Letra Clásica
Ardor guerrero (y III)
La estancia en Son Dureta duró poco tras el desaguisado en el Ejército, pero dio para unos días con muy buenos recuerdos en Mallorca
9 noviembre, 2020 00:00Tras graduarme la vista, el médico militar me preguntó: "¿Y usted qué hace aquí con cuatro dioptrías y media?”. A lo que repuse algo parecido a “Yo también me lo pregunto, mi capitán”. Evidentemente, no se me ofreció ninguna disculpa por la chapuza barcelonesa y se me devolvió al campamento con la seguridad de que mis días en el ejército se habían acabado, aunque no se me dijese cuando podría reintegrarme a la vida civil. Al parecer, unas extrañas reglamentaciones hacían que la expulsión no fuera inmediata y que tampoco tuviera una fecha concreta de aplicación. Y como faltaban pocas semanas para la jura de bandera, más me valía participar con entusiasmo en los preparativos de tan magna jornada, aunque poco después de ella, en fecha indeterminada, me pondrían en la calle. La lógica militar es así, amigos.
Empezaron entonces unos días absurdos en los que me iba y no me iba al mismo tiempo, convertido en una especie de soldado de Schrödinger que debía reintegrarse a su vida normal, pero no se sabía cuándo. Por una parte, la cosa resultaba exasperante. Por otra, te sentías invadido por una extraña tranquilidad y un ahí-me-las-den-todas que no resultaban en absoluto desagradables. Una mañana en la que me daba una tremenda pereza sumarme a los ejercicios habituales, me escondí debajo de la piltra a ver si reparaban en mi ausencia y venían a buscarme. No apareció nadie. Por la tarde, las torrijas en el Hogar del Soldado me resultaban especialmente querenciosas. Nadie me libró, empero, de los preparativos para la jura de bandera, consistentes en convertir a unas máquinas de matar en las alegres chicas de Colsada. De repente, todo eran ensayos del inevitable desfile, en los que volví a comprobar --como ya me había sucedido con el montaje y desmontaje del fusil reglamentario-- la eficacia de la disciplina militar a la hora de hacer cosas que nunca pensaste que pudieras conseguir.
El sistema era el habitual: una mezcla de prisas, gritos y amenazas que, curiosamente, siempre alcanzaban su objetivo, aunque tú no entendieras cómo. Fue así como llegue al gran día desfilando de manera marcial, “propulsando el brazo tieso hasta la altura de la cabeza del compañero de delante” y manteniendo una mirada perdida, fría y feroz. Mis progenitores, mostrando por mis actividades castrenses el mismo interés que por las profesionales, se quedaron en casa (intuyo que mi padre, convencido de que encontraría alguna manera de hacer el ridículo y ponerlo en evidencia, debió convencer a mi madre de que más valía no trasladarse a Mallorca). Como, a diferencia de mis compañeros más tarugos, no posé con el rifle en la mano para ninguna cámara y la foto oficial enviada al domicilio paterno se extravió en el correo, no queda constancia alguna de mi estancia en Son Dureta.
Días de libertad en Mallorca
Unos días después de la jura de bandera, me echaron sin avisar y con cajas destempladas. Tras secuestrarme y hacerme perder el tiempo durante cerca de tres meses, ahora me expulsaban deprisa y corriendo y sin darme tiempo a despedirme de mis escasas amistades del campamento pagándome unas rondas en el Hogar del Soldado. En cosa de diez minutos, me había vestido de paisano, recogido mis bártulos y plantado en la entrada del acuartelamiento. Hasta para ser libre había que hacerlo a toda pastilla. En fin, ya que estaba en Mallorca, me quedé unos días y así fue como logré atesorar el mejor recuerdo de mis días en el ejército.
Estaba una noche en un bar de Palma, bastante cocido, cuando me crucé en la barra con mi querido brigada Bernardino. Le saludé con una sonrisa de palmo y me temo que debí soltarle alguna inconveniencia, pues me lanzó una mirada asesina y me dijo que ya hablaríamos a la mañana siguiente en el campamento. No podía creer mi suerte: ¡el pretoriano canario no se había enterado de que me habían echado y ya no podía seguir amargándome la vida! Lo descubrió cuando le mostré la libretita blanca que representaba mi libertad y le dije que no volvería a verme el pelo por sus reales. Ese instante justificaba todo el aburrimiento y el cansancio de los meses anteriores y aún lo rememoro a veces a día de hoy, preguntándome qué habrá sido del bueno de Bernardino. ¿Ascendería alguna vez? ¿Puede que ya esté jubilado? ¿Pagaría alguien el mal humor en que yo lo había sumido durante nuestro breve encuentro en el bar?
Unos días después, volví a Barcelona, donde no tardé nada en darme cuenta de que tal vez había sobrevalorado la existencia en libertad. Pero eso ya es otra historia. La de mi vida, concretamente.