Dentro del cráneo pelado de José Sanchis Sinisterra (Valencia, 1940) hierven algunas de esas historias donde el ser humano se puede mirar de frente y destilar una extrañeza, una estupefacción, una soflama, una querella o un desacuerdo. Él está encaramado en lo más alto del teatro español con títulos como Ñaque o de piojos y actores, ¡Ay, Carmela!, El cerco de Leningrado y El lector por horas, pero su relevancia tiene que ver también con la investigación teórica y la docencia, pasión que tomó cuerpo en dos espacios teatrales de referencia: la sala Beckett, en Barcelona, y La Corsetería, en Madrid.
A lo largo de varias décadas, Sanchis Sinisterra ha afilado una escritura capaz de clavar al espectador al patio de butacas para proponerle una conspiración de ideas con la que dar candela al presente. Podría decirse que lo suyo no es un teatro de denuncia, sino de toma de conciencia. Incluso de toma de tierra: la resistencia, la bastardía, la memoria, el humor contra lo solemne. Él está al lado de los que creen en la palabra como una forma sana de gamberrismo. O incluso insana. Pero necesaria. Pues no hay sociedad que funcione sin una buena descarga de teatro.
“Empecé a escribir, y que nadie se me ofenda, a los diez años. Decidí que iba a ser escritor y empecé a escribir novelas de aventuras, de vaqueros, de piratas, de ovnis. A los 14, publiqué en la revista del colegio donde estudiaba, un colegio laico muy curioso en la Valencia del año 1954, al que le debo mucho. Allí había un grupo de teatro”, relató sobre sus comienzos en una entrevista para la compañía catalana Cos de Lletra.
En este encuentro con el actor Salva Artesero y la directora teatral Ruth Vilar, el autor de Los figurantes añade sobre sus comienzos: “Así que, a los 15, en el mismo colegio y con toda la cara, me puse a dirigir. Y, de una manera natural, pasé de escribir novelas y artículos a escribir literatura dramática. Las primeras obras debieron ser un poco más tardías, pero yo ya estaba envenenado de teatro. Había descubierto ese enorme poder de convertir la palabra en acción, en relación, en comunicación, y me encontré escribiendo teatro”.
Con todo, este Teatro unido despega con Ñaque o de piojos y actores (1980), la primera producción de éxito de El Teatro Fronterizo que Sanchis Sinisterra fundó en unos bajos de la calle Tallers de Barcelona. Aquel texto sobre las desventuras de los cómicos Ríos y Solano en la España del siglo XVII superó las 700 representaciones y le conectó definitivamente con Latinoamérica. “En mi trayectoria me he llevado sorpresas al creer que un espectáculo coincidía con una cierta demanda. La primera sorpresa gorda fue Ñaque”, ha asegurado el dramaturgo, quien recibió el Max de Honor en 2018.
Verónica Forqué y José Luis Gómez, en el estreno de ¡Ay, Carmela! en el Teatro Principal de Zaragoza en 1987. INAEM
Pese a su hora temprana, Sanchis Sinisterra fijó las claves de su obra dramática en el manifiesto de El Teatro Fronterizo, publicado en 1980 en Primer Acto: “Hay territorios en la vida que no gozan del privilegio de la centralidad. Zonas extremas, distantes, limítrofes con lo Otro, casi extranjeras (...). Hay gentes radicalmente fronterizas. Habiten donde habiten, su paisaje interior se abre siempre sobre un horizonte foráneo (...). Así que, a la deriva, a impulsos del azar o del rigor, discurre permanentemente una cultura fronteriza, allí donde no llegan los ecos del Poder (...). Hay --lo ha habido siempre-- un teatro fronterizo”.
El grupo Teatro Fronterizo, que tuvo nuevas paradas en El retablo de Eldorado (1985) y Crímenes y locuras del traidor Lope de Aguirre (1986), dio forma a producciones caracterizadas por la exploración de los límites de la teatralidad, la vulneración de la unidad y la precariedad material de las escenografías. Ese largo periodo barcelonés dejó paso en 2010 a otra nueva etapa de investigación más enfocada hacia los aspectos temáticos al frente del Nuevo Teatro Fronterizo, con sede en La Corsetería, en el barrio madrileño de Lavapiés.
María Jesús Valdés y Nuria Espert retornaron a los escenarios en 1994 con El cerco de Leningrado, de Sanchis Sinisterra. INAEM
En ambas aventuras siempre ha estado presente en Sanchis Sinisterra la inclinación pedagógica en su doble vertiente de maestro y aprendiz. “Yo reivindico la condición de epígono, que es muy bonita: marchar por donde alguien marchó, seguir la estela de alguien, pero me rebelo contra la noción de escuela. En un momento de varias crisis, me dije: ¿por qué no puedo decir que algo no lo sé? (...). La única escuela que puedo haber creado está en el intento de que los autores escriban contando con un nivel de inteligencia del público alto y aspiren a la complejidad”.
Es, pues, la senda que han seguido autores como María Velasco, Alberto Conejero, Sergi Belbel o el mismísimo Juan Mayorga, quien le reconoce su magisterio: “El horizonte de los verdaderos creadores siempre ha sido romper el horizonte. Ese es el lugar --el no lugar-- que José Sanchis Sinisterra ha elegido como su espacio de trabajo. Quien quiera encontrarse con él, lo hallará en algún punto del horizonte, perforándolo. Porque ha descubierto teatro allí donde casi nadie lo había siquiera intuido”. En definitiva, el mejor teatro contemporáneo español es hijo de José Sanchis Sinisterra.