Sucede un sábado. Con un plano de Barcelona en ristre, y aire despistado, te plantas ante ellas haciéndote pasar por extranjero. La treta funciona. Irma y Beatriz, Beatriz e Irma, aprovechan para desempolvar un inglés quizás aprendido en las monjas de San Gervasio. Tú imitas el deje de Boston. Sólo un nativo podría desenmascararte. Te pretendes incapaz de construir una frase entera en castellano, más incapaz aún de entender los esporádicos comentarios entrecruzados que constituyen tu auténtico centro de atención. Antes de una hora estáis en El Casinet merendando. Te descubres usando con Irma miradas que, al ser devueltas, detienen el tiempo.
Por un momento crees que la conexión es demasiado intensa. Te preocupa, sin fundamento, que te adivine el disfraz del idioma. Temes, desde un abismo interior, caer subyugado. Las invitas a cenar. Aceptan, no sin que antes Irma venza las reticencias de Beatriz. Lo que presumes abominable, la trama que a espaldas de Oriol vienen urdiendo los dos polos sentimentales de su vida, comienza a desprender, por lo que hace a Irma, un olor a pecado, un mortecino destello de perversión que te fascina. Aunque no quieras reconocerlo todavía. Cenáis en el castillo de Montjuic, como corresponde a los gustos de un supuesto turista. Por supuesto dices ser de Boston, ciudad que recreas sin problema. También dices ser pianista, mentira cuyo único fin es sacar a Oriol a colación en la conversación paralela, la que asoma de vez en cuando en español. Lamentarás haber usado ese anzuelo cuando, de copas en La Vaquería, te conminen a tocar.
Te excusas, arguyes sin convicción falta de ensayo, aversión a actuar en bares; ellas insisten. Te lo juegas todo a una carta y tocas —y cantas— el único tema que dominas lo suficiente como para pasar, con suerte, por profesional. El problema —o la ventaja— es que Your Song es también, por así decirlo, la canción de Oriol. Él te la ha enseñado, a él se la has escuchado más de cien veces. En la última estrofa estás a punto de incurrir en un error que podría delatarte: elevar la voz una octava tal como hace él, en versión libre que prefieres al original.
Pero todo sale a pedir de boca: la ejecución es convincente; el pianista de la casa, herido en su orgullo, te invita a abandonar el taburete de terciopelo rojo, atajando cualquier nueva petición. Además, Irma se ha quedado embobada con Your Song; no en balde sale con Oriol. Ellas hablan al fin abiertamente de tu amigo una vez concluidas las felicitaciones, las zalemas al extranjero que les canta, que las invita cenar, que les paga las copas. Durante un buen rato se olvidan de ti, hartas de su propio inglés fatigoso. No sabes si molestarte por la descortesía o felicitarte por haber logrado tu objetivo, por poder escuchar a tus anchas lo que tienen que decir. Irma te mira y, cada vez, el tiempo se vuelve a detener.
Esa noche sueñas con pájaros, con desolación, con innombrables traiciones. Durante unos días descuidarás tus asuntos, violarás tus horarios, beberás. Sin excesiva lógica, que las protagonistas de los afligidos monólogos de Oriol se encarnen en tu claustro, y en tu presencia, y juntas, te aboca a esta conclusión: algo se requiere de ti. No actuar, desentenderse, es tanto como una omisión de socorro. Te dices que eso no sucederá, aunque sólo sea porque se lo debes a él, aunque sólo sea... por la imposibilidad de dejar de visitar el lugar al que ellas también suelen ir, trastornando la barahúnda de los pájaros. En el fondo ya no es el claustro lo que te convoca —¿No llevas más de una semana sin acudir?—, sino Irma. Tus ideas se mueven en círculos concéntricos y en sentidos contrarios y, en tu mente, la fidelidad hacia Oriol nunca se cruza con las recurrentes imágenes que, muy a tu pesar, te unen al cuerpo de la mujer cuyas miradas detienen el tiempo. ¿Todavía no admites que has perdido la voluntad?
Lo más alarmante que oíste en La Vaquería hacía referencia a “castigar” a Oriol, y el diálogo en que se pronunciaba esa palabra se nutría de frases de momento sin sentido para ti. Pero hubo algo menos inteligible aun; sentencias que, a pesar del tono casual en que fueron pronunciadas, se te antojaron emitidas en una lengua muerta. Por otro lado, quisiste memorizar lugares, fechas, hábitos, en previsión de futuros seguimientos. Si necesitabas encontrar a Irma, dejando aparte el recurso al claustro, donde tarde o temprano reaparecería, por lo pronto contabas con un dato: la novia de Oriol había quedado con alguien, la noche de Reyes, para cenar en el Agut.
Cinco de enero. Estás en el restaurante de la calle Avinyó con Beth. Ni rastro de Irma. Empiezas a temer que el encuentro casual no tendrá lugar. Vas retrasando el momento de pedir la cena. Otro par de finos bien fríos, por favor. A Beth no se le escapa el detalle, ni la insistencia con que consultas el reloj, ni tu girarte sin disimulo hacia la puerta. Sonríe. ¿Sugiere que sabe lo que esperas de ella, que se aviene? Mientras habláis de sus proyectos y, sobre todo, de cómo se ha convertido en una actriz de renombre mientras tú estabas fuera, una comunión antigua se restablece. Quizá el acto de estar utilizándola, tan simple, tan íntimo, haya demolido el dique de cuatro años de ausencia para que vuestros fluidos se reconozcan.
[Continuará]