de una conciencia nacional, con un sentido característico y un peculiar modo de realizar las distintas esferas de la cultura. La génesis de esa conciencia, como la de todo espíritu social, es esencialmente histórica; pues si es cierto (lo cual legitimaría la opción de Hegel) que, en un sentido trascendente, toda nación corresponde a una idea esencial, a un término del plan divino, o sea a una potencia fundamental de la historia, de que es órgano preeminente, y donde radica su valor, no lo es menos que el desenvolvimiento de esta idea se verifica por la cooperación de todos los factores vitales, lengua, suelo, raza, acción… todas las influencias, en suma, que determinan y condicionan aún al mismo individuo, y que se van fundiendo gradualmente en la lenta elaboración de la personalidad nacional.
(…) En cuanto a la teoría federativa, o sinalagmática, tiene un fondo de verdad: por cuanto la voluntad de vivir como nación es un elemento indispensable de ésta y una de las más sensibles señales de la existencia de un espíritu común. Pero yerra, sin duda, al otorgar a esa voluntad por sí sola, aislada, arbitraria, desnuda de todo vínculo objetivo, una función que no le corresponde: pues en ninguna esfera jurídica (y aun más allá del derecho) crea la voluntad de relaciones, sino que su misión se reduce a cumplir las que nacen de la naturaleza misma de las cosas, una vez conocidas. Esta teoría es un residuo de la antigua doctrina romana acerca de la voluntad, el contrato y el estado de naturaleza, con cuyos tres principios han elaborado las teorías del liberalismo abstracto Grocio, Rousseau y Kant, sus tres más ilustres e influyentes progenitores.
(…) Según Roder, la nación es un organismo de círculos locales, como el municipio lo es de familias. En otros términos: el individuo es miembro de la familia; sólo las familias, no los individuos, constituyen la sociedad municipal; los municipios forman a su vez las otras regiones intermedias y éstas –por último– la nación. Este plan es defectuoso por la insuficiencia con que en él todavía se comprende el carácter orgánico de la sociedad nacional. Ésta, a su entender, consta propiamente de individuos, que por tanto jamás son, como tales, miembros inmediatos de la nación, sino de la familia, mediante la cual entran en los restantes círculos superiores y en la nación. Ahora, si ésta no consta de individuos, tampoco los individuos, en concepto de tales, están llamados a intervenir en su gobierno (…) Llevada de un espíritu orgánico, sin duda desatiende esta concepción un punto capital. El individuo no es sólo miembro de la familia. Por sí mismo, constituye una persona fundamental, que vive directamente en la nación (y aun sobre ella), como en las restantes esferas interiores de ésta, llevando siempre su representación directa en todas.
GINER DE LOS RÍOS, Francisco: La persona social. Estudios y fragmentos (1899), Ediciones La Lectura, Madrid, 1912. Extraído de GUERRA SESMA, Daniel [Edit]: El pensamiento territorial del siglo XIX español, Athenaica, Sevilla, 2018.