Letra Clásica
El consuelo del Stabat Mater
Un viaje por las composiciones antiguas y contemporáneas que a lo largo de la historia de la música han expresado la pérdida y la trascendencia del dolor
14 abril, 2020 00:00“Estaba la madre dolorosa, / junto a la Cruz lacrimosa, / mientras pendía el Hijo. / Cuya ánima gimiente, / contristada y doliente / atravesó la espada”. Estos son los primeros versos del himno latino del siglo XIII atribuido al franciscano Jacopone da Todi que conocemos como Stabat Mater, dedicado a cantar la escena evangélica en que la virgen María vela el cuerpo de su hijo al pie de la cruz y que tanta música ha generado, desde el Renacimiento hasta el siglo XX. La pandemia nos ha privado de la Semana Santa, en todas sus variantes, desde las más ortodoxas hasta las más folclóricas y turísticas, pero escuchar las distintas y maravillosas obras que el suplicio de Cristo ha inspirado es una buena costumbre que siempre procura consuelo, más allá de las creencias de cada uno. No hace falta tener fe para disfrutar de las dos pasiones de Bach o de La pasión según San Juan que Sofia Gubaidulina compuso en el año 2000 y que demuestra la extraña pervivencia del lenguaje sagrado en la música, el único arte, junto a la poesía, capaz de custodiar ese residuo.
El Stabat Mater ha conocido tanta riqueza expresiva en la música como el motivo de la Pietà en el arte. Aunque ya estamos acostumbrados, en realidad la escena que se describe es extrañísima. Un dios se inmola para experimentar por primera vez la muerte. A su lado, su madre, convertida por su hijo en una diosa, espera el descenso del cadáver, una caída que es al mismo tiempo un ascenso, como tan bien vio Roger van der Weyden en la tabla del Museo del Prado. Cristo parece ahí un ave abatida, mientras la madre replica la postura del hijo, en una especie de parto de oscuridad. A uno y otro extremo se ven las figuras de San Juan y de Magdalena, formando un paréntesis y destacando con ello lo que en ese momento se está fundando. Magdalena, sensual, se retuerce en un gesto imposible, sin mirar el cadáver, sujeta a la tierra que Cristo no toca. A pesar del artificio y el cálculo, la obra da una impresión inmediata de verdad latente.
El cristianismo se fundó sobre esa idea revolucionaria, la primera solución a nuestra mortalidad que se inventó en Occidente. Si observamos con detalle la pietà de Miguel Ángel en San Pedro, ante la que por cierto T. S. Eliot se hincó de rodillas en 1927 para certificar su reciente conversión, veremos cómo una diosa, llamativamente joven y por tanto en edad fértil, con una belleza que recuerda a Venus, sostiene el cadáver de un hijo que muestra al mundo como prueba de que la muerte ha sido al fin superada. El motivo procede del Evangelio de San Juan, el más tardío y poético, el único que sitúa a la Virgen al pie de la cruz, atribuyendo a Cristo las palabras, dirigidas a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, refiriéndose al apóstol Juan, al que luego dice: “Ahí tienes a tu madre”. Jesús se desvincula así de su filiación humana para convertir a su madre en una diosa y transmutar su condena en salvación.
No es raro por tanto que nuestra cultura haya prestado una atención obsesiva a ese instante mítico gracias al cual durante más de mil años fuimos inmortales. El Stabat Mater, como la Pietà, nos ha ido acompañando a lo largo de los siglos, transformándose en cada época de una manera sintomática. Un artista contemporáneo como Anselm Kiefer ha podido pintar una serie de cuadros titulada Pietà en la que aparece un cadáver envuelto en maleza, representación del último estadio de relación entre el hombre y la divinidad. Y el recientemente fallecido Krysztof Penderecki compuso en 1962 un Stabat Mater a capella que enlazaba con la polifonía renacentista, aunque las voces dibujaban una horizontalidad puramente humana, determinada por la caída del hombre en Cristo, ya despojado de su condición divina. La misma trascendencia efímera puede oírse en una composición como el Ave María de Toshio Hosokawa, también a capella, con voces desnudas y muy limpias en el páramo.
Enlazar con la polifonía del Renacimiento delata un intento de superar la subjetividad romántica. Todas las regresiones espirituales en el siglo XX persiguen lo mismo. Cuando Eliot vuelve a Juliana de Norwich o a George Herbert está buscando la misma raíz que Ligeti en Ockeghem o que Arvo Pärt en el canto gregoriano, aunque los propósitos ideológicos sean distintos. El regreso es por supuesto imposible, pero la experiencia abre una nueva dimensión formal y artística que se cuenta entre las aportaciones más radicales y renovadoras de nuestro tiempo.
El Stabat Mater de Josquin Desprez, el compositor renacentista, es una obra maestra del género. Las voces a capella, despojadas y purísimas, van dibujando verticales en el vacío del templo, en un constante ascenso de reiteraciones que nunca cede, transmitiendo una sensación de plenitud y alegría acorde con la idea de superación de la muerte que la escena emblemática tenía entonces. Muy sedante es también el que compuso John Browne, el músico inglés del periodo Tudor, delicadísimo y austero. La música inglesa del siglo XVI es por cierto extraordinaria, gracias a la obra de compositores como John Dowland, Williand Byrd o Thomas Tallis, cuyo motete Spem in allium, escrito para ocho coros a cinco voces, es una catedral de sonido. En el Renacimiento también habría que destacar el Stabat de Palestrina, escrito para dos coros.
