Letra Clásica
Eduardo Jordá: “Estamos viviendo los prolegómenos de una nueva Edad Media”
El escritor, que acaba de publicar una biografía de la poeta Anna Ajmátova, reflexiona sobre el talento, los fantasmas literarios y las amenazas que deja la pandemia
14 febrero, 2022 00:10El hombre que consiguió hablar con Van Morrison y escribió un libro inolvidable sobre el músico irlandés (Cátedra) asegura que escucharlo le ayuda a vivir a pesar de que –dice– ha envejecido (no musicalmente) muy mal. Es Eduardo Jordá, escritor, profesor, melómano y viajero, aunque confiesa que hace mucho tiempo que no viaja. Y no por el Covid. Llega a la entrevista después de que su familia se haya hecho pruebas antígenas y asegura que admira la responsabilidad de los jóvenes ante la pandemia. Nacido en Mallorca, vive en Sevilla desde 1989, ciudad elegida y preferida: “Es honesto elegir la ciudad en la que habitas”. Además de una obra propia, traduce desde hace años y colabora con Letra Global. Comenzó muy joven. Enseguida cogió la maleta para deambular por Burundi, Malasia o Irlanda, una de sus islas favoritas. Su amigo Javier Reverte lo ha usado como equipaje lector en algunos de sus libros de viaje –marca de autor de Reverte– y lo ha citado en muchas ocasiones por su traducción de El Corazón de las Tinieblas (Austral) de ese Conrad a los que los dos admiran tanto.
Sobre las ausencias del último año, Jordá habla de la extrañeza de saber que no volverá a ver a Reverte, que no leerá un libro nuevo suyo ni volverá a vivir experiencias como un viaje inolvidable juntos a Teruel. Cerca de donde Martínez Tessier –padre de Javier y Jorge Martínez Reverte– hizo la guerra junto a El Campesino. Habla de la Europa del siglo XX y sus fantasmas. Acaba de publicar una biografía novelada de la poeta Anna Ajmátova (Zut), una luminosa superviviente a pesar de las tinieblas del totalitarismo. Le gusta escribir biografías.
–No le habrá extrañado que Van Morrison, el León de Belfast, se haya declarado negacionista durante la pandemia.
–Uf, él y Eric Clapton… sí. Yo creo que los hombres –hablo de los varones– se ponen un poco tontos cuando envejecen. Al menos ellos, que son tan grandes en lo suyo y reciben tanta admiración. Quiero pensar que les ha afectado el confinamiento, que no han podido soportar no hacer lo que les da la gana y moverse libremente. Este virus les ha tocado la soberbia (habla pausadamente y con una ligera sonrisa, quitando importancia a algunas de sus admoniciones con un levísimo encogimiento de hombros). Aunque Morrison siempre ha sido un neurótico, estrafalario e insoportable. ¡Una fama justa! Vive obsesionado con proteger su vida privada, alarmado de lo que puedan saber de él, ocultándose. Igual que Dylan. Viven parapetados. No llevan una vida normal.
–¿Hay genios normales?
–Ellos no son genios. Usamos esa palabra con cierta ligereza. Son personas con mucho talento. Inmenso. Genios ha habido muy pocos en la historia de la humanidad. Ahora mismo debe serlo quien ha descubierto la secuencia del ADN del Covid (advierte que seguramente usa los términos confusamente), el que ha permitido la creación de las vacunas. Y seguramente, con toda probabilidad, no es la obra de un solo hombre sino de un grupo de personas concienzudas y talentosas. Es muy grande eso del genio en grupo, por ejemplo, The Beatles. En el último documental se ve claramente cómo se alimentaban entre todos. Eran egos irreconciliables y dependientes al mismo tiempo. Se ve cómo los cuatro se crecen, con la broma de uno, el rasgueo de otro, un sonido de Ringo… Genios en solitario hay muy pocos: Einstein, Bach, Mozart.
–¿Y en la literatura?
–Desde luego, Puskhin… gente que, con 40 años o menos, lo dijo todo. Y tal vez Dante. Genios son los que nos han cambiado la cabeza. Otros tienen un talento descomunal pero la genialidad es otra cosa. Lorca es deslumbrante, pura explosión emocional, pero carece de un gran pensamiento intelectual detrás. No hay un intelecto poético que articule su expresión. Cernuda sí lo tenía, pero carecía de esa emocionalidad prodigiosa de Lorca. Era frío, por decirlo de alguna manera.
–Habla de ellos como si fueran sus contemporáneos.
