Letra Clásica
Cela, treinta años después del Nobel
El legado del escritor gallego perdura como objeto académico más que como producto editorial. El máximo galardón de las letras le garantizó la posteridad, pero no más lectores
7 marzo, 2019 00:00A Camilo José Cela le gustaban mucho los tangos, así que, emulando el clásico escrito por Gardel y Le Pera, podríamos decir que 30 años (después del Nobel) no es nada. En su caso literalmente: su cuerpo, desmesurado y disarmónico, no camina por la faz de la Tierra hace ya la friolera de 17 calendarios. Ni siquiera pisando la dudosa luz del día, que fue el hermoso título que escogió para su primer libro de poemas, tomándole prestado un verso a Luis de Góngora y Argote, al que sustituiría como devoción principal por Quevedo. Con 20 años, cortos pero no ingenuos, el poeta secreto que pasaría a la historia como prosista brillante y novelista de éxito cerraba este volumen de versos de tanteo con un Himno a la muerte: “Ven, descansada Muerte, bajo forma de junco./ Muerte, Muerte de un golpe, clara Muerte rotunda”.
Se presentaba en público siguiendo el modelo del poeta romántico --alguien recién salido del nido, y con la tuberculosis preceptiva, que cantaba al momento postrero-- pero con el tiempo derivaría en un exquisito costumbrista de vanguardia, cuentista tenebrista y, sobre todo, personaje singular e irrepetible, que comenzó cayendo simpático a todo el mundo y terminó, rodeado de una corte de aduladores, representando el papel del ogro terrible de las letras españolas. Todo lo contrario a Miguel Delibes, su coetáneo, que ha pasado a la posteridad como el escritor más honesto y elegante que --por decirlo al modo cervantino-- vieron los siglos pasados y verán los venideros.
Sabio en la historia de las letras, el escritor gallego supo pronto que para prosperar en la España atroz que le tocó vivir --el país eterno de la posguerra, con sus curas y generales-- tenía que crear su propio personaje antes de proceder a dar vida a tipos ajenos en sus narraciones, artículos y apuntes carpetovetónicos. Lo consiguió: en vida tuvo mucho más público que lectores y se convirtió en un escritor extraordinariamente popular --que no es lo mismo que populista--, aunque al final acabase siendo devorado por su propia criatura.
El escritor crepuscular, capaz de incurrir en el imperdonable pecado de la intertextualidad ajena --eso que en los tribunales llamaron primero plagio y después de otra forma-- por un Premio Planeta dotado con 50 millones de pesetas, tras más de 40 libros publicados, algunos excepcionales, y haber recibido el máximo galardón de las letras universales, es quizás la estampa más lamentable de una trayectoria que hacía presagiar un porvenir literario grandioso.
Desde el primer momento, Cela, que sufrió y ejerció la censura, que fue crítico y al mismo tiempo cercano al régimen franquista, entró a formar parte del canon español de la literatura de posguerra. Un mérito al que, sin duda, contribuyeron los méritos tanto como la falta de competencia real provocada por la ausencia de los intelectuales que tuvieron que exiliarse tras la Guerra Civil.
El Nobel fue el colofón a esta carrera --sostenida-- que no fue fácil, pero tampoco resultó imposible, aunque discurriera, según las circunstancias, por múltiples desvíos y meandros. Su literatura desembocó en buen puerto, pero tres décadas después de su consagración no ha garantizado un indudable crecimiento de sus lectores. A pesar de la buena prensa de las carreras literarias narcisistas --y la de Cela lo fue-- los libros son quienes salvan al escritor después de su desaparición física, con independencia de los galardones institucionales.
El Cela que ha quedado en los anaqueles de las librerías, que es el único Parnaso verdadero, es el inicial y, en parte, el intermedio (su época en Mallorca, editando los Papeles de Son Armadans). Del final poco puede salvarse, que es lo que ocurre cuando un escritor se convierte en una industria con fines crematísticos en lugar de artísticos. Sus primeras novelas --el Pascual Duarte, La Colmena y el Viaje a la Alcarria-- son clásicos indiscutibles de un tiempo y un país tan terrible que ahora casi nos parece inverosímil. Todas describen de dónde venimos y cuáles son las heridas de nuestro pasado.
El Cela que ha quedado en los anaqueles de las librerías, que es el único
Las novelas de la Galicia de la Guerra Civil --San Camilo, 1936, Mazurca para dos muertos y Madera de Boj-- nos hablan de un mundo primitivo y terrible que ya no existe, pero que ha quedado fijado para siempre en sus páginas. Los méritos literarios de Cela --el manejo del lenguaje, el conocimiento de los clásicos y la habilidad para construir universos ficcionales distintos-- lo han hecho perdurar dentro del mainstream de nuestra literatura, pero --por contra-- no podemos decir que ahora sea un autor muy leído, a pesar de que en su tiempo vendió más libros que Cervantes.
Sus hijos literarios, sin embargo, han envejecido peor que él. Sobre todo Umbral. Las razones son simples: quien copia sin crear --la literatura es un eterno juego de recreaciones-- nunca podrá superar al original. Cela es historia. Está en la historia. Pero como un escritor que es materia académica más que un producto editorial perdurable en el tiempo. Lo leen sobre todo los escolares, los expertos en filología y un grupo de fieles e infatigables seguidores.
Sus hijos literarios, sin embargo, han envejecido peor que él. Sobre todo Umbral. Las razones son simples: quien copia sin crear --la literatura es un eterno juego de recreaciones-- nunca podrá superar al original. Cela es
No podemos decir que esté mal. Otros matarían por alcanzar estos logros. El Nobel, sin duda, le hizo más popular como personaje, pero siendo el escritor de su tiempo que mejor supo reinterpretar a los clásicos castellanos, y alguien que se atrevió a experimentar sin miedo, unas veces con mucha y otras con poca fortuna, el premio sueco no le ha garantizado una posteridad amable. “A siete años de un suceso, el suceso ya es otro”, escribió en algún sitio. No digamos ya a los 30.