Letra Clásica
Stefan Zweig, la literatura admirable
Acantilado reúne en un volumen los ensayos literarios del escritor austriaco, cuya devoción por los libros nos muestra que leer puede ser una obra de arte
9 julio, 2020 00:00El acto intelectual supremo, la cúspide del pensamiento humano, es la lectura y su más glorioso derivado: la escritura. Toda la esencia de la civilización humana está condensada, resumida, concentrada, en este doble suceso íntimo que consiste en descifrar en silencio un libro y, acto seguido, en un ejercicio de emulación creativa, componer otro, alimentando esa rueda secular que llamamos tradición cultural. El resto, como diría el clásico apócrifo, sólo es música ambiental. Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, 1942) lo entendía –o quizás sería más correcto decir que lo sentía– así, y aunque haya pasado a la historia como un soberbio escritor de biografías y un memorialista descomunal –léase El mundo de ayer, donde reconstruye el auge y caída de la extraordinaria Europa de su tiempo– es en sus escritos sobre crítica literaria donde de forma más directa muestra la devoción que sentía por libros, autores, historias, traducciones y proyectos editoriales.
Acantilado, la firma que fundase Jaume Vallcorba, dirigida ahora por Sandra Ollo, cuya labor editorial, hecha desde Barcelona, contribuye a que el trato con los grandes nombres de la cultura nos convierta en ciudadanos conscientes, reúne ahora en un volumen una selección de los ensayos literarios –entiéndase desde el punto de vista temático– que el escritor austriaco dedicó a libros y autores predilectos, desde Goethe, padre del canon germánico, hasta James Joyce, a quien además de Ulysses y el Retrato del artista adolescente debemos una hermosísima composición musical –Bid Adieu To Girlish Days– que evoca, igual que la prosa de Zweig, la nostalgia por el pretérito de una cultura paneuropea que lo tuvo todo para deslumbrar al mundo, pero cuya historia se asemeja al canto de un cisne.
Encuentro con los libros, que así se llama este volumen, traducido por Roberto Bravo de la Varga, y al cuidado de Knut Beck, es un canto a la luminosa riqueza de la lectura, escrito por un hombre que, ante la perspectiva de haber perdido la capacidad de respirar en un mundo violentamente ágrafo, destrozado por los totalitarismos, decide quitarse la vida en Petrópolis, una ciudad del Brasil interior. El suyo fue un acto de despedida con un mensaje aterrador: ninguno podemos vivir contra nuestra identidad, que es nuestra vida. Zweig no concebía la existencia sin los libros; prefirió una despedida súbita de todo antes que asumir la aciaga muerte de las bibliotecas. En su decisión de apretar el gatillo no hay, sin embargo, nada de la soberbia del erudito ni el supremacismo del intelectual exquisito.
Para Zweig, como cuenta él mismo en la obertura de este libro, titulada El libro como acceso al mundo, una pieza antológica, la relación con la literatura es básicamente temperamental, pasional, incluso tóxica. En los libros habita la única vida digna de tal nombre, que es la que nos abre a los demás, incluidos los muertos; nos enseña que existen otros mundos posibles y nos permite explicar el universo que nos rodea. Los textos de esta colección de artículos, prólogos y reseñas versan sobre la literatura de Rousseau, Flaubert, Balzac, Stendhal, clásicos europeos que describen al hombre, reflexionan sobre las cosas que verdaderamente merecen la pena –ninguna es la política, aunque sus ideas tengan que ver con ella– y dotan de instrumentos intelectuales a quienes se acercan a sus páginas. Un inmenso patrimonio (inmaterial) que implica compartir con otros el conocimiento, propagar el fuego de la inteligencia.
Un hombre se define por sus filias y por su fobias, y el Zweig lector, obstinadamente hedonista, disfruta y propaga las primeras y obvia con elegancia las segundas. Más que un acto de generosidad con sus lectores –esa comunidad invisible– podríamos describir esta actitud como una muestra de respeto. El escritor austriaco nos conduce directamente a los libros que merecen la pena, guiándonos en un laberinto de ediciones y traducciones para que podamos seleccionar las mejores partituras literarias, sin distraernos en el océano de espejismos que a veces alimentan las imprentas. Se trata de una labor más que necesaria, sobre todo en estos tiempos de reseñismo diletante, cuando la prescripción y el spoiler han sustituido, al menos en los suplementos culturales, al viejo arte de hacer literatura hablando de literatura.
