Walter Benjamin trabajando en una biblioteca

Walter Benjamin trabajando en una biblioteca

Letra Clásica

Benjamin y Roth en Moscú

Es maravillosa la capacidad de ver lo que se tiene delante, capacidad que se ve disminuida por las anteojeras de la ideología (cuanto más dogmática más cegadora) y la tendencia al ensimismamiento

22 noviembre, 2020 00:00

“Qué maravillosa es la capacidad de ver lo que se tiene justo delante”. Noam Chomsky, a propósito de la reimpresión corregida y aumentada de su La responsabilidad de los intelectuales, recuerda esta frase irónica del entonces famoso periodista y polemista norteamericano Dwight MacDonald. Con ella termina un ensayo en el que compara el “desprecio farisaico” de la clase intelectual americana, que después de la segunda Guerra Mundial pontificaba sobre la “culpa colectiva” de los alemanes, con la actitud de los soldados del ejército vencedor, que se compadecían de la situación de aquellos desdichados como ratas entre ruinas. Sí, ciertamente, todos sabemos que es mucho más fácil juzgar y condenar desde la comodidad de la distancia --es algo que vamos haciendo todos, de generación en generación-- que desde el teatro de las operaciones...

El caso es que Chomsky, como antes MacDonald, se extrañaban de que los intelectuales norteamericanos, supuestamente bien preparados por una educación humanista, que hubiera debido hacer de ellos unos seres humanos especialmente sensibles, perceptivos y compasivos, capacitados para extraer de los datos objetivos conclusiones precisas, opinaban como el público del decadente circo romano, apuntando al suelo con el pulgar. Eran los soldados sobre el terreno los que mostraban humanidad.

Es maravillosa la capacidad de ver lo que se tiene delante, capacidad que se ve muy disminuida por las anteojeras de la ideología (cuanto más dogmática más cegadora) y por la tendencia al ensimismamiento característica del intelectual, que goza de sus operaciones mentales encerrado en su despacho pero al mismo tiempo quiere legislar el mundo.

Este es un tema terrorífico porque sugiere que la educación, el conocimiento y la sabiduría pueden hacernos más tontos e injustos.

¿Quién era más inteligente: Walter Benjamin o Joseph Roth? Por supuesto, como diría mi madre: “Cada uno en su estilo”. Sí, cada uno en su estilo eran inteligencias eminentes. Sí, en general estas comparaciones son un poco absurdas. Pero creo que todos estaríamos de acuerdo en que, en términos de pensamiento abstracto, la inteligencia de Benjamin era más destilada, más fina. (De la misma manera que, en el campo de las artes plásticas, entre los últimos grandes talentos del siglo XX, Duchamp era más inteligente que Picasso --sin que quiera con ello decir, ni mucho menos, que Picasso fuese tonto.

Es impresionante el testimonio involuntario de Walter Benjamin en su Diario de Moscú. Ese texto no estaba destinado a la publicación, por lo menos en el estado en el que su autor lo dejó. De manera que se ha editado en todo el mundo de una manera abusiva y bajo el socorrido pretexto de homenajear a Benjamin publicando hasta sus listas de la compra. Algo tan repulsivo como esa manía de exhumar las tumbas de los antiguos egipcios y exponer las desvalidas momias en el museo de El Cairo, o vender los sarcófagos a coleccionistas, museos y “egiptólogos” de todo el mundo.

No obstante el caso del Diario de Moscú resulta tan iluminador que me sumo a la violación y no me resisto a referirme a él.

Benjamin llega a Moscú en 1926 siguiendo los pasos de la joven activista Asja Lacis (a la que dedica su Calle de sentido único). Simpatizante de la Revolución rusa, indeciso sobre si debía afiliarse al partido comunista alemán, Benjamin, que no sabía ruso, en Moscú sencillamente no se entera de nada. Busca juguetitos para su colección. Se siente desplazado y mal amado. Ha de alojar en su cuarto del hotel donde se aloja --modesto pero dotado de calefacción-- al nuevo amante de Asja, que está enfermo, cederle la cama y él dormir en el suelo; cosas del amor y la abnegación. Sus amigos lo llevan al teatro a ver Los días de los Turbin, la obra de teatro del réprobo Bulgakov, y aunque no la entiende gran cosa sale escandalizado porque le parece claramente contrarrevolucionaria y le asombra que las autoridades no la hayan prohibido. Él mismo explica cómo insiste a sus amigos pidiendo explicaciones; ellos miran de reojo, se muerden los labios, y al final, de mal humor, le explican que “Él” ha ido a ver esa obra diez veces. “Él” es Stalin, con lo cual el misterio queda resuelto, claro.

Solo con esta anécdota Joseph Roth ya lo hubiera entendido todo sobre el Moscú de la revolución. Roth era un periodista y un fabulador prodigioso, también un alcohólico y un sentimental incorregible, pero le bastaba echar una mirada a un lugar para identificar e interpretar los signos más pequeños, como Sherlock Holmes en el escenario de un crimen.

Al llegar a Moscú, Roth invita a Benjamin a que pase a verle por su hotel. A Benjamin, que tiene que contar hasta el último kopek, le impresiona el lujo con que está instalado Roth, y su actitud hedonista, voluble y decadente. Y al cabo de unos días, cuando éste se vuelve a Berlín, escribe en su Diario, con amargura: “Roth llegó a Moscú como simpatizante de la revolución, y se va como monárquico convencido”.

¿Qué ha pasado aquí? Ha pasado que mientras Benjamin estaba comprando juguetitos para su maldita colección, y suspirando de amor por Asja Lacis, y no se enteraba del horror que le pasaba por delante de los ojos, Roth, con su infalible instinto de periodista, en unos días se hizo una idea exacta de la situación, se desengañó del bolchevismo, y se fue a buscar referencias en el otro extremo del espectro político: en la monarquía tradicionalista de los Habsburgo.

En fin, dado el trágico fin de ambos, da igual, ciertamente, quién vio lo que tenía delante --capacidad maravillosa-- y quién andaba ciego por la vida…