Ya en el barroco, nos encontramos con obras como el Stabat Mater de Vivaldi, uno de los más bellos y una de sus composiciones sacras más tempranas. Aquí ya estamos en un mundo muy distinto. Aunque las voces son aún muy limpias y puras, la ornamentación instrumental y el dibujo melódico apuntan a otra formulación de la trascendencia, más defensiva y propia de la Contrarreforma. El Stabat de Giovanni Pergolesi es justamente uno de los más populares, aunque en la época fue criticado por ser demasiado jovial. En la parte sexta, el verso “dum emisit spiritum” (“al entregar el espíritu” o “quiero decir que se murió”, como tradujo Cervantes genialmente para describir la muerte de Don Quijote) se canta con una intermitencia agónica muy sutil pero sobrecogedora. El de Scarlatti, en cambio, sugiere un regreso a la tradición polifónica del XVI, sobre todo al principio, ya que en las últimas secciones parece llegar a su propia época.
Durante el clasicismo, Haydn creó su obra sacra más ambiciosa y popular con su Stabat Mater, dividido en catorce secciones, con cinco coros, siete arias y un dueto. Hasta cierto punto, Haydn quiso corregir la ligereza de Pergolesi y ofrecer una pieza más seria y respetuosa con el espíritu del himno. El dueto “Sancta Madre, istud agas” (“Santa madre, yo te ruego”) es uno de los momentos estelares del género y uno de los fragmentos más intensos que Haydn jamás compuso, al igual que la visión final del paraíso cantada por el coro y ensalzada por el gorjeo de la soprano.
El de Schubert, en cambio, aunque es muy hermoso, delata que algo se había perdido. Como antes la música sacra de Beethoven, que no encontrará su expresión plena y genuina hasta la Missa Solemnis, esa misa laica, más acorde con la personal experiencia religiosa que se percibe en sus últimos cuartetos o en la novena sinfonía, la obra litúrgica de Schubert se inserta en una tradición anterior, pero su verdadera dimensión espiritual se encuentra en su música de cámara, en sus últimas sonatas y, sobre todo, en sus canciones. Un lied como Nacht un Träume, basado en un poema banal, adquiere sin embargo una elevación hasta entonces desconocida.
El Stabat Mater de Rossini, que tanto impresionó a Heine y que en su primera versión fue estrenado en el Convento de San Felipe del Real de Madrid, el Viernes Santo de 1833, empieza muy bien, con una sobriedad fúnebre y desolada, para luego arruinarse con la irrupción de líneas melódicas más propias del bel canto que resultan un tanto cómicas. La doble fuga del final, sin embargo, nos reconcilia con el conjunto. El género se había ido secularizando sin remedio, hasta el punto de que Antonín Dvorák compuso un Stabat en 1877 que en realidad es un réquiem por los tres hijos que perdió en aquellos años. Se trata de una obra imponente y dramática, monumental, propia de la estética del tardorromanticismo. Una de sus primeras representaciones fue por cierto dirigida por el compositor Leos Janaceck, autor de un ciclo para piano titulado En la niebla, sobre la muerte de su hija Olga, que es una de las maravillas de principios del siglo XX.
Aunque no compuso ningún Stabat, entre los compositores de finales del XIX resulta inevitable citar a Anton Bruckner, quizá el único que pudo y supo componer música verdaderamente devocional, más allá de las constricciones del romanticismo. Su Te Deum, sus misas y sus maravillosos motetes, deudores de los maestros del Renacimiento, ayudan a entender la extraña revolución que llevó a cabo en su ciclo sinfónico, reinventando un lenguaje que parecía haberse agotado con la expresión de la subjetividad para dotarlo de una amplitud y un alcance místico que la música instrumental no conocía desde Bach.
En el siglo XX, el género pervive con una extraordinaria fertilidad. Francis Poulenc compuso su magnífico Stabat en memoria de su amigo el pintor Chritian Bérard, en 1950, años después de haber vuelto a la fe católica tras una revelación en el santuario de Rocamadour, a donde peregrinó por la muerte en accidente de tráfico de Pierre-Octave Ferroud, también compositor, rival y amigo. Arvo Pärt, quizá el compositor más religioso de nuestro tiempo, estrenó su Stabat en 1985, muy sereno y beatífico.
En el otro extremo, el japonés Somei Satoh convirtió su Stabat Mater de 1987 en un canto a todas las madres que han perdido un hijo. Y así ha seguido cantándose la escena evangélica, pasando de la redención a la desesperanza, de la visión trascendental al vislumbre apocalíptico. La última adaptación data del 2019 y se debe al compositor inglés Richard Blackford, que en una pieza titulada Pietà ha combinado el texto latino original con fragmentos de Requiem, el poema que Anna Ajmátova escribió cuando la policía de Stalin se llevó a su hijo: “Al alba te llevaron / fui tras de ti como en un entierro…”. Madres e hijos, muerte y nacimiento, la eterna cadencia humana.