Stefan Zweig durante su juventud
Zweig, devoto coleccionista de libros pero no un bibliófilo, recomienda ediciones de bolsillo y formatos manejables –títulos en papel biblia que caben en un bolsillo–, alejados de la sacralidad editorial, componiendo con sus preferencias una epifanía de la lectura como obra de arte. Así, nos explica los criterios para elegir una determinada edición de un título frente a otras muchas posibles, orienta acerca del milagro de la traducción –ese oficio que consiste en verter en un molde distinto libros inseparables de la lengua en la que fueron escritos–, y valora (con una perspicacia ejemplar) las aportaciones de autores antiguos y coetáneos, sin que le muevan los celos o el natural espíritu de competencia.
Especialmente ilustrativa es su aproximación a la obra de Goethe, a la que dedica varios ensayos breves donde el escritor alemán aparece retratado, en vez de como una estatua, como un ser humano que a los ocho años escribe su primer verso y, siete décadas después, con la mano temblorosa de un anciano de 82 inviernos, se despide de la vida, junto al jardín de su casa en Weimar, en un despacho forrado de verde con una diminuta habitación auxiliar donde todavía permanece el humilde camastro donde murió, con un poema postrero. Esta imagen resume la relación natural, vivencial, que tenía con la literatura. Antagónica a la caricatura del autor escultórico e institucional que con frecuencia se tiene del padre del Fausto.
“En la esfera espiritual, lo humilde, lo cotidiano –escribe el ensayista austriaco sobre Goethe– está estrechamente unido a lo sublime, y es en esta mezcla entre lo común y lo extraordinario donde se revela el genio, donde la vida de costumbre adquiere un valor fabuloso, elevándose portentosamente. Que una obra se humanice, en lugar de divinizarse, facilita siempre su comprensión”. No es fácil encontrar en un tratado sobre libros una reivindicación más precisa de la capacidad de la literatura para obtener, por destilación, el aliento de la vida, enriqueciéndola. Encuentro con las letras es, en este sentido, una colección de literatura admirable, escrita sin la pretensión de sentar cátedra y movida por el calambre de la admiración por el talento ajeno. En este caso, el de Thomas Mann –Zweig reseña su Carlota en Weimar– Balzac –el novelista francés fue una de sus debilidades, Josep Roth, Freud –cuyos descubrimientos le permiten incidir en la importancia de la psicología para poder entender la novela de personajes atormentados– Rilke, Gorki, Flaubert, Walt Whitman o Byron.
Retrato de Goethe hecho por Warhol a partir del lienzo
El abordaje de autores y libros no es jerárquico, sino devocional. Para Zweig el acto de leer tiene que ver con esa experiencia de la infancia –la sensación del primer descubrimiento del mundo– que con el paso de los años se lima, hasta desaparecer o extinguirse. Es un lector sanguíneo y, por tanto, un escritor temperamental, impulsado por el entusiasmo de ir abriendo un camino que momentos antes era un sendero oscuro. Sólo así, gracias a esta pasión incendiaria y sin freno, se explica la indudable calidad y extensión de su propia obra literaria, que es un hermoso canto a la cultura que, en lugar de separarnos, nos humaniza.
Uno de los instantes más emocionantes de este libro lo resume a la manera de un cuento, aunque realidad se trata de un episodio histórico: el escritor austriaco, pasajero de un barco regular, haciendo escala en Nápoles, descubre que uno de los miembros del pasaje, un joven italiano con el que había trabado conversación, no puede leer la carta que le había enviado una chica, una de esas epístolas “que cuentan lo que las jóvenes cuentan a los jóvenes en todos los países y en todas las lenguas del mundo”, porque es analfabeto. Entonces se produce la interrogación que nos revela que nuestro mundo interior, aquello que de verdad somos, “se va tejiendo con ese otro mundo visible y, al mismo tiempo, invisible de los libros”:
“Aquel muchacho inteligente, de una belleza escultural, dotado de gracia y de auténtico talento para el trato humano, formaba parte de ese siete u ocho por ciento de italianos que, según las estadísticas, no saben leer (…) Por primera vez me había encontrado cara a cara con un analfabeto, europeo además (…). Traté de imaginarme la situación. ¿Cómo sería no saber leer? ¿Cómo se puede soportar una vida así, sabiendo que entre nosotros y el universo se abre una brecha insalvable, sin ahogarse, sin empobrecerse? ¿Cómo soporta uno que lo único que puede llegar a conocer sea lo que llega por casualidad a sus ojos, a sus oídos? ¿Cómo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros?”.