Juan José Millás en la presentación de su libro 'La vida a ratos' en Sevilla / AYTO. TOMARES

Juan José Millás en la presentación de su libro 'La vida a ratos' en Sevilla / AYTO. TOMARES

Letra Clásica

Millás y el placer de la repetición

El periodista ha recogido su dietario publicado por entregas en Interviú en un libro que ve la luz bajo el título de 'La vida a ratos'

14 abril, 2019 00:13

En la larga decadencia de la prensa mundial, entre los muchos encogimientos, contracciones y reducciones del Grupo Zeta, uno de los momentos más lamentables ha sido sin lugar a dudas el cierre de la revista Interviu. Y no porque su ética y su estética fueran tan representativas del momento histórico en el que nació y creció, ni tampoco porque sean tan elocuentes los motivos del gran éxito del que gozó en sus años más esplendorosos, aquella asombrosa y vital vulgaridad de las fotos de chicas desnudas, catástrofes aéreas, Franco entubado padeciendo interminable agonía y Marta Chávarri pillada sin braguitas. No porque fuera un espejo a lo largo del camino de la democracia, sino porque en sus páginas, en los últimos años, Millás publicaba un dietario semanal que era una obra maestra literaria de una naturalidad, de una falta de pretensiones, asombrosas.

Signo de los tiempos, dicho sea de paso, es que yo pudiera leer ese dietario y no tuviera nunca que comprar la revista, no hacía falta porque la colgaban en internet, donde lo tenía gratis a mi disposición. O sea, pagaba a la compañía eléctrica, a Google y a Apple por sus servicios, pero no al Grupo Zera por sus contenidos.

Qué disparate. La gratuidad es una ofensa para la literatura, para el periodismo y para casi todo. Pero así son las cosas. El caso es que gratis o no, yo entraba en la web de Interviu solo para leer a Millás --y también La parrilla de España, en el que el columnista estrella de Crónica Global, también conocido como El hombre del sofá, describía con mucha gracia el reparto, el dramatis personae de la actualidad nacional--.

El supuesto dietario de Millás era adictivo, por su locura sensata siempre parecida y siempre renovada. Él mismo era su personaje; y las circunstancias, semana a semana, eran parecidas aventuras domésticas y ritos triviales: o sea los andares extrañados del autor por su propio piso, donde lo mismo se cruzaba en el pasillo con su mujer como consigo mismo, como con un fantasma; el gin tonic que cada tarde a las siete se tomaba en el bar de la esquina; los ejercicios que proponía a sus alumnos de la escuela de escritura creativa en la que era profesor; la visita semanal a la psicoanalista; la inesperada llamada telefónica; etcétera. Siempre lo mismo: prosaísmo costumbrista injertado de pacífico delirio. Así iba definiendo un pequeño mundo al que era grato volver a asomarse cada semana por la ventana del ordenador. Y así se fue componiendo el libro que ahora acaba de publicarse bajo el título de La vida a ratos, que es un título acertado, por ser a la vez bombástico, ambicioso --"la vida"-- y modesto, descreído --"a ratos"--.

Ignoro si lo que era un asombro tan exaltante en artículos breves, ligeros, temblorosos, encajados entre otras noticias de una gramática más convencional, "funcionará" igual de bien una vez el material ha sido recopilado y quizá corregido y reescrito y encuadernado en un volumen, además copioso como éste. En casos así es mejor no leer el libro de un tirón sino, como sugiere el título, a ratos. Es un tipo de texto que hacen de la reiteración y del reconocimiento un gancho de complicidad entre el autor y el lector: "en el próximo párrafo seguro que baja al bar a por el gin tonic de las siete… A ver si reaparece ya la alumna monja…". Aquí se cifra el placer particular de un subgénero de la repetición, entre cuyos logros descuellan Antrobus de Durrell, Ukridge de Woodehouse, Pat Hobby de Scott Fitzgerald, los seriales del Escribidor de Vargas Llosa, las torpezas lingüísticas y sociales del bueno de Pnin de Nabokov, o, en el formato de novela popular, las aventuras de Guillermo de Richmal Crompton, los bistrots de Maigret, las habitaciones que Holmes y Watson comparten en Baker Street, las nuevas disciplinas del conocimiento que a cada capítulo estudiaban Bouvard y Pécuchet, etcétera, etcétera. Por no hablar del reiterado entusiasmo con que Don Quijote acomete una y otra vez, contra el mundo, de derrota en derrota hasta la derrota final.