Letra Clásica
Ruano, el asombro y el espanto
Las memorias del columnista madrileño, escritor fascista y estafador de vidas y haciendas, continúan deslumbrando setenta años después de su publicación
14 agosto, 2021 00:10Uno de los síntomas más alarmantes de cómo ha cambiado el valor social de la literatura, un arte milenario y consustancial a la condición humana, es su transformación en hagiografía; acaso el más ridículo de todos los géneros porque persigue un rarísimo unicornio: esa forma de bondad natural que, salvo contadísimas excepciones, por desgracia nunca responde al diagnóstico de la inmisericorde realidad. Los santos, como sabemos, no existen. Y si de verdad existieran, en contra de lo que afirma el santoral, serían escasos y excepcionales. Algo así como los happy few de Enrique V, el drama regio de Shakespeare. Una banda de hermanos ejemplares.
No es fácil pertenecer a semejante club. Mucho menos en el mundo de las letras, que desde siempre, igual que otros ámbitos, se ha convertido en un charco donde el agua es más bien escasa y emergen, con sus colmillos infalibles, los cocodrilos. La cuestión no es nueva. La historia de la literatura es una cosa; la literatura, en el fondo, otra distinta. La primera tiene la forma de un relato –cambiante– construido a posteriori. La segunda es el misterio (verbal) que nos hace sentir cierta simpatía, en su sentido etimológico, por personajes que desde el punto de vista ético no reúnen las cualidades de las vidas piadosas.
Ruano, en su casa de Ríos Rosas (Madrid). Al fondo, el retrato –que siempre conservó– durante una entrevista con José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange
La lista de escritores despreciables es extensa. Lo mismo que la historia de la humanidad. Pero, frente a quienes creen que el discurso moral anula las cualidades del arte, el paso del tiempo desmiente con insistencia esta tesis evangélica de que los buenos artesanos deben ser obligatoriamente excelentes personas, cuando ambas cosas, siendo deseables, a menudo discurren por senderos divergentes. Por supuesto, hablamos de una convención social: la fama o la leyenda negra de los escritores no anula –ni mejora– su maestría delante del papel. Sucede únicamente que una parte de la sociedad, intelectuales incluidos, sigue pensando que leer a un autor determinado –o llevarlo bajo el brazo, como se decía antes– es un signo de distinción (o perversión) personal. Le ocurre, sobre todo, a quienes carecen de convicciones propias o necesitan alimentar la industria de la corrección política con su descomunal compromiso.
Nada de esto, en realidad, tiene que ver estrictamente con la literatura, que se reduce al placer –o la repulsa– de descifrar lo que alguien ha escrito para su lectura. Sea hedonista o abyecta. De la figura de César González Ruano (Madrid, 1903-1965), pionero del columnismo español, gran ídolo literario de la posguerra, se desprende este halo (maldito) que provoca el espanto ante las conductas ajenas. Ruano fue un escritor fascista y fascinado con un irreal linaje nobiliario, ataviado con un bigotito fino perversamente dibujado que, a los ojos actuales, define perfectamente el tamaño de su máscara y, de un tiempo a esta parte, despreciado con encono ecuménico por su conducta.
La edición de Janés de Baudelaire, la biografía literaria de la que Ruano dijo sentirse más orgulloso
Después de ser homenajeado durante lustros por una entidad privada –la Fundación Mapfre–, que puso su nombre un premio de articulismo, pasó al olvido vergonzante justo antes de que un libro –El marqués y la esvástica (Anagrama)– firmado la germanista Rosa Sala Rose y el periodista Plàcid Garcia-Planas, conjurara sobre su figura la sospecha de que durante su estancia y cárcel en Francia se dedicó, entre otras ilustres estafas, a traficar con el pavor de los judíos que escapaban de los nazis, por los que sintió –en esto no difiere mucho de una parte de su generación– cierta condescendencia que muchos consideran tibieza, pero que pudo ser pura complicidad egoísta. El infame comercio con la desgracia de los demás.
Conviene, sin embargo, recordar que en el siglo de los totalitarismos, un pasado que no deja de reverberar todavía en el calendario, proyectando sus sombras sobre el presente, tanto el fascismo, alimentado por algunas vanguardias, como el comunismo, idolatrado como una nueva religión sin dios, parecieron modernos. Ambos eran fanatismos, pero a diferencia del dogma cristiano presumían de su absoluta falta de piedad. Juzgar el pretérito desde las creencias del presente es una costumbre que permite quedar bien a quien la practica, más que ayudar a entender el contexto en el que acontece la historia. Ruano es un ejemplo. Porque, si bien su conducta fue espantosa desde el punto de vista humano, sus cualidades como escritor –admitidas incluso por muchos de sus últimos detractores– son indudables.
