La barahúnda de los pájaros invisibles. Esta tarde, en el claustro, absorto en la contemplación de los cisnes, te sientes de repente culpable, sin que ello tenga nada que ver con la mala conciencia de la resaca. Te obligas a observar las efigies sagradas, a contar las tumbas centenarias sobre las que caminas. El griterío de unos colegiales te libera momentáneamente. Te impones un interés erudito y lees, una por una, las inscripciones en latín. Regresas junto a los cisnes.
Santa Rita sigue cosechando más devoción que ningún otro santo, a juzgar por las numerosas velas rojas, por las mujeres que se arrodillan frente a su talla. Con nitidez morbosa imaginas el cáncer del marido, la adicción del hijo, el desahucio inminente, la ruina familiar. El estrago moral que padeces es evidente. Tienes miedo, y no se te ocurre otra cosa que desear con todas tus fuerzas los imposibles que están siendo implorados a unos pasos de ti, como si fueran ciertas las desgracias que acabas de idear. ¿Y si así fuera? Estás frente a la anciana que vende lamparillas votivas. No irás a ponerle tú también una vela a Santa Rita. Y por qué no. La vendedora espera y te observa. Entonces reparas en el tubo de neón que ilumina su puesto diminuto, en que hay papel pintado y un calendario atroz detrás del mostrador.
Has llamado a Beth, pero ha rehusado darte explicaciones sobre su brusca marcha de Xampú Xampany. Al mencionar la mutación que su aspecto había sufrido al salir del lavabo, solo ha dicho No sé en qué andas metido, pero te has equivocado conmigo, y ha improvisado una excusa para colgar. Después ha sido imposible volver a comunicar con ella, parapetada tras su propia voz átona en el contestador. Desistes y permaneces tumbado en la cama. Atraviesas por una pesadilla de geometrías diabólicas, de afiladas aristas, alimentada por el tornasol de un atardecer prematuro.
Las almohadas por el suelo y el embozo estrujado a los pies hablan de la dificultad con que has regresado a la vigilia. Enciendes la radio y vas moviendo el dial. Los diferentes programas se te antojan emitidos por una sola voz, múltiple y estulta, que conjuga los detalles del último atentado terrorista con un coloquio sobre la depresión, los vaticinios de una vidente, la enésima versión de Help, el peligro de las sectas, la desertización; un sujeto al que presentan como filósofo —sin que proteste— cree refutar la teoría del fin de la historia pero sólo logra destrozar la sintaxis castellana. Dejas una pieza de Michael Nyman y su circularidad desafiante te devuelve a las imágenes de la pesadilla, así que apagas el aparato y te levantas. Sin desperezarte, sin detenerte ante el espejo del recibidor, agarras el abrigo y te echas a la calle.
Siempre el Barrio Gótico. Deambulas sombrío, evitas la Catedral y su claustro. No así la barahúnda de los pájaros, que oyes confundida con la reverberación de unos arpegios de cuerda desconocidos. Al echarle unas monedas al guitarrista, preguntas: ¿Qué música es esa? No responde pero, mientras continúa con su pieza, te lanza una mirada de elocuencia, como si de alguna forma muda y rotunda te hiciera saber título y autor siendo lo de menos las palabras precisas que los identifican. Una cristalera opaca te devuelve tu aspecto desolado.
Se te ocurre la descabellada idea de que todo lo que ignoras está cobrando peso sobre tu cabeza y que por tanto perecerás aplastado, sin que concurra a apuntalarte, sin que te afirme, todo aquello que sabes, que queda en una anécdota insignificante. Si no existe un testigo universal —como vienes sospechando—, si solo tú presencias tu acopio incesante de mundo, de conocimiento, entonces la comparación entre lo que sabes —o tienes, o ha entrado en ti— y el resto del universo, jamás se llevará a cabo por falta de sujeto activo. La segunda conclusión es que, a la vez, tú eres parte de nada. Soy parte de nada, repites en voz alta. Deslastrado por la certidumbre de tu inexistencia, notas cómo tu cerviz se yergue y tu paso se apresura. Recordarás esta engañosa sensación cuando, más adelante, analices el modo sutil en que el mal intentó ganarte. Admitirás que con Beth operó de forma más grosera e igual de ineficaz. Aunque es probable que a ella el mal únicamente pretendiera ahuyentarla, y eso sí lo había conseguido con facilidad.
Un jueves por la tarde, para guarecerte de la lluvia, entras en el cine Astoria. Kevin Costner encarna a un valiente fiscal que se enfrenta al sistema. El efecto hipnótico de toda proyección se acentúa por tu estado y por un montaje trepidante, un desfile de encuadres vertiginoso. Es allí donde todo se te hace evidente. Experimentas un fenómeno de hiperactividad cerebral; con los años lo irás equiparando, al recordarlo, a la euforia de la cocaína, al trance, a la revelación. No sólo sigues la trama, valoras los aspectos técnicos de la película, te anticipas a los golpes de efecto del guión, recuerdas fechas y detalles históricos de los hechos que se recrean en pantalla; no sólo espías a la pareja que tienes a tu derecha —analizas sus perfiles, te arriesgas a especular sobre sus vidas, consideras el modo en que se visten—; no sólo traduces mentalmente los diálogos tratando de devolverlos al original; no sólo estás pendiente de la calidad del doblaje, de si los movimientos labiales de los actores se corresponden con lo que oyes; no solo repasas y declamas para tus adentros largos pasajes del Cancionero de Juan del Encina.
También ordenas los sucesos de las últimas semanas. Cuando aparecen los títulos de crédito te levantas, pasas por delante de la pareja de tu derecha, le susurras a la muchacha ¿Cómo puedes abrazar a ese cerdo?, y enfilas el pasillo central con la respiración agitada y convencido de la adscripción de Irma, Beatriz y Ramón a alguna secta o grupo satánico. Ya no llueve. Caminas hasta casa de Oriol, a quien supuestamente has querido ayudar desde el principio pero a quien has evitado por sistema desde el primer encuentro con la mirada de Irma. Pero Oriol no abre la puerta porque yace sin vida en la sala de estar, rodeado de velas que se han extinguido, de signos infames en suelo y paredes. Lo sabrás dos días después por el telediario, se lo explicarás todo a la policía y seguirás yendo al claustro cada tarde persuadido de que la barahúnda de los pájaros invisibles ha sido, es y será tu alegoría del mundo, el ruido de las voces de todos los hombres hablando a la vez, tal y como ocurre desde siempre; el bien y el mal obscenamente entrelazados en una maraña infinita y absurda.