Letra Clásica
Fernanda Melchor: “Todos fantaseamos con cosas horribles, pero no las hacemos”
La escritora mexicana relata en su tercera novela, 'Páradais', los vínculos entre el deseo y el odio y analiza cómo la complicidad social aviva la violencia que se vive en su país
11 octubre, 2021 00:10Llega a Barcelona desde Berlín, donde reside gracias a una beca para creadores, para participar en el Forum Edita. Mira con curiosidad la edición española de Páradais (Random House), “hasta ahora no la había visto”, confiesa. La escritora mexicana Fernanda Melchor reconoce que, de cierta manera, el confinamiento le fue útil para concluir su tercera novela. Tras la publicación de Temporada de huracanes, aplaudida unánimemente, traducida en distintos idiomas y finalista del premio Booker, Melchor no ha parado: entrevistas, conferencias y clubes de lectura. “Demasiada vida social para poder escribir”, dice antes de comenzar la entrevista, “una de las primeras que hago en forma presencial”.
Páradais es una historia protagonizada por Franco Andrade, un obseso sexual, y Polo, el jardinero de una urbanización. Obsesionado con una mujer casada y madre de familia, a quien espía cada noche, Franco, ayudado por Polo, se las ingenia de todas las formas posibles para terminar con la víctima de su obsesión. Melchor analiza como el deseo y el odio se dan la mano y observa los mecanismos de complicidad que llevan a aceptar la violencia, una de las principales lacras de México.
–No quiero hablar de trilogía, pero ¿es quizás Páradais el final de un recorrido que comenzó con Falsa liebre y siguió con Temporada de huracanes?
–Estas tres novelas, por supuesto, no conforman una trilogía, pero sí es cierto que están unidas por una serie de intereses de los que no necesariamente era consciente. Hasta hace muy poco no me di cuenta de que en las tres novelas hay mujeres embarazadas, una casa abandonada… Se repiten motivos y temas como la violencia en Veracruz y su paisaje, tanto geográfico como emocional. Por tanto, sí siento que con Páradais he alcanzado a realizar la novela que quería escribir tanto a nivel técnico como en lo que se refiere a la trama. Y no sé si en los proyectos que vengan me va a interesar volver a abordar estas cuestiones y crear personajes que viven en la miseria o que reproducen discursos machistas. No sé que va a venir, pero creo que con Páradais algo se agotó.
–En sus novelas se acerca a la realidad a través de mitos, leyendas, relatos. ¿Lo real convive con lo fantástico?
–En literatura siempre hay recreación. Por lo que se refiere a los espacios que describo, hay cosas que vienen de mi ciudad natal, Veracruz y de su cultura, pero al mismo tiempo introduzco otros elementos, muchos de ellos de carácter mítico, puesto que a mí me interesa muchísimo lo sobrenatural, pero no a la manera de Mariana Enríquez. Ella hace cuentos de terror. A mí no me interesa escribir un relato de horror con elementos sobrenaturales, pero sí uso estos elementos para construir un personaje o una atmósfera. En el caso de Páradais recupero una leyenda de Veracruz, la de la condesa de Malibrant, que tantas veces me contaron siendo niña y sobre la que comencé a indagar cuando era cronista. Descubrí que no tenía nada que ver con lo que recordaba. En Páradais cuento mi versión, la que escuché de pequeña y que, seguramente, yo misma me inventé en parte. La condesa era una mujer que atrapaba a hombres y su historia servía como contrapeso a todas aquellas en torno a hombres que raptaban a mujeres.
–¿También los otros relatos míticos son la manera en que los individuos se explican la realidad e interpretan su mundo?
–Totalmente. La leyenda de la condesa está en la novela para mostrar que el personaje de Polo es un cobarde y señalar hasta qué punto la misoginia se basa en el odio hacia las mujeres, pero también en un profundo miedo hacia ellas. En la misoginia hay un fuerte componente de incomprensión y terror absoluto. Y esto es lo que vemos en el personaje de Polo cuando éste cree ver a la condesa. Páradais es un libro que ahonda en la misoginia e intenta entender qué le pasa por la cabeza a alguien que termina cometiendo un crimen terrible contra una mujer. ¿Qué pasa en el corazón de alguien para perpetrar algo así? ¿Cuáles son los pasos que llevan a cruzar esa línea? Al final, todos fantaseamos con cosas horribles, pero no las hacemos. Por esto, cuando alguien me pregunta cómo he sido capaz de meterme en determinadas cabezas solo puedo contestar que, en realidad, todos somos seres terribles. Quizás los escritores estemos más familiarizados con ese lado oscuro , no lo sé. Lo que sí sé es que desde hace tiempo perdí el miedo a mis emociones oscuras. He aprendido a detectarlas y a aceptarlas.
–Recuerdo cómo sorprendió Degenerado, la novela de Adriana Harwicz, precisamente por meterse en la cabeza de un violador.