–Los contemporáneos son los que lees y te ofrecen algo que parece nuevo. Que es nuevo para ti. Ósip Mandelshtam, que era casi un genio, decía que si leías a Dante oías instrumentos que todavía no se habían inventado: el oboe, el clarinete, el trombón, que no existían en el siglo XIII, ya están en las páginas de Dante. Ahora mismo, o al menos esa es mi percepción, no encuentro genios que descubran sonidos nuevos en la literatura. La genialidad reside ahora en la ciencia, en la inteligencia artificial, en la robótica. Si es para bien ya lo veremos: sabemos qué pasó el siglo pasado con la bomba atómica. Algunos avances dan miedo, la verdad.
–¿Novelar la vida de Anna Ajmátova ha sido un encargo o una decisión personal?
–Forma parte de la colección Vidas térmicas que edita Juan Bonilla y, aunque barajamos otros nombres, siempre supimos que sería ella. Es una de mis poetas. He intentado hacer algo nuevo para mí: mezclar poesía, ensayo, biografía y ficción. Me apropio del personaje. Todo lo que se cuenta está documentado y es real en la medida que lo cuenta ella o lo cuentan otros. Tal vez mientan, pero yo me he basado en esos testimonios. Tenga en cuenta que ella, como les ocurrió a los republicanos aquí después de la guerra, no guardaba papeles. Lo rompía todo. Cualquier cosa: una carta, una nota podía ser una prueba en su contra. La presión de la persecución y el miedo es tremenda. Todo podía ser material subversivo. (Pone una sonrisa pícara) Tengo una certeza: ella y Modigliani fueron amantes. No me cabe duda. Hubo entre los dos una compatibilidad emocional bárbara que seguro que fue carnal.
–Tal vez estemos reduciendo el amor al sexo.
–¡Bah! Eso es una rémora del puritanismo. ¡Tanto amor platónico, tanta conjunción de las almas! Eran seres humanos y eran carnales. Ajmátova era muy joven, estaba recién casada y va a París en un momento personal muy complicado y conoce a un ser tan sensorial, tan parecido a ella. Seguro que hubo lío ese mes y medio que pasaron juntos. Como pasó con Emilia Pardo Bazán y Pérez Galdós: mucha amistad, pero aquello ardía (ríe). Se ha hecho una reconstrucción de las relaciones desde la castidad que todavía la arrastramos. En el caso de Ajmátova, además, encaja con su carácter. Era una persona desinhibida que se casa con un personaje extraordinario. Nikolái Gumiliov merece una película: fue un gran poeta, impulsor del acmeismo, explorador en África, etnógrafo. Y siendo un poeta reconocido, admitió públicamente que su mujer era mejor. Estamos hablando de 1910, cuando la anima y la presenta como una grandísima poeta. Tuvieron una gran unión emocional, aunque como pareja fueran un desastre. Ella lo defenderá siempre, poniendo en peligro su vida cuando a Gumiliov lo asesina la Cheka en 1921. Ni Gorki, pidiéndoselo a Lenin, pudo salvarle. Los dos se compenetraban y eran a la vez incompatibles. Como Lennon y McCartney.
–¿Se ha quedado con ganas de escribir otra biografía?
–Veremos. Aunque es verdad que esa época es brutal. Muy estimulante. Sobre todo sus consecuencias. El hijo de Ajmátova, que murió hace treinta años, es un icono de la ultraderecha nacionalista rusa. Es autor de una teoría rara de Rusia como madre de Eurasia, el crisol de las culturas de Oriente y Occidente. Un nacionalismo exasperado que ahora se usa como referente de una especie de filosofía geopolítica. Putin está recuperando los sueños de la Rusia imperial, esos que tantas pesadillas trajeron.
–Sus libros invitan a leer otros libros, sus viajes remiten a otros viajes. Esta biografía invita a otras.
–Son tiempos brutales y personajes fascinantes. Me encantaría volver a San Petersburgo ahora que lo conozco mejor. Pero ya apenas viajo. Y no es por la pandemia. Mi hija se reía de mí en el confinamiento: decía que mi vida no se había alterado para nada, que ya vivo confinado. Los escritores vivimos con nuestros fantasmas, que son compañeros de viaje peligrosos. (A pesar de la dureza de la frase sonríe y se encoge de hombros).
–Su último libro sobre un viaje, Pájaros que se quedan, se publicó hace dos años.
–Sí, pero la estancia en esa pequeña ciudad de Pensilvania fue hace diez. Yo vi venir a Trump, se lo aseguro, aunque todavía no sea había presentado ni podíamos imaginar que sería presidente de EEUU. Viví esa América blanca y pobre, en una ciudad cuyas tres fábricas se cerraban, sin horizonte, desde un aislamiento que solo salva, fíjese, la televisión. Y eso que fui de profesor visitante en una universidad donde los académicos vivían una vida magnífica, bien pagados y bien tratados. Era atroz la brecha entre unos y otros. La élite y los trabajadores sin futuro. Había mas diferencia entre ellos que entre un esquimal y un bosquimano. Se veía venir lo que pasó.
–En ese libro hay un tercer personaje: la casa.