Existen, por supuesto, opiniones distintas. Es natural. Pero las dos actividades esenciales del hecho literario –escribir con libertad, leer sin anteojos ideológicos– pueden seguir practicándose con sus libros, tan irregulares como abundantes, más de medio siglo después de que fueran impresos. Una muestra son sus memorias –Mi medio siglo se confiesa a medias–, de cuya publicación se cumplen ahora setenta años. Editadas en 1951 por la casa Noguer de Barcelona, y accesibles en una estupenda edición de Renacimiento con un prólogo de Manuel Alcántara –titulado César– que es un perfil de arte (mayor)–, en sus páginas late un espíritu contradictorio, irónico y, a pesar de todas las evidencias, sincero, aunque se nos presente constantemente como una extraña franqueza fugitiva.
Existen, por supuesto, opiniones distintas. Es natural. Pero las dos actividades esenciales del
El libro de Ruano es un monumento al fingimiento, pero eso es lo que lo hace interesante y hasta ejemplar –sin que su vida lo fuera– para entender el recurrente vicio humano de embellecernos a nosotros mismos ante los ojos de los otros, al mismo tiempo que, con una falta de pudor encerrada bajo las formas del falso decoro, se invoca la benevolencia ajena con el método (retórico) de confesar algunas faltas, seleccionadas con ingenio, mientras se obvian los pecados mortales que condenarían a cualquier alma. Aquellos que busquen un acto de contrición deben, por supuesto, abstenerse de su lectura. No encontrarán lo que buscan.
Biografía de Mata-Hari, uno de los libros de encargo que Ruano escribió para ganar dinero al margen del periodismo
Quienes, en cambio, quieran aprender cómo un personaje (sin principios éticos) se inmola en el altar de la melancolía, consciente de que su hora ha pasado por mucho que aspirase a fijarla para siempre mediante la escritura, tienen aquí un libro capital. Ruano, maestro de la media verdad, es el héroe de su epopeya, que, por descontado, no es tal. A sus 47 años, cuando se decide a recapitular por escrito el parte de sus hazañas, dejando en la sombra muchas de sus perversiones secretas, pero vislumbradas, ya sabe –o intuye– que es pretérito.
En ese instante siente que no ha escrito una gran obra por pereza y falta de constancia –el periodismo y sus urgencias, además de su condición efímera, carece del aprecio de los críticos y de la púrpura académica– pero, a su manera, piensa haber triunfado porque su generación, en una España donde el ejercicio literario profesional era un oficio reciente, menesteroso y miserable, no ha tenido que vivir pasando hambre y condenada de antemano a convertirse en la antítesis de sus sueños.
Biografía de Ruano dedicada a Miguel Primo de Rivera editada por las ediciones del Movimiento
Se trata una victoria relativa, sin duda, pero también exacta. El Parnaso de la posteridad rara vez casa con la dignidad que supone vivir de la pluma, acaso porque, igual que devoramos a los ídolos de nuestros mayores –y Ruano, sin duda, lo fue– con el tiempo también encontramos en su fingimiento una parte de la verdad de la condición humana. Su existencia, desentrañada en una magnífica biografía –César González Ruano, en blanco y negro (Renacimiento)– por Marino Gómez Santos, lazarillo durante años del falso marqués que conjeturaba ser el escritor, es abundante en anécdotas, amplificadas por él mismo, y decadencias sucesivas. Pero, como escribe Ruano en su Diario íntimo, “todo el mundo, en cierto modo, escribe en cifra y, queriendo y no queriendo, se delata”.
Estas memorias, escritas con una dicción memorable, son eso: una traición a su estampa perpetrada por el procedimiento de sublimarla, de forma que la exageración, lo grotesco, incluso la caricatura, desmientan lo que, en principio, enuncian. “Ruano” –dice Gómez Santos– “solía alternar los elevados actos con acciones infames. Diríase que se trataba de un trastorno de comportamiento, víctima de un espíritu maligno que entraba en su cuerpo y le hacía hablar y comportarse no como quisiera, sino como ese espíritu quería”.
Y, sin embargo, ese Mefistófeles, autor de biografías venales dedicadas a Mata-Hari y al dictador Primo de Rivera, proletario de los folletones de los periódicos, que confiesa haber leído muy poco, insensible ante dolencias que no fueran las suyas, alguien que muestra sin reparos su servilismo ante los herederos de una monarquía corrupta y en el exilio, condescendiente ante la moral impía, un rasgo que eleva a la categoría de distinción, denostador de los valores republicanos, este bon vivant crápula, nos deja el friso asombroso de aquella España terrible del gasógeno y la mediocridad, de las misas y los salmos hipócritas, ciega ante su drama, perfumada con incienso y orina de gato en la que, como un perfecto demente, aspiraba a convertirse en estatua (en vida) sin caer nunca en la cuenta de que las efigies que perduran únicamente las levantan los demás, jamás uno mismo.