–Lo increíble de la literatura y de la ficción es que nos evita la tentación de colocar eso incómodo a un lado. Para mí lo problemático de la autoficción o de la no ficción es que relata un crimen horrible como algo que está ahí, pero que no nos incumbe. Se subraya que fue otro quien lo cometió y nos aleja del suceso y sus circunstancias. La ficción, por el contrario, nos acerca el crimen, nos hace partícipes, nos obliga a preguntarnos qué hay de espantoso en nosotros y nos hace compadecernos de los demás. En Temporada de Huracanes había una clara intención de empatizar con quien comente el crimen, algo que no sucede en Páradais, donde la voluntad es exhibir la cobardía del criminal.
–Un criminal que está dentro de la sociedad.
–Claro, por eso se narra desde la perspectiva del cómplice, porque hay un tipo de violencia que me interesa y que no es la de quien asesina o viola, sino que es la de aquel que justifica sus hechos diciendo que cumplía órdenes. Pienso en La banalidad del mal de Hannah Arendt. A mí me interesaba ahondar en aquel que es cómplice de unos hechos, pero se lava las manos antes de afirmar su responsabilidad. Desde esta perspectiva, el cómplice es peor que el principal culpable en cuanto ni tan siquiera tiene una motivación clara que permita entender por qué ha hecho lo que ha hecho.
–En efecto. Siempre me interesó no solo explorar lo que sucede en la mente de alguien para cruzar determinadas líneas, sino observar cómo y por qué una sociedad permite que lo haga y alimenta determinadas ideas a la vez que repele y expulsa a los individuos que comenten tales atrocidades. Para mí es importante el escenario en el que tienen lugar los hechos; me sirven para deconstruir a los personajes y mostrar las contradicciones del ambiente. No es casual que los espacios más pacíficos de Páradais sean aquellos donde predomina lo natural, que, sin embargo, es una metáfora de nuestra naturaleza violenta. En este sentido, la naturaleza se vuelve contradictoria, es un remanso de paz pero también es agresiva, peligrosa, oscura. No he hablado de esto, pero creo que uno de los temas que se repiten es el miedo a la reproducción, a los hijos.
–En Páradais nos encontramos con una urbanización residencial: un espacio cerrado que se protege de un afuera.
–Es un búnker en el que la gente vive creyendo ilusoriamente de ser capaz de mantener el mal afuera, pero esto es imposible. La violencia, en este caso contra las mujeres, que está fuera, también está dentro. En México los niveles de feminicidio son escandalosos, si bien recientemente las cosas han cambiado. La gente ya no es indiferente como antes, aunque las leyes siguen siendo las mismas. Las mujeres alzan cada vez más la voz y hay optimismo ante la posibilidad de un cambio, aunque sea lento. Pero, aún con todo esto, todavía en la prensa se define al feminicida como un monstruo casi lambrosiano o como un hombre normal –váyase a saber qué se entiende por “normal”– al que la mujer hace algo que lo dechaveta.
–Esto es lo que comenta Cristina Rivera Garza en El invencible verano de Liliana, donde se pone en evidencia de qué manera el lenguaje culpabiliza a la víctima.
–Para mí lo fácil hubiera sido poner el foco en el culpable, que desde el inicio se ve como un ser problemático, tarado, obsesivo. Alguien que, en cierta manera, responde al tópico del asesino. Los que nacimos en los ochenta y en los noventa crecimos con la glorificación de la figura del asesino en serie. Se ensalzó como ahora se ensalza al narcotraficante, pero leyendo los libros de John Douglas, que se hizo famoso gracias a la serie Mindhunter, me he dado cuenta de que, en parte por la figura de Hannibal Lecter, hemos pensado al asesino en serie como un ser muy inteligente, incomprendido, frío. En realidad, no es así. Si miras las cifras, te darás cuenta de que los principales asesinos en serie son agresores sexuales, personas que cometen crímenes motivados por una pulsión sexual. Es muy triste. ¿Matar a una mujer para llegar a un orgasmo? Es una barbaridad. Pero lo más interesante es ver cómo estos hechos se inscriben en la sociedad. Por esto opté por poner el foco en el cómplice, ese chico normal que creció en una sociedad en la que le enseñaron que la relación entre sexos era siempre una guerra y que a la mujer o se la domina o se es dominado por ella. Quería mostrar como estos discursos llevan a alguien normal a ejercer la violencia y cómo su idea de deseo está asimismo impregnada de violencia.
–Deseo y violencia parecen estar separados por una fina línea.
–Lo están. La sexualidad adulta es compleja: está el amor y la ternura, pero también la violencia y la pasión, que tiene algo de locura. Cuando estamos apasionadamente enamorados de alguien somos psicóticos: dejamos de comer, tenemos una energía increíble, no podemos dormir… Vivimos en un estado alterado de la conciencia. Todos estos elementos alimentan la novela.