–Viviendo en una casa de esas americanas, de ciudad pequeña, se entiende el cine de terror. Nosotros solemos tener vecinos: no vivimos solos en casas tan grandes y tan frágiles, abiertas a cualquiera, sea un extraño o un animal,. Es terrorífico. Un amigo de la universidad me contó una batalla suya contra un murciélago del tamaño de un perro con una raqueta de tenis. Parecía una batalla de Troya. Una gesta digna de Héctor o de Ulises. Dan mucho miedo esas casas. Y se entiende su obsesión por defenderse. Que también da mucho miedo.
–¿Los fantasmas del siglo XXI son los del siglo XX?
–Es que no han desparecido. Estamos en una situación que recuerda, casi calca, a 1914. Imperios que se derrumban y otros imperios periféricos que crecen. Incertidumbre de un tiempo que acaba. Perplejidad. Es posible que vuelva a escribir algo de eso, aunque ahora mismo estoy centrado en mi labor docente, en las clases del máster que doy en una universidad virtual.
–Dicen alumnos de sus talleres de escritura que enseña sobre todo a leer.
–Es lo más importante. Saber leer. No se puede escribir sin leer bien. Ahora mismo por cada cien escritores hay un buen lector. Deberíamos invertir la pirámide. Se escribe mucho y se lee poco (vuelve a encogerse de hombros y a sonreír). En algún caso un buen escritor puede no ser buen lector, pero son los menos. Por ejemplo, Pardo Bazán era una magnifica lectora y una extraordinaria escritora, mientras que Pérez Galdós… prefería escuchar, observar. Sí. Hay casos de escritores que beben directamente de la calle, pero son casos muy extraordinarios, al menos si hablamos de calidad. De buena literatura. De la que queda.
–¿En sus clases cuál es el libro que no falla, su arma secreta?
–Cheever. Soy consciente de ser un propagador de esa fe (ríe). El Nadador es el cuento que más me gusta explicar porque es… inexplicable. Cuando termina la narración queda anulada por completo. Y ahora, más. Muchos jóvenes, no me atrevo a decir todos, viven como El nadador. Conciben su vida como una simulación, como un relato paralelo, una mentira. Los realities sustituyen a la vida real. (Habla de su iniciación lectora, de Kafka, de su infancia con Tintín, estimulador de su vocación viajera y de la curiosidad por la cultura francesa. Y de música, imprescindible en su vida). Yo escribí un cuento sobre la última canción de Jacques Brel, una de las mejores canciones del siglo XX. Fíjese que era un poco Tintín, con ese mechón, tan guapo, aunque seguro que tenía una vida más agitada sentimentalmente. Ahora he descubierto a un cantante de los años sesenta, italiano, Fabricio de André, inspirador sin duda de los que vinieron: Lucio Battisti, Lucio Dalla, Patty Bravo. Murió muy joven y me parece fantástico.
–¿Le duelen los oídos con C. Tangana?
–No. Para nada. Una cosa es que no sea exactamente la música que escucho, pero sus vídeos me parecen inteligentes, nada banales. Hay ideas ahí detrás y mucha intención. Ha hecho canciones con Drexler y Kiko Veneno. No me molesta. Tiene un equipo muy eficaz. Hay una canción suya que empieza con un tema de The Beatles. Ahora hay gente que hace músicas interesantes, con sintetizadores, si es que se llaman así. Siempre hay gente con mucho talento. Me interesan, pero me pasa un poco como con la música dodecafónica, que es interesante pero…. El otro día escuché Lady Macbeth de Dimitri Shostakóvich, la ópera que prohibió Stalin, y me aburrió bastante. No me gustó, pero me pareció creativamente original. Siempre hay caminos: algunos perduran, otros no.
–La pandemia dejará una herencia.
–Me asusta que quede algo peligroso en cuanto al poder. Por su capacidad para coartar libertades, aunque sea por la causa de la supervivencia. Lo que ha ocurrido en Australia, con un confinamiento no explicado y controlado por wasap, me parece terrorífico. La sola idea de que perduren modelos como el de China, capitalismo salvaje y totalitarismo político, me espanta. La posibilidad de control de las nuevas tecnologías me da pavor. Y hemos culpabilizado a los jóvenes, les estamos culpando cuando, sinceramente, no sé si nosotros hubiéramos sido tan responsables, tan sumisos. Veremos qué queda, me temo que mucha relación por zoom, mucho amor virtual.
–Usted nació en Mallorca en una familia acomodada. El bailarín Nacho Duato acaba de decir que las derechas son más cultas porque suelen ser gente bien.
