'Hombre escribiendo una carta' (1666). Imagen del artículo 'Días y versículos de Iñaki Uriarte' / GABRIËL METSU

'Hombre escribiendo una carta' (1666). Imagen del artículo 'Días y versículos de Iñaki Uriarte' / GABRIËL METSU

Letra Clásica

Días y versículos

Los 'Diarios' del periodista Iñaki Uriarte, reunidos en un único volumen por la editorial Pepitas de Calabaza, deslumbran por su enfoque plebeyo y su honestidad retórica

3 enero, 2020 00:00

No existe una tarea intelectual más difícil –y usamos este término de forma plenamente consciente– que escribir con sencillez y honestidad retórica. En el ejercicio de la escritura, esa condena de galeotes, lo más natural, paradójicamente, es aquello que no lo es: caer (sin remedio) en el pecado mortal de la grandilocuencia. Quienes no están acostumbrados a enfrentarse al papel en blanco con una actitud profesional tienden en cuanto se presenta la más mínima ocasión –o la obligación– a ponerse estupendos, venirse arriba de inmediato y adornarse en exceso. Suele pasar, sobre todo, cuando uno cree que va a decir cosas trascendentes. El resultado es una prosa con sobrepeso, incapaz de coger el vuelo (incluso con el viento a favor), que no fluye y que, para colmo, envejece mal. Siempre.

Si repasamos la nómina de los supuestos grandes estilistas de nuestra literatura más reciente, esta ley se cumple de forma inmisericorde: muy pocos de ellos son legibles pasadas unas décadas. Unos, porque en realidad nunca fueron buenos; sólo lo parecían. Y otros, porque obviaron que con el transcurso de los días el lenguaje cambia –igual que nosotros– para siempre, convirtiendo en añejo lo que se creía novedad. De ahí que muchísimos escritores que en su día fueron criticados (sobre todo por sus propios contemporáneos) por escribir de forma deficiente sean los que mejor han soportado el desgaste de los años. Es el caso de Baroja. O también el de Roberto Arlt, escritores plebeyos que decían lo que sentían sin detenerse en adornos o imposturas, buscando la fuerza de la sinceridad y la expresión que brota espontánea, clara y diáfana. 

Este mismo ejercicio es el que ha hecho el periodista vasco Iñaki Uriarte, nacido en Nueva York –los que viven en Bilbao, ya se sabe, nacen donde les parece–, que hace ahora unos años deslumbró a ciertos mandarines de nuestra literatura con unos diarios (de interior) que recogen sus pensamientos y vivencias a lo largo de la década que va entre 1999 y 2010. Desde la agonía del siglo XX al año en el que la crisis demostró que España no era lo que durante mucho tiempo habíamos creído: un país civilizado, una democracia equiparable con la de nuestro entorno; Europa, en definitiva. La misma editorial que alumbró las memorias con calendario de Uriarte –Pepitas de Calabaza, con sede en Logroño– reúne ahora los tres tomos completos de su dietario en un único volumen con un epílogo. 

Edición completa de los 'Diarios' de Iñaki Uriarte / PEPITAS DE CALABAZA

Edición completa de los 'Diarios' de Iñaki Uriarte / PEPITAS DE CALABAZA

Uriarte es, por decirlo de forma sencilla, un tipo corriente. Un perfecto cualquiera. Algunos de los rasgos de su biografía sugieren lo contrario –por ejemplo, su condición de gran lector– pero el tono de sus confesiones goza del raro don de poetizar la cotidianidad. Es de agradecer que, en vez de mostrarse como un pavo real, que es el vicio más común entre los que escriben el día a día de su propia vida, haya elegido la lengua corriente (el sermo humilis) para contarse y contarnos. Todo al mismo tiempo. Periodista cultural en provincias –sus artículos aparecían en El Correo–, Uriarte habla en este libro, entretenidísimo y lleno de una sabiduría de andar por casa, eso que antes se llamaba gramática parda, de lo mismo que Pla cuando escribía sus Notas dispersas: de nada (en particular) y de todo (en general). 

Es un ejercicio meritorio, porque no hay logro mayor al escribir que carecer de un tema y, aún así, mantener al lector suspendido en el vacío de la vida mediante un estilo diáfano que simula no ser objeto de artificio o fruto de una excesiva dedicación. Por supuesto, lo es. Y, por tanto, estamos ante una obra literaria. Entiéndase: la retórica (en este caso prosaica) es el instrumento que construye la voz del dietarista –un Uriarte que es y no es Uriarte– y proyecta, a través de una sucesión de fragmentos, su mirada sobre el mundo; en el fondo, una introspección del individuo en sí mismo ante los ojos de los demás. No es un libro que ofrezca ni pautas vitales ni descubrimientos asombrosos. Su mérito es otro: contar, mejor que muchísimas novelas de nuestro tiempo, el día a día de un hombre común, escéptico e irónico, culto sin tonterías, que juega con la benevolencia del lector para atraparle –sin forzarlo– dentro de una red de referencias compartidas que, sin esfuerzo, pero con el indudable talento de los buenos artesanos, logra el extrañísimo milagro de la identificación entre quien lee (con los ojos) y aquel que escribe (a ciegas). 

El periodista Iñaki Uriarte / INSTITUTO CERVANTES

El periodista Iñaki Uriarte / INSTITUTO CERVANTES

Que el mecanismo retórico de los diarios de Uriarte funciona no cabe duda: basta leer unas páginas para entender que se hayan traducido al francés –con el título de Bâiller devant Dieu (Bostezar ante Dios)–, fueran elogiados por lo más selecto de nuestra intelectualidad y conquistasen premios como el Tigre Juan. Tales reconocimientos, de todas formas, son accidentales: Uriarte sostiene que su voluntad nunca fue dar a la imprenta sus anotaciones, sino escribirlas para el silencio de su soledad. No es descartable que esta fábula sea cierta, pero también lo es que, aunque no estuviera en su ánimo hacer un libro, sino escribir “como si estuviera solo”, las labores de corrección y edición de cualquier escrito (incluyendo también los inéditos) obligan al autor a convertirse en su primer lector. Y a disfrutar descubriéndose. 

Uriarte se revela como un escritor entre visillos, secreto, sin pretensiones. Su delicioso amateurismo –que en el fondo no es tal, entre otros motivos porque, igual que Trapiello, oculta el nombre de algunos de sus personajes (retratados) bajo el candado de las iniciales– explica la libertad contenida con la que está hecho este libro donde se rinde homenaje al género creado por Montaigne, y practicado por una larga estirpe de escritores franceses (desde Proust a Pascal), en sus Ensayos, donde a cada día del año le correspondía un versículo, una decepción, un secreto lujo hedonista, una maldad sin víctimas o una conversación que, sin buscarlo, muestra lo que de verdad somos y cuenta (a los demás) la oración interior que nos consume, igual que un cigarrillo que se quema mientras deja volutas de humo en el aire.