–Además de la cuestión de género, hay está el elemento de clase: un grupo privilegiado que se encierra frente al resto del país. al considerarlo peligroso.
–En las sociedades más desiguales es donde más proliferan estos conjuntos residenciales. Responden a lo que comentábamos: el mal siempre está en el otro y no vemos el que hay en nosotros mismos. En México vivimos todavía hoy situaciones de explotación laboral muy fuertes. Década tras década han ido desapareciendo todos los derechos e instituciones que protegen a los ciudadanos, empezando por las conquistas laborales. Estamos a la merced de las empresas y del mercado. Los domingos todo está abierto. Esto no sucede en Alemania, donde vivo ahora. En Berlín los domingos los supermercados están cerrados. En México son días como otros. Incluso el día de Navidad. Lo único que importa es vender. El trabajo de la gente vale muy poco. Todavía somos una sociedad desigual en la que la clase alta está en una situación de privilegio porque vive de explotar a las clases más bajas.
–Mencionaba la mitificación del narco. Parece huir de todo aquello que se asemeja a la narconovela, si bien este personaje aparece, de forma sutil, en sus tres novelas.
–Nunca fui una consumidora de narconovelas. Es un género asociado a los escritores del Norte de México y que tuvo importancia hace algunos años al convertirse casi en un contrapoder frente a la literatura predominante que se produce en el DF. En México casi todos los escritores o son del distrito federal o estudiaron y escriben desde ahí. La narrativa del Norte retrata otras realidades y paisajes. Dentro de esta literatura, encontramos las narconovelas, obras de mayor o menor calidad. Tenemos las novelas Elmir Mendoza, que en España son muy conocidas, y la de otros de altísima calidad, pero también hay novelas olvidables y que responden a una moda. Se concentran en narrar las aventuras de los narcotraficantes. Lo que a mí me interesa es el jovencito de catorce años que termina trabajando para ellos o la muchachita que decide convertirse en burrera para pagarse los estudios. El narco forma parte de nuestras vidas y está imbricado con el Estado y los entes políticos, siendo imposible ver la diferencia entre uno y otro. Para mí es como la lluvia. El narco es algo natural.
–Así aparece, como un escenario de fondo.
–Porque en Veracruz hay lugares donde el narco controla por completo la vida de las poblaciones y se convierte en una especie de hoyo negro en el que miles de jóvenes caen. Colombia vivió algo semejante. Y es terrible. En la novela aparece esta realidad, pero sin mencionarla. No quería señalar a ningún cártel en concreto, sino mostrar de forma general ese contrapoder que domina nuestras vidas y gobierna en México.
–¿Existe una ausencia de Estado?
–Hay vacío y una necesidad, sobre todo de la gente más joven, de encontrar un futuro. Al no encontrarlo, recurren a soluciones desesperadas.
–Quisiera preguntarle sobre el lenguaje. Usted reivindica el español de Vera-Cruz.
–La literatura del Norte usa un lenguaje que no tiene nada que ver con el del centro. Los norteños dicen que después de Zacatecas todo es Sur. Yo soy de la costa del golfo y te diría que el México que linda con Centroamérica es un país distinto al central y al que llega hasta Norteamérica es otro. En la época prehispánica se hablaba de Aridoamérica y de Mesoamérica, que es de donde procedo. La cultura de Veracruz es más similar a la de Guatemala que a la de Monterrey.
Siempre se ha escrito desde el centro, incluso aunque los escritores no sean de ahí. Rosario Castellanos es chapaneca, pero vivió toda su vida en el DF, como Juan Vicente Melo, Sergio Galindo o de Sergio Pitol. Lo que yo quería era contar el Veracruz que conozco y nunca he visto retratado en ningún libro. Veracruz es, como dirían ustedes, un lugar hortera de veraneo; las aguas del golfo no son bellas, es una zona gris donde va la gente pobre. Al mismo tiempo, es un lugar muy alegre, que recibe bien a los turistas y, por esto, muy querido. Para los que vivimos ahí, es mucho más que veraneo y diversión; es una realidad más compleja. La gente que vivimos en lugares donde hace calor todo el año tenemos una sensación de aburrimiento y de melancolía que alguien de fuera no puede entender. Para contar Veracruz tenía que hacerlo con la lengua que se habla allí.
–¿Esa lengua no está reflejada en los libros?
–Para nada. Cuando era niña para mí había solamente dos españoles: el que se hablaba en mi casa y el de los libros, traducciones hechas en España con expresiones que yo nunca escuchaba. Cuando comencé a escribir lo hacía como si escribiera en traducción, adoptando el español de los libros, sin saber cómo incorporar mi lengua. Mi escritura se define por el intento de unir el español literario con el habla más cotidiana. Y para conseguirlo jugaron un papel importante los autores del boom: Donoso, García Márquez, Vargas Llosa. Ellos me enseñaron que había otros españoles y que era posible llevarlos a la página escrita, reivindicarlos desde un punto de vista literario.