“De la moral” –dice su biógrafo– “hizo una esterilla para limpiarse los pies”. El Ruano de carne escasa y huesos frágiles era un ridículo actor de tragicomedia en una sociedad que se consumió durante tres años de Guerra Civil, prolongada más tarde a lo largo de las cuatro décadas infames de dictadura. En todo ese tiempo, no creyó más que en sí mismo. En sus memorias, más que en sus versos, porque siempre aspiró a ser poeta, y sin duda más que en sus miles de artículos, que Umbral, su gran discípulo, plagiaba con devoción admirable, encontramos, entre toda la hojarasca, párrafos envidiables donde, de improviso, emerge la voz de un hombre que sabe que con la suma de sus mentiras terminará construyendo una verdad.
Primera edición de Mi medio siglo se confiesa a medias de la editorial Noguer (Barcelona, 1951)
Mi medio siglo puede leerse así como una galería de bohemios, asesinos, santos, señoritos y buscavidas, igual que las barrocas Memorias de un literato de Cansinos Assens (Alianza) o las libérrimas rememoranzas del descomunal Baroja –Desde la última vuelta del camino (Tusquets)–. Sus páginas contienen el innegable talento del Ruano-escritor para las caracterizaciones de personajes en apenas unos trazos, la brillante capacidad adjetiva y certifican cómo hasta en los instantes de egotismo, le puede la justicia (poética) de admitir que Alberti ha escrito un libro –Marinero en tierra– mejor que los suyos, que Lorca, al que retrata como un andaluz profesional –en esto coincidió con Borges– tenía valores como escritor, o que el sensacional periodismo de Manuel Chaves Nogales, con quien trabajó en el Heraldo de Madrid, estaba escrito para los lectores del porvenir y, por tanto, perduraría.
También hay miserias: machismo disfrazado de presunta elegancia, una impostada grandeur que no termina de saberse bien si es irónica u obsesiva –probablemente, ambas cosas–, mucha piedad fingida, cruel pragmatismo disfrazado de ingenuidad, presencias y ausencias según conveniencia, como decía Santiago Montoto, y otras terribles maravillas donde asoma el rostro bifronte de la una personalidad desconcertante. Lo deslumbrante de la falsa confesión de Ruano, extendida durante los cinco libros de sus memorias, es que transmiten la sensación de que el payaso que se cree hidalgo, el fingidor compulsivo, en el fondo sabe –y nos revela– que no es sino un pobre mendigo. Un Rey Lear que, en vez de vivir un drama, se sabe el héroe de su esperpento. Un enfermo imaginario, dipsómano e incorregible que, capaz de actuar como un demonio, intuye que a quien está estafando es, sobre todo, a sí mismo.
Edición de las Memorias de la editorial Renacimiento
Durante sus años madrileños, en los cafés donde le guardaban el recado de escribir, en los dos o tres artículos que escribía cada día, en sus seis meses en el Berlín de la quema de libros y el incendio del Reichstag, el periodista que llama “canciller” a Hitler, el viajero (pensionado) que disfruta el arranque de la Guerra Civil en la Italia de Mussolini mientras España se cubría de sangre y oprobio despliega una intensísima vida de simulación, engaños y estafas, oculta bajo las alfombras que iba pisando, se diría que con zapatos de charol. Y, de repente, en los pasajes más memorables de estas memorias quiebra sin previo aviso las bondades del circo social –donde en cierto sentido ejercía de león enjaulado– para ponerse estoico:
“No sé si podré algún día realizar ese ideal de abandonar el asfalto y esperar tranquilamente el fin de la vida en un rincón del mundo, encerrado con mis recuerdos y regando cada mañana, aún solo limpio y entero, la planta solitaria de mi felicidad, que para nada necesita de halagos ni de famas ni de toda esa insufrible monserga que llamamos vida de relación y que cada año me marca más y me produce mayor desdén y asco. Hacer el ‘difunto Matías Pascal’, olvidarme yo mismo de mi nombre, llevando en mi costado la propia y elegida Circe, dejar a los otros este plato numerado en el pobre banquete de la horrible literatura española, y comprar, con todas las renuncias, el derecho a mi insobornable intimidad me obsesiona desde que intenté quedarme a vivir para siempre en Positano, aquel maravilloso puerto de navegantes perdidos”.
El escritor posa, en la portada de una de las ediciones de sus Diarios, con un gesto que recuerda al que en su momento imitó Umbral
Y añade: “Contra un simple seguro de casa, alimentos imprescindibles, un paquete diario de cigarrillos y cuatro cafés pagados en un cafetín marinero, cambiaría encantado todo lo que tengo y que tantos desdichados me envidian hasta el odio (…) El serio ideal de perderse del mundo donde uno es más o menos conocido y aislarse no melancólicamente sino con la alegría ancha, larga e inédita, de comenzar de nuevo una existencia simple, directa, sin ambiciones ni olor a lo colectivo, entre gentes para quienes uno no tuviera ninguna biografía”.
Alta poesía (en prosa) escrita por un perfecto canalla. Fiel al lema nobiliario del (falso) marquesado de Cagigal que Ruano soñaba tener en régimen de monopolio: Del mio desiderio, godo (De mi deseo gozo). No está mal para un alma del Purgatorio o una criatura del Inferno (del Dante).