–Eso es falso. Además, hay dos tipos de cultura. Por un lado, esa erudición y el acceso a determinados sitios que sí te lo da una familia acomodada, pero no es la cultura esencial. La importante es la que amplía el conocimiento del alma. Y esa ha crecido entre las izquierdas o, al menos con las adversidades, las dificultades para sobrevivir. Yo uso un concepto: la unidad de medida de la experiencia humana, que me sirve para valorar la literatura y las artes. Y ahí está la clave de la cultura, su capacidad para cambiar las mentes y ampliar el conocimiento. Es verdad que he crecido en un medio acomodado, sin dificultades, pero las lecciones más importantes no han solido venir de las élites económicas. En cualquier caso, mi generación no ha padecido esa angustia que veo ahora: la ausencia se seguridad en el futuro, la precariedad en todos los ámbitos. Nosotros podíamos escapar, irte a la India. Ahora los jóvenes no tienen sitio al que huir.
–¿Y la España vaciada?
–Un espejismo, aunque no digo que no sea apetecible para alguna gente como salida, pero, al final, tendrán que depender de un sueldo; seguramente, público. Todos funcionarios (su sonrisa esta vez es irónica) viviendo del Estado. Mire, yo viví en Deia cuando era un reducto hippie y, como le dijo Gertrude Stein a Robert Graves, “Mallorca es un paraíso si puedes sopórtalo”. Para mí la supervivencia es la ciudad, suficientemente acompañado y suficientemente independiente. Los pueblos pueden llegar a ser infernales. Iris Murdoch defendía Londres porque le permitía vivir en el anonimato. Para mí es esencial no sentirse permanentemente vigilado. El problema no es dónde ir sino cómo. La robotización y la globalización nos van a marcar aún más. Yo no tengo ni idea de en qué van a trabajar mis hijos.
–Les hemos vendido el esfuerzo como premio.
–Como premio es falso, sí, pero sigue siendo la única manera de sobrevivir con solidez, de contar con herramientas de supervivencia. El otro día me metía con mi hija, que está estudiando Derecho, diciéndole que para qué sirve en un mundo sin derechos y ella me replicaba: siempre habrá lugar para la defensa. Tiene razón. El esfuerzo y el conocimiento son la única garantía de resistencia. Estamos viviendo los prolegómenos de una nueva Edad Media.
–¿En el canon Jordá entran muchos premios Nobel?
–Hay algunos grandes escritores que he conocido gracias al Nobel. La poeta Wislawa Szymborska o la periodista, si es que puede llamarse así, Svetlana Alexiévich, por ejemplo. Y los clásicos; Faulkner, Eliot, Brodsky y, si me apura, Pasternak al que le montaron una campaña que le hizo enfermar y morir dos años más tarde. Fue un hostigamiento tan vil por una novela –Doctor Zhivago– que no era ni siquiera crítica con el sistema, sino más bien la historia de una lucha entre lo individual y lo colectivo… Le llamaban Judas en la puerta de su casa. Traidor.
–Ahora lo harían en Twitter.
–Es tremendo. Conozco a gente que no escribe por miedo. Le paso a Javier Reverte cuando se peleó con la Seguridad Social y les ganó poder compatibilizar la pensión con los derechos de autor. Se quedó solo. A la hora de la verdad estaba solo. Lo que más asusta es la facilidad de juzgar que nos hemos dado a nosotros mismos y la capacidad de linchamiento de las redes, donde predomina el anonimato. Es tremendo ver a cantidad de personas que dan visos de realidad a lo que no es real, sino virtual. Ocurre solo allí. Un montón de bots creando una realidad paralela que damos por cierta.
–¿Eso afecta a la literatura?
–No sé. ¿Se puede sacar algo de contar la no-vida? Algunas ideas hay, algunas experiencias, pero no lo sé. Hay talento, eso sin duda. Me preocupa más algo que compruebo en mis clases. Cada vez existe más una brecha entre algunas personas muy preparadas, bien dotadas de instrumentos, y una mayoría que no sabe construir una frase. Una brecha enorme que no alivia el hecho de haber estudiado. Son estudiantes de máster y algunos cometen errores sintácticos garrafales. Hay una minoría ilustrada y una mayoría que apenas tiene capacidad de expresión o de comprensión. Eso es catastrófico.
–O sea, estamos perdidos.
–(Ríe) Nooo. Venimos del siglo XX, hemos vivido el Nodo y el totalitarismo. Hay que ser optimistas: es la manera de resistir y sobrevivir. Siempre hay huecos donde colarse. Lugares para el talento. Hay que armarse de confianza, aunque nunca dejemos de hacernos preguntas. Yo adoraba a Foucault, pero cada vez me parece más maléfica su idea de que todo conocimiento está sesgado por una cuadrícula social. Es sospechoso. No digo que haya una sola verdad cierta, pero hay evidencias y, contra ellas, no valen opiniones. O no todas las opiniones. La conspiración paranoica bebe de la sospecha. En lugar de estimular el conocimiento, lo mata. No se puede practicar la desconfianza como norma.