Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) ha pasado a la posteridad –ese tiempo inestable– como uno de los grandes escritores norteamericanos de relatos de fantasía, terror y misterio, precursor incluso del afortunado género de la ciencia-ficción. No es poca cosa. Los otros dos pares son Edgard Allan Poe, sublime poeta y padre, maestro e inventor del formato y, de forma algo más discutible, Stephen King, celebérrimo autor de long-sellers que en la década de los años ochenta era despreciado por la crítica cultural exquisita pero que, dado su notable éxito popular –léase, de ventas–, logró pasar a ser considerado como un escritor relevante dentro de la literatura de masas. Algo que en realidad ha existido desde el origen mismo de los tiempos.
En comparación con sus émulos y antecesores, Lovecraft es el Homero de un mundo particular, negro y extraño; un cosmos poblado por monstruos con un aspecto mitad terrestre, mitad marino, que representan todas las pesadillas del desconcertado hombre del siglo XX. Es un milagroso logro para haber sido conseguido por un niño bien de Nueva Inglaterra –más supuesto que auténtico; Lovecraft vivió siempre sin dinero y una de las causas de su divorcio fue su negativa a trabajar en cualquier cosa que no fuera su obra– y que consagró su existencia a escribir historias fantásticas, entrelazadas entre sí en una suerte de mitología imaginaria, barroca e inquietante, colmada de personajes y sitios con nombres impronunciables, hecha a fuerza de voluntad –y soledad– desde un escritorio de Providence, Rhode Island.
De Lovecraft, esquizofrénico y probablemente bipolar, se ha dicho siempre que fue un escritor retraído y antisocial. Dos motivos más que sólidos para prestarle atención: las criaturas extrañas, diferentes, son las únicas capaces de sorprendernos. De las habituales no podemos esperar misterios, sino rutinas. La regla se cumple en su caso sin excepciones. Porque lo que hemos descubierto al leer Confesiones de un incrédulo (El Paseo), una colección de ensayos escogidos firmados por el atormentado genio, entre ellos muchos inéditos en español, recopilada por Óscar Mariscal, es a un escritor con su mismo nombre pero desconocido y sorprendente. Delicioso.
El Lovecraft ensayista es otro hombre: no escribe sobre mundos imaginarios, ni tampoco sobre una topografía de horrores supuestos, sino sobre universos tangibles y terrestres. Se presenta a sí mismo como un amante de las evidencias, capaz de cambiar de opinión (en función de los hechos), alguien con una envidiable capacidad de análisis y la actitud de un
Del escritor norteamericano siempre se ha dicho que representa, en un mundo en evolución, a quienes son incapaces de asumir los inevitables cambios sociales. Lovecraft sería así un tradicionalista incapaz se asumir lo diferente –Nueva York, donde vivió durante algunos años, le parecía la cloaca de una indeseable inmigración– o directamente un racista. Sin dejar de ser todo esto cierto (en parte) arroja un retrato incompleto del personaje, cuya libertad intelectual –muy visible en estos ensayos– le permite lujos y contradicciones, como criticar con dureza al liberalismo (cuando es necesario), alertar de la creciente deshumanización de la vida moderna, elogiar a los clásicos o devorar enciclopedias. Todo junto. Los encierros voluntarios en casa, ya se sabe, dan para mucho.
En realidad, este libro nos descubre a un escritor maduro que domina los secretos de la
El retrato del Lovecraft cuerdo de estos ensayos, opuesto al que siempre se le ha adjudicado con el pretexto de su obra narrativa, es el mismo, aunque con variantes, que muestra su abundantísima –más de 120.000 cartas– correspondencia, donde se levanta acta precisa de las preocupaciones (entre ellas las económicas) de un autor profundamente racional, vinculado con la actualidad de su tiempo, vehemente a la hora de hacer razonamientos políticos y muy alejado de ese retrato deforme creado por algunos de sus más fervientes lectores.
Un Lovecraft en primera persona del singular, desengañado ante las múltiples mitologías culturales de la historia y que, en un acto de rebeldía, crea su propia cosmogonía dentro de los estrictos límites del arte, pero sin diluirse –necesariamente– en sus escritos, sino saltando constantemente entre mundos paralelos. El fantástico y el racional. El socialista y el fascista. Alguien que escribe sobre sus pesadillas pero niega valor al ocultismo y a las ciencias paranormales. Una pura contradicción con piernas si la vida no consistiera, precisamente, en contradecirse todo el rato. Sin cesar. Confesiones de un incrédulo permite viajar a la mente de este Lovecraft racionalista y conocer –a partir de sus anotaciones– cómo leía el escritor norteamericano a sus iguales y a sus precedentes. Un lujo.
De su lectura se desprende la necesidad de mantenerse muy alerta ante las interpretaciones literarias que explican una obra artística exclusivamente en función de los estereotipos biográficos –todo lo contrario al correcto ejercicio de la crítica– y la certeza de que todos los mundos, desde los celestiales a los más infernales, da igual que sean realistas u oníricos, siempre parten de la vida cierta. La única que puede hacernos temblar.